Beato Álvaro del Portillo: "San José no regateó esfuerzos" |
Texto del 1 de marzo de 1984, publicado en "Caminar con Jesús al compás del año litúrgico" (Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 116-120): Crecer en vida interior es una exigencia de nuestra vocación divina. Crecer significa renovarse, abandonar lo que se ha hecho viejo —con la vejez del acostumbramiento, de la rutina, de la tibieza— y reencontrar la juventud de espíritu, que únicamente brota de un corazón enamorado. Así nos lo recalcó nuestro Fundador, que cada día sabía hallar en la Santa Misa —ese «encuentro personalísimo con el Amor de mi alma»[1], decía— el impulso para renovar y acrecentar constantemente su entrega, porque —añadía— «soy joven, y lo seré siempre, ya que mi juventud es la de Dios, que es eterno. Jamás podré con este amor sentirme viejo»[2].
También nosotros, hijas e hijos míos, hemos de mantener joven y vibrante nuestra respuesta a la llamada que recibimos, nuestra entrega, sin reservarnos nada: proyectos, afectos, recuerdos, ilusiones... todo ha de estar bien abandonado en el Señor —relictis omnibus![3]—, si de verdad deseamos ser fieles a esta vocación divina. Examinaos con valentía, con sinceridad, con hondura: ¿cómo he vivido este año las obligaciones —¡gustosas obligaciones!— de mi compromiso de amor? ¿Me he esmerado con el Señor en delicadezas de persona enamorada o, por el contrario, he soslayado alguna de las consecuencias concretas de la entrega? ¿He luchado decididamente contra todo aquello que podía entibiarla? Fomentad en vuestro examen el dolor de amor, porque todos podíamos haber puesto más cariño y más debida exigencia en nuestro trato con Dios. Y si descubrís algo que os ate a cosas que no sean las suyas (…), reaccionad con energía, porque hemos sido escogidos para ser santos de verdad, para dar la caza al Amor que no conoce fin: ese Amor que nos enciende cada día, que nos mantiene siempre jóvenes —con una juventud de alma y de espíritu—, aunque transcurra el tiempo y en el cuerpo se perciba el desgaste de los años.
Al renovar vuestra entrega el próximo día 19[4], considerad la fidelidad de san José a su vocación específica, teniendo delante de los ojos el ejemplo heroico de nuestro Padre. Llevad a vuestra meditación personal —como ya habréis hecho a lo largo de estas semanas— la vida del santo Patriarca, que no regateó esfuerzos para dar cumplimiento a la misión que le había sido confiada. «Mirad, nos enseñaba nuestro Fundador: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional (...). Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da... todo lo que es y puede»[5] (…).
Cuando la pelea resulta fácil y cuando se presente difícil, cuando el entusiasmo acompaña y cuando falta la ilusión humana, cuando se recogen victorias y cuando parece que sólo cosechamos fracasos..., mantened vivo el sentido del deber: ¡seamos leales! El Señor no se cansa nunca de nosotros: nos perdona una vez y otra, nos llama cada día, con una sucesión ininterrumpida de mociones que nos transforman —si procuramos corresponder a esas gracias— en instrumentos aptos, aunque no nos demos cuenta (…).
Os pido también una constancia diaria en ese apostolado de la Confesión, que la Iglesia espera de nosotros y que es el requisito indispensable para realizar una honda labor de almas. Derrochad mucha paciencia con las personas que tratáis, sin desanimaros cuando no respondan. Dedicadles tiempo, queredlas de verdad, y acabarán rindiéndose al Amor de Dios que descubrirán en vuestra conducta.