No es el comunismo sino el liberalismo progre
Javier Paredes
9/02/20
Me he quedado sorprendido de que el cardenal Rouco Varela en la presentación de su último libro haya encontrado en Lenin el origen y la destrucción de la familia, porque ese es un argumento propio de la ética perlática.
Rouco Varela en la presentación de su último libro
La familia ante el reto de la secularización
La familia ante el reto de la secularización
Tiembla la moral afectada de perlesía porque ya no es moral, y se ha transformado en ética perlática, que es lo que se lleva ahora. Los temblores de la ética perlática, que cuando no hacen temblar el alma la paralizan, han desterrado los conceptos de moralidad e inmoralidad para juzgar los actos humanos.
¿Quién dijo moralidad e inmoralidad? Eso ya son antiguallas pasadas de moda, que han sido sustituidas por otras nuevas medidas de comportamiento. Para los unos, como la personificación del mal es Franco, todo lo que sea antifranquista es bueno y, a su vez, será malo cualquier comportamiento tachado de franquista. Para los otros, la encarnación del mal es Lenin o Stalin, que para el caso tanto da. Y con estos nuevos parámetros y una historia manipulada a conveniencia, por desconocimiento de la misma o por manipulación interesada, se levanta la edificación de la ética perlática, la de los unos y la de los otros.
El pensamiento de Voltaire, Rousseau o Montesquieu, está en el origen del comportamiento político de esa derecha pagana y hasta de esos católicos tan modernos, demócratas y dialogantes como lo fue Íñigo Cavero
Y por eso me he quedado sorprendido de que el cardenal Rouco Varela en la presentación de su último libro haya encontrado en Lenin el origen y la destrucción de la familia, porque ese es un argumento propio de la ética perlática. Por lo demás, bastaría con fijarse en que los orígenes de los recientes ataques a la familia en España no los ha proporcionado ningún marxista leninista, sino un personaje al que el cardenal Rouco tuvo que conocer muy bien, por tratarse de uno de los católicos oficiales más destacado de la Transición, como Íñigo Cavero, que fue el que impulsó la ley de divorcio en nuestra patria, para que acabara rematando en el BOE Fernández Ordóñez.
No, no puede ser cierto, y por lo tanto sospecho que todo se deba a una mala interpretación del plumilla que cubrió el acto de la presentación del libro del que fuera titular de la sede arzobispal de Madrid, porque no es posible que la ética perlática se haya inoculado en el pensamiento del cardenal Rouco, siendo todo un doctor en Derecho Canónico, príncipe de la Iglesia Católica y académico numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, aunque tampoco esto último puede ser tomado como un referente, pues tan académico como Rouco de esa Real Academia es el mismísimo Rodolfo Martín Villa.
Las causas de la calamitosa situación actual de la familia son anteriores a Lenin y hay que buscarlas en la entraña de la ideología liberal progresista, elevada a categoría de verdad social y política por la Revolución Francesa. E incluso se puede retroceder en el tiempo y rastrear sus precedentes, porque el mismo Montesquieu que aportó lo de la división de poderes al Nuevo Régimen, consideró el divorcio como una necesidad natural en sus Cartas persas. Por su parte, Voltaire participa de la misma idea de Montesquieu y la expone en su Dictionnaire philosophique, concretamente en la voz “Adultère”. Y Rousseau en su concepción del “estado natural” del hombre, reduce el matrimonio a la unión libre entre los esposos y por lo tanto lo pueden constituir o disolver cuando lo deseen. En consecuencia, en los fundamentos ideológicos de nuestro mundo contemporáneo, el matrimonio ya no es el fundamento de la familia y por lo tanto la fidelidad de los esposos deja de tener sentido y el adulterio debe ser respetado.
Más tarde, a toda esta ideología disolvente de la familia los revolucionarios franceses, con la ayuda de las logias masónicas, la pusieron patas políticas, y la echaron a andar. Así es que con estos mimbres, reducido a mero contrato civil y secularizado el matrimonio, los revolucionarios franceses aprobaron la ley de divorcio en el país vecino el 20 de septiembre de 1792.
La mencionada ley francesa reconocía tres motivos para el divorcio. En primer lugar, el incumplimiento de las obligaciones conyugales que se concretaban en los siguientes casos: condenas en juicio a penas corporales, injurias graves, desorden notorio en las costumbres, abandono del domicilio de uno de los cónyuges, la emigración y la locura. En segundo lugar, también se podía solicitar el divorcio cuando uno de los dos alegara “antagonismo de humor”, o como ahora se lo denomina “incompatibilidad de caracteres”. Y en tercer lugar, se podía llegar al divorcio por mutuo acuerdo. A diferencia del primer caso en el que el divorcio era inmediato, el procedimiento era más largo en los dos últimos, pero nunca su prolongación podría durar más de un año.
En los fundamentos ideológicos de nuestro mundo contemporáneo, el matrimonio ya no es el fundamento de la familia y por lo tanto la fidelidad de los esposos deja de tener sentido y el adulterio debe ser respetado
El carácter anticatólico de esta legislación francesa, se refuerza con la disposición de que solo los ayuntamientos podrán registrar las partidas de nacimiento, matrimonio y fallecimiento. Por lo tanto, desaparecen los libros parroquiales en todas las iglesias. Bien entendido, que en ese momento los párrocos que rigen las iglesias de Francia únicamente son los curas juramentados, los que han jurado la Constitución Civil del Clero, se han separado de Roma y están excomulgados por el papa, porque los sacerdotes refractarios, los que se han negado a jurar la Constitución Civil del Clero, por seguir fieles a Roma, o se han exiliado, o viven en la clandestinidad, o están la cárcel o están bajo tierra porque los han ejecutado. O sea, libertad, igualdad, y muchísima, pero muchísima fraternidad…
En esta situación, ¿cómo se casan los franceses por la Iglesia? Pues no quedan más que dos más maneras. O se juegan la vida los contrayentes, si les descubren casándose en la clandestinidad ante un sacerdote refractario. O se casan por la Iglesia Constitucional ante un cura juramentado. Pero en este caso queda prohibido ir a la presencia del cura antes de pasar por el ayuntamiento; de manera que solo una vez casados por el alcalde, podrán ir a recibir la bendición del sacerdote juramentado.
En este segundo caso, al dar por válido el matrimonio realizado en el respectivo Ayuntamiento, el sacerdote no podrá preguntar a los contrayentes si están divorciados y ni siquiera si están bautizados. De este modo, los revolucionarios franceses han reducido a la Iglesia Constitucional a una máquina expendedora de bendiciones posteriores al matrimonio civil.
¿Cómo se casan los franceses por la Iglesia? Pues no quedan más que dos más maneras. O se juegan la vida los contrayentes, si les descubren casándose en la clandestinidad ante un sacerdote refractario. O se casan por la Iglesia Constitucional ante un cura juramentado
A la vista de esta situación, el historiador Ludovic Sciout en su libro L’Eglise sous la Terreur et le Directoire (La Iglesia bajo El Terror y el Directorio) escribe con toda la razón: “Uno es libre de casarse delante de un cura, pero el cura no es libre para no casar, aún en el caso de que su religión se lo prohíba formalmente”.
Mediante estas disposiciones, la secularización del matrimonio invade las naves de los templos. Nunca antes se había alcanzado tan alto grado de secularización, y ni siquiera después de la Revolución Francesa se ha llegado tan lejos, incluido Lenin. Y como el libro que ha presentado el cardenal Rouco, se titula precisamente “La familia ante el reto de la secularización”, convendría tener en cuenta todos estos precedentes secularizadores.
Situar todo el origen de los males de la familia en Lenin es conceder un mayor protagonismo al rojerío del que ya le corresponde. Y no vaya a ser que cargando la mano solo contra los de un lado, los del otro lado sigan absueltos y campando a sus anchas según la doctrina del matrimonio trazada por Voltaire, Rousseau o Montesquieu, cuyo pensamiento está en el origen del comportamiento político de esa derecha pagana y hasta de esos católicos tan modernos, demócratas y dialogantes como lo fue Íñigo Cavero.
Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.