Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Por qué no voy a ponerme la cuarta vacuna
5 DE SEPTIEMBRE DE 2022
Me gustaría explicarle, señora ministra de Sanidad ––¿señora o señor? Disculpe el titubeo, pero vivo ajeno a la nomenclatura de los miembros del Gobierno–, la razón de lo que el título de esta columna anuncia.
Lo matizo… En principio no me pondré esa vacuna, pero si alguien me convence de lo contrario, cuando ese momento, ya cercano, llegue, igual cambio de opinión. Lo hago a menudo. De convicciones nunca.
Tendré entonces ochenta y seis años recién cumplidos, lo que me convierte a los ojos, siempre policiales, de la administración sanitaria en eso que sus funcionarios califican de persona vulnerable.
Vulnerables, ministra (o ministro), por definición lo somos todos, pero en fin… Ya sé que el lenguaje oficial no afina mucho en lo que a la lexicología y la semántica concierne. Lo dejo correr, por más que vulnerable, lo que se dice vulnerable en el sentido que su ministerio utiliza el término, no me sienta. Le aseguro que trabajo tanto, por lo menos, como usted y que atiendo con diligencia a mis funciones y deberes familiares, profesionales, emocionales, culturales, fiscales, recreativos e incluso sexuales. ¡Huy! ¡Lo que he dicho! Perdóneme lo último. Ya sé que lo pondrá en duda. Mi novia no.
No soy un negacionista. Tampoco un afirmativista. Procuro que mi conducta se atenga siempre a las opiniones y convicciones derivadas, en la medida de lo posible, de la verificación estrictamente personal de lo que sucede. Y, en lo relativo a las vacunas contra la invasión de los ultracuerpos del Covid, esa verificación es inviable. No me fío de lo que dicen los científicos, virólogos o no, que suelen contradecirse, en el mejor de los casos, o equivocarse, en el peor, y menos aún de lo que proclaman los políticos del actual Gobierno, pues los miembros de tan nociva especie depredadora mienten siempre.
Así las cosas, me puse esas tres vacunas, lo que certifica mi buena voluntad y me pone a salvo de cualquier sospecha inquisitorial, como quien tira una moneda al aire confiando en la suerte.
La medicina, al fin y al cabo, es una ciencia experimental. Lo que cura, cura, y lo que daña, daña. A esa vieja tradición de Hipócrates y Galeno me atuve.
En las dos primeras ocaciones tuve suerte. Salió cara, aunque no fuese la del Rey, ni la de Franco, ni la de Sánchez. Aparte de algún suave y pasajero dolorcillo muscular no experimenté ninguna reacción adversa. ¡Vaya! Que salí del Centro de Atención primaria dando zapatetas y me quedé, en los días sucesivos, tan campante.
Con la tercera vacuna, que me puse muy a comienzos del pasado diciembre, las cosas se torcieron un poco. Sólo un poco. A saber…
Empezó a dolerme la garganta casi en el acto y esa molestia, acompañada por un carraspeo que aún no ha desaparecido del todo, se mantuvo alrededor de seis meses. Notaba también cosillas raras, aunque de ligera entidad. Recurrí, por si acaso, a un exhaustivo análisis de sangre. Los dímeros M, indicadores de posibles embolias pulmonares y otras lindezas inflamatorias –miren en Google… Yo tampoco sabía entonces qué diablos eran los jodidos dímeros– se habían disparado. Me hice un par de radiografías con contraste incluido y, afortunadamente, no hubo rastro de secuelas en mis vejigas respiratorias ni grumos en la red circulatoria de mis extremidades.
Pero me quedé un poco mosca…
Y más aún cuando a finales de ese mismo mes, el de diciembre, y ya en plenas navidades, pesqué el virus. Reconozco que su repercusión pasó casi inadvertida, excepción hecha de lo que el test de antígenos decía, y que apenas tuve síntomas. Ni siquiera fiebre, aunque me la tomaba a todas horas.
Ya, ya… Pero, aun así, considerando que tengo a los gatos por maestros y que esos animalillos tan sabios hasta del agua fría huyen cuando con anterioridad se han escaldado, estoy decidido, de momento, a no correr el riesgo de que la moneda de la cuarta vacuna caiga de cruz.
¿Algo más? Sólo una cosa. Parece ser –son estadísticas facilitadas por el Ministerio de su jurisdicción– que la mortalidad europea se ha duplicado al hilo del último año y que muchas de esas muertes carecen de explicación y se han cebado con gentes de buena salud e, incluso, de juvenil edad. La repentinitis, ya sabe. Uno, o una, está jugando al fútbol o va caminando despacito por la playa, y se desploma sin previo aviso. Casi todos esos cadáveres, si no todos, estaban vacunados y/o habían enfermado de Covid. Da que pensar, ¿no? Motivo, creo, más que suficiente para imponer prudenciales cuellos de botella a la intromisión en nuestros cuerpos de huéspedes tan extraños y de costumbres tan raras como los mensajeros del ARN y otros inmigrantes sin documentación de similar vitola.
Claro que si ustedes, los metomentodos del Gobierno , se sacan de la manga, no de la toga, un decreto-ley que obligue a presentar el certificado de la cuarta vacuna para tomar un vaso de bon vino en la taberna de enfrente o para llevar al cine a mi hijo… Bueno, entonces no me quedará más remedio que ofrecer mi brazo y mi sumisión por cuarta vez a la enfermera de turno.
Soy todo oídos, señora ministra (o ministro, o ministre, si nos atenemos a la morfología ireniana). Convénzame usted de que mi resquemor no está justificado e iré, tolón, tolón, tengo una vaca lechera, adonde sus pastores me convoquen.