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miércoles, 15 de mayo de 2024

«El humo de Satanás» ha hecho «irrespirables» las estructuras de la Iglesia. Por + Héctor Aguer Arzobispo emérito de La Plata

«El humo de Satanás» ha hecho «irrespirables» las estructuras de la Iglesia
Por + Héctor Aguer Arzobispo emérito de La Plata 
 15/05/2024 Iglesia

Mons. Héctor Aguer

La oficialidad progresista instalada en Roma desde hace algo más de una década continúa su política de «cancelar» a quienes, con libertad de espíritu, pretenden servir a Jesucristo desde la ortodoxia y la Tradición. Lo que se entiende por «cancelar» son todas las formas de ignorar, conspirar para silenciar, marginar, prohibir publicar en los medios de comunicación y en las redes sociales, e incluso el cese de funciones de quienes no se pliegan «sinodalmente» a las ideologías y discrecionalidades vaticanas.

Buenos obispos como Daniel Fernández Torres, de Arecibo, Puerto Rico, y Joseph Strickland, de Tyler, Texas, fueron cancelados. El cardenal Gerhard Müller no volvió para un nuevo mandato en la Congregación (ahora Dicasterio) para la Doctrina de la Fe. Y el cardenal Raymond Burke fue incluso privado de su sueldo y de su piso romano. Otros, como Dominique Rey de Fréjus-Toulon en Francia, tuvieron su poderes limitados por el nombramiento de nuevos «coadjutores» que casi cogobiernan esas diócesis en la práctica.

También hay numerosos sacerdotes en distintas partes del mundo que han sido despedidos; incluso han formado «asociaciones» para ayudarse mutuamente y cubrir las necesidades básicas para su sustento. En algunos casos se han quedado en la calle y han tenido que refugiarse en casa de sus padres ancianos, hermanos u otros familiares. Ya me he referido a ellos en otros artíclos. Constantemente recibo correos, mensajres y llamadas telfónicas de sacerdotes fieles que no encajan en la consigna oficial de «todos, todos, todos» y que, por tanto, se queda fuera del «sistema». La famosa máxima peronista ha sido importada de Roma: «Para el amigo, todo; para el enemigo (supuesto o imaginado), nada de justicia». Incluso el Código de Derecho Canónico parece estar muerto y enterrado. En la práctica, ante las acusaciones de «retrógrados», «adoradores de la ceniza», «rígidos» y otros calificativos similares, sólo cabe esperar la guillotina sin más.

Los fieles laicos sufren alarmados ante tantas arbitrariedades. Ven cómo buenos sacerdotes son sistemáticamente obligados a abandonar sus parroquias, o enviados a destinos considerados como «castigo». Las tan declaradas «periferias» son los lugares elegidos para ello. Se les abandona literalmente a su suerte. Solos, sin comunidad sacerdotal, sin recursos y expuestos a todo tipo de peligros, no pocos encuentran allí la enfermedad y la crisis. Las acusaciones de ser «poco sinodales» o de no estar abiertos a la «cultura del encuentro» conducen a diversas formas de destierro.

¿O es que se confunde «encuentro» con «reunión»? ¿Acaso no están todos los creyentes -y no digamos los sacerdotes- llamados a tener un encuentro liberador y personal con Cristo, y a conducir a Él a otros hermanos? ¿O es que ahora hay que sustituir al Señor por la «Madre Tierra», la globalista Agenda 2030 (considerada por sus mentores como el «Evangelio del siglo XXI»), o las imposiciones globalistas y la supuesta «gobernanza global» de las Naciones Unidas? ¿Buscan la salvación de las almas esos tipos pelagianos que pretenden «salvar el planeta»?

Desde hace más de 60 años, la Iglesia en Occidente sufre una caída sistemática del número de sacerdotes, religiosos, seminaristas e incluso de bautizos. El período glacial que siguió al Concilio Vaticano II refleja una decadencia aparentemente incontrolada. ¿No ha llegado el momento de reconocer que por este camino sólo cabe esperar más calamidades? Y aunque sea una pena para los campeones nonagenarios actuales del «espíritu del Concilio», ¿no ha llegado el momento de admitir sinceramente que el «humo de Satanás» ha hecho irrespirables nuestras estructuras?

Ciertamente, la Iglesia no puede compararse ni remotamente con una multinacional. Sin embargo, guardando las debidas proporciones, merece la pena plantearse estas preguntas: ¿Se mantiene e incluso se recompensa con ascensos a las personas que fundaron varias sucursales de una empresa? ¿Se puede esperar que los responsables del fracaso recuperen las ventas y salven a la institución de la quiebra?

Hoy la oficialidad progresista del Vaticano muestra su ferocidad contra la liturgia tradicional. Cientos de jóvenes acuden a ella, mientras que en las «liturgias atractivas» las lagunas son cada vez más notorias. Los matrimonios jóvenes con muchos hijos también son despreciados por Roma; son parte de la solución, no del problema. De hecho, las estadísticas muestran que una buena parte de las vocaciones sacerdotales y religiosas proceden de su entorno. Los jóvenes sacerdotes que, llenos de fervor y pasión por Cristo, buscan de verdad llegar a los «últimos» y convertirlos al Señor, son tachados de cerrados de mente y encubridores de traumas varios. Y así un largo etcétera. Podríamos hacer una lista interminable de hechos -todos ellos amparados o justificados por la «sinodalidad», por supuesto.

¿No ven en Roma que el progresismo es en sí mismo estéril? ¿No ven como una amenaza a los niños y jóvenes que, a pesar de las burlas de sus propios párrocos, pasan horas y horas ante el Santísimo Sacramento? ¿No ven como verdaderos «signos de los tiempos» y como fundada esperanza los Rosarios de hombres que se multiplican en distintas ciudades del mundo? ¿No aprecian el fervor de tantos jóvenes que encuentran o vuelven a la Iglesia después de haberse desencantado -precisamente- de los tejemanejes «progresistas»? ¿Coincide con la flexibilidad dialogante del Vaticano que todos los «diferentes» son muy bienvenidos, excepto los «diversos» dentro de la Iglesia?

Como ya dije en un artículo anterior a los «curas anulados» y ahora traslado a todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que padecen esta dolencia:

Rezad unos por otros; rezad también por los que os hacen sufrir. Hacedlo ante el Sagrario, adorando al Señor allí presente. Encomendaos filialmente a la Santísima Virgen María, Madre de Dios hecho Hombre, Madre de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros.

Como siempre podéis contar con mis oraciones, mi afecto y mi cercanía. Y aunque mi condición de octogenario y mis limitaciones físicas me impidan moverme, sabed que estoy con vosotros en primera línea de apostolado. No temamos a nada ni a nadie. Que las palabras de Jesucristo resuenen siempre en nuestros corazones: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Para lifesitenews