De cuando San Miguel salvó a Roma de la peste
Carlos Esteban
20 mayo, 2020
El Castillo de Sant’Angelo, su nombre y la estatua que campea en su cima, es testimonio de una historia fascinante: cuando el Príncipe de la Milicia Celestial, el Arcángel San Miguel, salvó a Roma de una terrible peste.
Año 589. El Tíber se ha desbordado tras una espantosa riada que se ha llevado por delante personas, cabañas y ganado, inundando la Ciudad Eterna y los alrededores. Los cadáveres insepultos y putrefactos extienden por toda Roma una terrible pestilencia llegada de Oriente que en seguida empieza a causar estragos entre la población.
Un año más tarde, la peste alcanza los sacros palacios y muere de ella el propio Papa, Gelasio, sepultado en San Pedro, el 5 de febrero de 590. Ese mismo año eligieron un nuevo pontífice verdaderamente excepcional: San Gregorio Magno, el cual celebramos hoy.
Gregorio estaba convencido de que los medios humanos no bastarían para acabar con aquel flagelo, sin duda castigo de Dios por los innumerables vicios de los romanos, así que urgió al pueblo a volverse hacia el Altísimo en ferviente oración, pidiendo perdón por sus pecados y auxilio contra la plaga.
En un sermón pronunciado en la Iglesia de Santa Sabina a poco de ser consagrado, el nuevo Papa conminó a los romanos a seguir el ejemplo de los habitantes de Nínive y a hacer penitencia para alejar aquel flagelo. “Mirad a vuestro alrededor: he aquí que pende la espada de la ira de Dios sobre el pueblo entero. La muerte imprevista nos arranca del mundo, casi sin darnos un minuto de tiempo. En este mismo momento, oh cuántos son presa del mal, aquí a nuestro alrededor, sin poder pensar siquiera en la penitencia”.
Gregorio explicó al pueblo cómo Dios permite algunos castigos para corregir a sus hijos y les exhortó a la conversión y a una vida virtuosa. Luego convocó una procesión en la que dividió al pueblo entero en siete cohortes que partieron de diversas iglesias en dirección a San Pedro, descalzos los fieles y con la cabeza cubierta de ceniza, cantando las letanías introducidas por el propio Papa y que posteriormente se convirtieron en las letanías mayores de la Iglesia en tiempos de adversidad.
El paso era penoso, porque con tal fuerza golpeaba la epidemia que centenares de penitentes caían muertos al suelo en plena procesión, pero Gregorio no la detuvo sino que pidió al pueblo que siguiera rezando tras un icono bizantino de la Virgen, atribuido a San Lucas, la Salus Populi Romani, que todavía se conserva en Santa María la Mayor y al que es especialmente devoto el pueblo romano.
A medida que avanzaba la procesión se iba purificando el aire al paso del sagrado icono hasta que al llegar al puente que une la ciudad con el Mausoleo de Adriano, hoy Castillo de Sant’Angelo, se oyó un coro de ángeles que entonaba: “Regina Coeli, laetare, Alleluja – Quia quem meruisti portare Alleluia – Resurrexit sicut dixit Alleluja!”, a lo que el Papa respondió:”Ora pro nobis Deo, Alleluja!”, dando nacimiento al Regina Coeli que se reza en Pascua de Resurrección en lugar del Ángelus.
Acabado el cántico, los ángeles se arremolinaron en círculo en torno al icono de la Virgen y Gregorio, alzando los ojos, vio en la cúspide del castillo al Arcángel San Miguel -ángel guardián de la Iglesia- que limpiaba la sangre de su espada y la guardaba en su funda, simbolizando que el castigo había terminado, como así fue, y de forma inmediata y completa.
por Carlos Esteban.