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lunes, 5 de diciembre de 2022

El motín de Esquilache y la Masonería

 
27 agosto 1950


Hemos destacado en otros trabajos cuánta era la importancia que en la vida de los pueblos tiene la formación moral de sus príncipes y gobernantes, y a cada paso que damos en la Historia vemos destacar su trascendencia al análisis de los acontecimientos. En el siglo XVIII, que venimos examinando, como consecuencia de la apostasía de sus reyes, que arrastraron la de toda la nación, se nos presenta Inglaterra con sus gobernantes y diplomáticos patrocinando la expansión de la masonería por Europa; al paso que la debilidad y decadencia borbónica, siguiendo los pasos de los Orleáns y la nobleza en sus complacencias con las sectas, precipitan a la nación francesa por la pendiente de la descristianización; pero lo que para unas naciones va a constituir un mal, va a ser explotado por otras como una palanca de poder y de influencia; así observamos al gran oriente inglés desarrollar a través de sus diplomáticos una política de captación en los medios dirigentes y aristocráticos de las naciones y por medio de ellos ejercer una intervención decisiva en la mayoría de los acontecimientos políticos que tienen lugar en este siglo.

La influencia británica sobre las logias de Italia avanza rápidamente, y en Flandes la captación masónica sobre su nobleza llega hasta las gradas del trono, alcanzando a muchos miembros de la familia real. El omnipotente Tanucci, ministro y consejero íntimo de la reina Carolina; el príncipe Caracciolo, su ministro de Estado; el príncipe Caramanico, virrey de Sicilia; el príncipe Otaiano, el duque de la Rocca y muchos otros nobles, incluido gran número de los Caballeros de Malta, gozantes en la Corte de influencia y poder, ingresan en la masonería, de la que aparece como gran maestre el príncipe Caramanico. No podría explicarse el rápido poder que adquiere la masonería y su influencia sobre los años que van a seguir sin este precedente de la participación y pernicioso ejemplo de los príncipes y clases directoras sobre los pueblos.

La influencia que los masones llegaron a tener en la Corte española de Carlos III fue igualmente decisiva. Poco importaba que el rey no hubiera llegado a ser masón si consentía que sus ministros y consejeros obedecieran a las inspiraciones y los dictados de las logias. La prueba de su influencia sobre la persona real nos la da el hecho de que el rey hubiera nombrado ayo de su hijo, el príncipe Fernando, al príncipe de San Nicandro, francmasón reconocido que, naturalmente, había de enseñarle poco y pervertirle mucho.

Si fecundos pudieran considerarse en el orden material y constructivo los dilatados años del reinado de Carlos III, en cuyo periodo la Administración pública se distinguió por activa y eficaz, como lo pregonan las obras públicas nacionales acometidas en aquella época, sin embargo, en el orden espiriritual para nuestro destino histórico no pudieron ser más dañinos. Sólo conociendo lo que representó para la fe católica en general y para España en particular la existencia de un Ignacio de Loyola y su grandiosa obra de la Compañía de Jesús, se pueden apreciar la intención y alcance de aquella expulsión de los jesuitas, que concibió la masonería y que en España ejecutaron, con la firma real, los ministros masones que a Carlos III rodearon. He aquí, una vez más, demostrados los males que pueden acarrearse a los países por la perversidad y filiación masónica de sus ministros, así como las consecuencias de las debilidades, torpezas o pobre formación de sus monarcas.

El burdo motín llamado de Esquilache, tramado por determinados masones españoles aparentemente con el fin de desplazar a los consejeros italianos de Su Majestad, explotando la inocencia y buena fe del pueblo madrileño, siempre presto "a tragarse caramelos envenenados", tenía en el fondo un alcance mayor que el que aparentemente presentaba. Lo de menos era el corte de las capas ni el cambio de sombreros, que al pueblo, y con razón, tanto había enojado y que el edicto real había mandado cumplir bajo la sanción de seis ducados, para poner a la capital a la moda gala, lo que insensiblemente se venía realizando por la burguesía, y que, pese al motín, acabó entre ella por imponerse; lo importante era la anulación en los Consejos reales del católico marqués de la Ensenada, la destrucción de la Compañía de Jesús y el alcanzar el poder y la privanza real para aquellos masones a los que la masonería había destinado para la dirección de nuestra Patria. Si entre los incidentes del motín se vislumbra una determinada escisión masónica, ésta era un reflejo más de la lucha oculta, puesta de manifiesto en Nápoles, de los masones de obediencia inglesa contra los que, emancipándose, habían ya convertido la gran logia provincial de Nápoles en logia nacional napolitana independiente.

La obra nefasta de aquel embajador inglés, Keene, y la influencia que a través del ministro Wall llegó a tener sobre la Corte española en el reinado de Fernando VI explican muchas cosas de las que después acontecieron. Perseguía el embajador destruir nuestro comercio con ultramar y nuestra pujante Marina, obra predilecta del católico Ensenada, y a ello se prestaba la impiedad y el sectarismo del ministro Wall, convertido, con su pandilla, en ejecutor fiel de las maquinaciones británicas. De sello inglés venia siendo el partido que en todas las Cortes europeas se formó en este año para reclutar adeptos en los medios aristocráticos, literarios y de abogados, militares e indiferentes contra el Papa y la Iglesia católica, y que apuntaba ya contra la forma monárquica de los Gobiernos de los Estados.

Destacan en el posterior motín de Esquilache varios hechos, que los historiadores liberales, en buena parte masones, no quisieron desentrañar; pero que no pudieron borrar de los escritos y documentos de la época. Nadie puede explicarse que, iniciado el motín por grupos débiles y mal armados, se dejase crecer sin tomar providencia; el porqué a la propuesta del duque de Arcos de reducirlos cargando con su escuadrón de guardias sobre los amotinados, se opuso el marqués de Sarriá, que ejercía el mando de la Guardia Española; ni menos cómo se llegó a entregar a las turbas a un desgraciado guardia valona que, habiendo disparado al aire frente a los perturbadores, se había refugiado entre su fuerza, que fue entregado a los amotinados y en su presencia muerto a palos y a pedradas por la turba. Lo que despide un claro tufo de cobardía y complicación masónica.

Igualmente quedó registrado en la historia de aquellos sucesos la seguridad de las turbas de no ser atacadas y cómo, obedeciendo determinadas consignas, se movieron, comieron y bebieron en las tabernas sin pagar el gasto, que determinados sujetos avalaban, y que a los pocos días fue satisfecho por varios comisionados, que por tascas y bodegones pagaron los gastos y perjuicios que, bajo su palabra, manifestaron los taberneros. Muchos y muy elocuentes comentarios se suscitaron durante bastantes años sobre la lenidad y forma en que se solventó el suceso, sin que hubiese el menor interés en las alturas en averiguar lo que públicamente se venía acusando, e impidiendo, incluso, se diese estado y se sacasen consecuencias de las gravísimas acusaciones que el opulento y volteriano americano señor Hermoso hizo contra los consejeros del monarca en el proceso que se le siguió, y al que se impidió y cohibió en su natural defensa.

El objetivo inmediato del motín era explotar el disgusto del pueblo y exacerbar los ánimos para engañar al rey intimidándole, garantizándose por la dirección de ambos bandos el control de los acontecimientos; pero lo que creemos no pretendiesen y que no pudieron evitar fue que, desatadas las pasiones y excitadas las turbas, éstas llegasen a denigrar y humillar a la majestad real, obligando al rey a salir al balcón e inclinarse ante las exigencias de los amotinados, empeñándoles su palabra de honor de acceder a cuanto en su ultimátum le pedían. Llegó tan lejos la maniobra y fue tan fuerte la intimidación del rey y de algunos de sus leales, que aquella misma noche, en secreto y por una puerta falsa, huyeron de Madrid en cuatro coches la familia real con el duque de Medinaceli, el de Arcos, el duque de Losada y el marqués de Esquilache, llegando a la madrugada a Aranjuez, desde donde se mandó cortar puentes, establecer avanzadas y concentrar fuerzas de artillería.

Temiendo los conspiradores que la marcha del rey y las previsiones militares tomadas, fuera ya del peso de la intimidación, pudieran significar una rectificación en la voluntad del monarca, que podría volverse contra los promotores, decidieron, con el pretexto de organizar una manifestación que fuese a Palacio a vitorear al rey, desencadenar más graves alborotos, llegándose en el desvarío a consentir se armase al pueblo, que, una vez más, fue el sujeto pasivo de sus maquinaciones, y que una vez despejado para los promotores el horizonte y asegurada la victoria, se sometió tras el cambio de mensajes que llevó y trajo hasta la propia cámara real el tristemente ya histórico calesero Bernardo.

Acusan algunos historiadores la vil ralea de los primeros grupos amotinados: gentuza de mala condición, maleantes profesionales reclutados en los barrios de la villa entre gente sin juicio; ni artesanos, ni el buen pueblo de Madrid figuraban entre ellos en los primeros momentos; grupos que fueron creciendo al sumárseles curiosos y aprovechados, envalentonados por las complicidades y seguridad que tenían de que las fuerzas no se moverían. Lo falso de la revolución lo acusa el que, a una consigna, los mismos que antes amenazaban, vitoreasen sin el menor pudor, al muy amado monarca. Clientela asalariada de las logias que vamos a ver intervenir en todos los sucesos revolucionarios del siguiente siglo.

No apuntaba sólo el motín a la privanza, sino que perseguía objetivos más importantes e iba contra el renacimiento de la Marina española, de la que el marqués de la Ensenada se consideraba el paladín. Estorbaba a la hegemonía que Inglaterra ya se fabricaba y que su embajador, Keene, había perseguido, cuando en el reinado de Fernando VI había logrado la caída de Ensenada. Una España disociada y sin Marina haría que se viniese abajo todo lo de ultramar, y nada más fácil que explotar a aquellos pobres que nada sabían de Ensenada ni de su obra, para que pidiesen en el motín la vuelta de Ensenada, esperando que entre los que rodeaban e intimidaban al monarca habría quien, prevenido, lo recogiese y le diese estado. Su misma catolicidad sin tacha permitiría explotarlo relacionándole con la Compañía de Jesús, que iba a ser el blanco principal de la maniobra.

Aparece hoy fuera de toda duda que el ministro Wall y el duque de Alba dirigieron, de acuerdo con las inspiracionesdel nuevo embajador inglés y la francmasonería, las infames maniobras y el motín, y que en ellos tomaron parte el conde de Aranda, Roda, Campomanes, Floridablanca, Azava y demás francmasones impíos captados por las propagandas masónicas y ateas.

No parece, a la verdad, fácil en un pueblo consciente que este aceptara atribuir a los jesuitas lo que ni por sus fines, ni por las personas puestas en juego, ni por los procedimientos, podía estar más lejos de lo que la Compañía de Jesús representa; pero todo es posible cuando se especula con la bondad e inocencia de un pueblo y la bajeza y la maldad, elevadas a grado insospechado, se abrigan en el corazón de los que ante el pueblo vienen pasando por nobles y poderosos. Lo que, conocido por el pueblo, sin duda le llevaría a arrastrar sin piedad a los infames maquinadores, se convierte en silencio y en complicidad cuando desde el Poder se le deslumbra y se le engaña, y si a ello se une la presentación de pruebas materiales aparentes, se comprenden fácilmente la aceptación y el engaño.

Era menester lograr estas pruebas materiales, y no se paró en ello: la conciencia de los maquinadores responde a la buena escuela masónica de que, cuando no existen pruebas, se fabrican. Así se ejecutó en este caso: se confeccionaron cartas apócrifas, manifiestos e impresos supuestos que se atribuyeron a los jesuitas; se compraron testigos, se sobornó a la Justicia con ascensos y premios, y, aun así, poco o nada pudo conseguirse, pues las pruebas se derrumbaban al primer contraste; pero, sin embargo, era lo suficiente para arrancar al acobardado monarca el decreto real que se requería. Las cartas supuestas, dirigidas a los jesuitas de Tucumán por su hermano el padre Rábago, resultaron de una falsedad completa, así como las patrañas de que querían insubordinar a las Misiones de Uruguay y Paraguay para formar una monarquía independiente.

Los triunfantes en el complot tuvieron todo en su mano para investigar sobre el asunto. El haberse comisionado al conde de Aranda, masón e impío, a quien Voltaire públicamente distinguió con su aprecio, el mando de Madrid, con poder militar y político excepcionales, dejó en manos de la francmasonería medios inigualables para poder demostrar el complot de que se acusaba a sus enemigos, caso de haber éste existido; pero, lejos de esto, en lo que se ocupó fue en encubrir y tapar las infames maquinaciones de la secta.

Que el duque de Alba fue quien, de acuerdo con la masonería, fraguó el complot, que montó el motín y lo achacó a los jesuitas, está ya en la Historia sobradamente probado. Un historiador que no nos es afecto, el protestante Cristóbal Mur, en el tomo IX, página 229, de su Diario para la historia de la literatura, afirma "que el duque de Alba, en 1776, estando para morir, declaró haber sido el autor del motín y de las patrañas contra los jesuitas". Su narración se basaba en el testimonio de testigos que en 1780, cuando esto escribía, todavía vivían.

Que los ministros que engañaron a Carlos III eran enemigos de Dios y de la Iglesia es cosa probada que el Papa Clemente XIII sostiene en su carta Tu quoque fili mi..., dirigida a Carlos III. Que su ministro de Gracia y Justicia, Roda, era masón y perseguidor enconado de la fe católica, se demuestra en su correspondencia con Choiseul, ministro de Luis XV, en carta fechada en 17 de diciembre de 1767, en que le manifestaba: "Hemos matado al hijo; ya no nos queda más que hacer otro tanto con la Madre, nuestra Santa Iglesia Romana. ''

La expulsión de siete mil españoles beneméritos, arrojados bajo el peso de horrendas calumnias de la Patria con sanción de Su Majestad Católica, de un modo inicuo e inhumano, fue el atentado más grave que sufrió el prestigio de la fe católica en España y en sus colonias, de donde se vio salir como malhechores a los que hasta entonces habían constituido la más firme vanguardia de la fe. Los males que se derivarían de ello vamos a recogerlos en el próximo siglo.