(29 julio 2012)
P. Santiago Cantera
Queridos hermanos en Cristo Jesús:
En los domingos próximos, la Liturgia nos va a ir ofreciendo la lectura de varios pasajes del “Sermón del Pan de Vida” que caracteriza el capítulo 6 del Evangelio de San Juan y del cual el exordio es el relato que acabamos de escuchar acerca de la primera multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15).
Dicho sermón de Nuestro Señor Jesucristo tiene un contenido esencialmente eucarístico y es de una riqueza espiritual extraordinaria, como iremos viendo las semanas siguientes. Por eso, las multiplicaciones de panes y peces poseen también una dimensión eucarística de gran relevancia, pues es Jesús mismo quien se preocupa de dar alimento, tanto material como espiritual, a sus discípulos. El milagro referido es un auténtico milagro obrado por Nuestro Señor: no es necesario complicarse la mente como hacen algunos exégetas y teólogos escépticos ante los hechos sobrenaturales. Jesucristo demuestra precisamente su divinidad al realizar signos y milagros por los que, como hemos oído, lo seguía mucha gente.
También la Eucaristía es un verdadero milagro que sucede todos los días en el altar: es un milagro la transustanciación, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor en el momento de la consagración. Por ello debemos creer en la presencia real de Cristo en las sagradas especies, vivir la Santa Misa sabiendo que asistimos a su mismo Sacrificio en la Cruz, adorar el Santísimo Sacramento, visitarlo en el sagrario, tratarlo con respeto, comulgar con devoción y decorosamente vestidos y, en definitiva, amar a Jesús Sacramentado en la Eucaristía.
El milagro de los panes y los peces hoy descrito está precedido en las lecturas de la Misa por otro milagro semejante que Dios obró a través del profeta Eliseo (2Re 4,42-44) y por los versículos del salmo 144 que se han cantado. En ambos textos se nos descubre la mano providente de Dios, porque Él abre la mano y sacia de favores a todo viviente y promete por medio de Eliseo que “comerán y sobrarán” y así sucede en efecto. Frente a nuestra incredulidad y a nuestros cálculos humanos, el Señor nos está invitando a confiar en su Providencia, que no nos desampara jamás.
La segunda lectura, de la carta de San Pablo a los Efesios (Ef 4,1-6), nos habla en cierto modo de las consecuencias de una vida eucarística puesta confiadamente en las manos de la Providencia: quienes viven en torno a un solo Señor y compartiendo una sola fe, en un solo cuerpo y un solo Espíritu, han de vivir entre ellos con humildad y caridad fraterna.
Para los tiempos que vivimos, quisiera fijarme especialmente en algunos detalles de las lecturas que nos pueden hacer reflexionar. La crisis económica actual debería convertirse en un aldabonazo a nuestras conciencias, en un estímulo moral a nuestra vida durante tanto tiempo acomodada. Deberíamos pensar qué cosas se han hecho mal, a nivel general y a nivel personal, y ver que nos hemos olvidado de Dios.
Ese Dios providente nos promete: “Comerán y sobrará”. Y, ¿qué hemos hecho nosotros? Caer en una ambición desmedida y en una falta de confianza en la Providencia. No hemos querido dar de lo nuestro a los demás, queriendo acaparar todo para nosotros. Nos ha faltado la generosidad, a pesar de que tantas veces se nos ha llenado la boca en los tiempos recientes hablando de “solidaridad”, a la par que se construía el mito de la “competitividad”. Y hemos preferido antes tirar lo que nos sobraba que dárselo a otros.
Pero, ¿qué dice Jesús en el Evangelio de hoy? “Recoged los pedazos que han sobrado: que nada se desperdicie”. ¿Para qué recogerlo? Para compartirlo con quien lo necesite, lógicamente. ¡Qué distinto de lo que se ha venido haciendo en Occidente en los últimos años! Se han cometido pecados gravísimos cuya injusticia clamaba al Cielo.
Nos hemos fabricado un nuevo becerro de oro llamado “euro” y ahora nos asustamos porque se tambalea. Pero, ¿no recordamos ya que mientras unos 15 millones de niños y 5 de adultos mueren al año por hambre y malnutrición, la Unión Europea se permitía el lujo de destruir alimentos sobrantes quemándolos o arrojándolos al mar para evitar una bajada de los precios? ¿No recordamos ya que mientras 600 millones de personas consumen menos de 1.500 calorías diarias, la Unión Europea subvencionaba cultivos que luego se dejaban pudrir en los campos? ¿No recordamos ya que mientras 435 millones de personas están malnutridas, la Unión Europea imponía una severa cuota láctea a España y el sacrificio de vacas para que no dañásemos la producción de otros países del mercado común? ¡Cuánta razón tenía el jesuita chileno San Alberto Hurtado al decir que “el régimen capitalista, tal como hasta ahora ha vivido, no puede ser una solución admisible para el católico” (Moral social, I, 5.2.5)!
Pero mirémonos también a nosotros mismos: ¿no hemos caído y caemos muchas veces en el capricho con la comida, en querer comer sólo de lo que nos gusta, en permitirnos decir que algo no nos gusta, en tirar comida injustificadamente como si no pasara nada? Los mayores de nuestras familias, cuando se caía un trozo de pan al suelo, lo recogían y lo besaban; ahora lo tiramos y no a los animales para que lo coman ellos, sino a la basura. ¿No nos hemos subido a un tren de vida, incluso no pocas veces en las comunidades religiosas, del que ahora nos va a costar bajar? ¿No hemos querido vivir con frecuencia por encima de nuestras posibilidades reales? ¿No hemos olvidado el valor de la austeridad? Y todo esto, mientras que el Señor mandó recoger todo el sobrante de pan… ¡de cebada, ni siquiera era de trigo!
Como decía el monje cisterciense San Rafael Arnáiz el 2 de agosto de 1936 ante la Guerra de España:
“Dios trata a los pueblos según merecen, y si a unos les manda la guerra y la desolación por castigar sus pecados, a otros los azota con el dolor para hacerles recordar que Él existe… para hacerles ver su ingratitud, para sacarles de su tibieza”.
Comprendamos así el momento presente y aprovechemos la oportunidad para aprender de Eliseo y del mismísimo Jesús la generosidad hacia los necesitados y a vivir lo que hemos rezado en la oración colecta: que “de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos”. Que María Santísima, Madre de la Divina Providencia, nos ayude a ello.