Polémicas matrimoniales (XXXI)
InfoCatólica-Bruno Moreno (9.09.15): No suelo leer a Monseñor Santiago Agrelo, arzobispo (español) de Tánger, porque en ocasiones me entristece lo que dice, pero creo que conviene hacerlo, porque es uno de los dos obispos elegidos por la Conferencia Episcopal del Norte de África para participar en el Sínodo sobre la Familia. La primera opción de los obispos norteafricanos es Mons. Vesco, de quien ya hablamos en otra ocasión. D. Santiago fue elegido en segundo lugar, de manera que acudirá al Sínodo si el primero no puede hacerlo.
En relación con esa elección, D. Santiago ha publicado en gallego (y en castellano por entregas en su Facebook) una larga disertación titulada “Iglesia, lugar de la compasión de Dios”, como “reflexión personal” en preparación de la celebración del Sínodo. La publicación en gallego fue, significativamente, en la revista Encrucillada, un conocido medio heterodoxo en el que colaboran frecuentemente teólogos con opiniones opuestas a la enseñanza de la Iglesia, como Xavier Pikaza, Andrés Torres Queiruga, Sor Teresa Forcades, José Antonio Pagola, Victorino Pérez Prieto, etc.
Como preveía, el texto ha empezado entristeciéndome, al leer la definición que D. Santiago da de la verdad:
“si en otro tiempo la verdad se presentaba como definición de una realidad acabada, hoy se la reconoce como proceso de aproximación al conocimiento de una realidad en continua transformación”.
Afirmar que “la realidad está en continua transformación” o no significa nada, porque se refiere a cambios accidentales, o significa demasiado, y es un grave error. Es, me temo, un relativismo de baja estofa, inmediatamente contradictorio consigo mismo: si no hay verdades inmutables, no tiene sentido hablar de “aproximación al conocimiento” (porque en ausencia de puntos fijos, es imposible distinguir aproximarse de alejarse).
No faltan las afirmaciones esotéricas para intentar fundamentar lo que carece de fundamento: “La ciencia ha situado en el corazón de la verdad el devenir del universo, su enigma, su misterio”. ¿Qué significa eso? Dudo que ni su mismo autor lo sepa, porque no es más que un conjunto de palabras mezcladas sin orden ni concierto.
A continuación, Mons. Agrelo utiliza la falacia que los ingleses llaman del “hombre de paja”, es decir, la táctica de deformar lo que dicen sus oponentes para atacarlo más fácilmente. De esa forma, copiando los argumentos de los ateos más anticlericales, ataca “la pretensión de poseer la verdad”, a pesar de que ningún católico en su sano juicio pretende poseer la verdad, pero sí, como es lógico, conocer a la Verdad, que es Cristo, y también las verdades que esa Verdad nos ha revelado. Sin embargo, como se puede ver a lo largo del escrito, Mons. Agrelo identifica ambas cosas, “poseer” la verdad y el mero hecho de afirmar que uno conoce verdades absolutas e inmutables, ocultando que el conocimiento que tiene la Iglesia (y todo católico) de la verdad es el propio de quien adora la verdad, no de quien se cree su amo, porque servir a la verdad implica conocerla.
Que D. Santiago ignore esto ya es bastante grave, pero se permite añadir algo aún más grave, hablando de “la pretensión de poseer la verdad –vieja pretensión paradisíaca de ser como Dios-“. Increíble. Contra toda la Tradición de la Iglesia, Monseñor Agrelo identifica el primer pecado del hombre con el hecho de afirmar que realmente se conoce la verdad, algo que es común a todos los apóstoles, santos, Papas y católicos dignos de tal nombre de los últimos dos milenios. ¿No sabe que, según Dios mismo, la Iglesia es columna y fundamento de la verdad (1Tim 3,15)? La tentación paradisíaca de “conocer el bien y el mal” y “ser como dioses” no se refiere al conocimiento de la verdad de que algunas cosas son buenas y otras malas, sino a pretender decidir por uno mismo lo que es bueno y lo que es malo al margen de Dios. Aplicar ese pecado fundamental justamente a lo contrario, es decir, a la pretensión de conocer verdades objetivas, absolutas e independientes de la propia voluntad, enseñadas dogmáticamente por la Iglesia como reveladas ciertamente por Dios (lo que Mons. Agrelo llama “poseer la verdad”) va contra la fe católica.
Por si fuera poco, continúa diciendo que “quienes habían sido ungidos por el Espíritu del Señor para llevar el evangelio a los pobres, se dieron a sí mismos la misión de llevar verdades a la humanidad” y a eso lo llama “adulterar la palabra de salvación con sucedáneos de adoctrinamiento”. ¿Puede quedar alguna duda de que estas afirmaciones no tienen nada que ver con el catolicismo? Nuestro señor Jesucristo envía a los apóstoles a enseñar a todas las naciones… Enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado (Mt 28,19-20). Y les dice: el que os escucha, me escucha a mí (Lc 10,16). Hablan, pues, en el nombre de Cristo y predican verdades evangélicas absolutas, palabras de Cristo, que aunque pasen el cielo y la tierra, ellas nunca pasarán (cf. Mt 24,35). Esto no es una “pretensión de poseer la verdad” de la que se apropia abusivamente la Iglesia para adueñarse de la conciencia de los hombres, sino una obediencia exacta de la misión que Cristo le ha encomendado y mandado cumplir.
Al identificar con el pecado fundamental la certidumbre que la Iglesia tiene de lo revelado por Dios, Monseñor Agrelo condena a toda la Iglesia anterior a él: papas, concilios, obispos, doctores de la Iglesia, santos y teólogos. Todos condenados,porque todos pretendieron llevar a la humanidad las verdades reveladas por Cristo, algo que, según D. Santiago, Cristo no quería que hicieran. Se ve que San Pablo no sabía lo que decía cuando explicó que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2,4). De hecho, al mismo D. Santiago le preguntaron en su consagración episcopal: “¿Quieres conservar íntegro y puro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los apóstoles y conservado en la Iglesia siempre y en todo lugar?” Yo no estaba allí, pero es de suponer que respondió afirmativamente.
Que la Iglesia no conoce ni debe pretender enseñar la verdad parece la idea fundamental del pensamiento de D. Santiago, porque la repite constantemente, tanto en otros escritos (“Si te han enseñado a reducir el Evangelio a lo doctrinal, a la verdad, mirarás todas las cosas desde esa perspectiva de la verdad. Sin embargo,cuando la vida está regulada no por una supuesta verdad, sino por el amor, todo es posible”) como en éste, en el que titula un apartado entero “La seducción de la verdad”, previniéndonos contra ella con palabras durísimas: “Si no apartamos de nuestra vida la seducción de la verdad poseída, transformamos en instrumento de muerte el evangelio de la salvación y manchamos de pecado el rostro de la Iglesia”. Y continúa en el mismo sentido: La autoridad con la que Jesús ha venido, es la que él da a sus discípulos, que son enviados, no a disputar con nadie sino a expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia”.
Hablando así, el Señor Arzobispo parece olvidar que Pedro (que algo sabía de la autoridad que Cristo dio a sus discípulos) nos mandó: Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza (cf. 1 P 3,15). Tampoco debe de recordar a San Pablo discutiendo con los griegos en el areópago de Atenas o disputando con los judaizantes. También prescinde del testimonio común de los Padres de la Iglesia, que discutieron de forma infatigable contra los herejes que pretendían deformar las verdades reveladas por Cristo y transmitidas en la Tradición de la Iglesia. Por otro lado, si Jesús sólo vino a curar, ¿por qué diría Él mismo que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37)?
Es sorprendente que D. Santiago apele al Concilio Vaticano II (sin citar sus textos, claro) en apoyo de sus tesis sobre la provisionalidad de cualquier verdad. ¿Qué pensaría sobre eso San Juan XXIII? No hace falta imaginarlo, porque en la misma apertura del Concilio dijo:
“ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres […] Al iniciarse el Concilio Ecuménico Vaticano II, es evidente como nunca,que la verdad del Señor permanece para siempre […] la Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa […] La solicitud de la Iglesia en promover y defender la verdad […]” (Discurso de S.S. Juan XXIII en la sesión de apertura del Concilio Vaticano II, jueves 11 de octubre de 1962.)
Desgraciadamente, cuando ya parece que es imposible que Mons. Agrelo se aleje más de lo que enseña la Iglesia sobre la verdad, nos sorprende con afirmaciones como esta: Esa sencilla constatación permite liberar a la doctrina, también a la llamada “doctrina auténtica” del Magisterio, no sólo de una supuesta prerrogativa de abarcar la verdad, sino también y sobre todo de una abusiva pretensión de coaccionar las conciencias en nombre de la verdad”.
D. Santiago deforma así de nuevo la postura de la Iglesia, que no pretende “abarcar” la verdad, pero sí afirma, con la autoridad del mismo Cristo, que conoceverdades infalibles e inmutables. También cabe señalar que negar esas verdades infalibles e inmutables (y a fortiori negar la posibilidad misma de conocer o enseñar verdades infalibles e inmutables) es una herejía evidente, inconciliable con la fe de la Iglesia.
“Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia […] para ser creídas como divinamente reveladas” (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 20).
Por otro lado, describir la enseñanza infalible de la Iglesia en materia de fe y de moral como una “abusiva pretensión de coaccionar las conciencias en nombre de la verdad” es algo que me faltan palabras para calificar. Desde luego, nada tiene que ver con el Concilio Vaticano II, que expresa claramente que todos los hombres “están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias” (Dignitatis Humanae 2) y que se trata de una “verdad inmutable” (Dignitatis Humanae 3). “Afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (Gaudium et Spes 10).
El texto de D. Santiago sigue y sigue, interminablemente, en la misma línea: Pretendimos ser conocedores del bien y del mal, y, en virtud de ese conocimiento, nos hicimos enemigos de la libertad, dueños de las conciencias y de las vidas, dueños incluso del destino eterno de los hombres...
¿Cómo puede ser que no sepa que la verdad no sólo no es enemiga de la libertad, sino su fundamento necesario? ¿No ha escuchado nunca que Cristo prometió que conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8,32)? ¿No sabe que predicar la verdad no es ser “dueño de las conciencias y de las vidas”, sino regalar la vida eterna y permitir que las conciencias salgan del error que las nubla y esclaviza? ¿No ha leído a San Pedro hablar de la obediencia a la verdad (cf. 1P 1,22)? ¿No sabe que San Pablo define el pecado del hombre como cambiar la verdad de Dios por la mentira (cf. Rm 1,25). Acudamos una vez más al Concilio Vaticano II, a cuyo espíritu apela Mons. Agrelo pero cuyo texto parece olvidar:
“Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana”.
Veamos lo que dice la Veritatis Splendor de San Juan Pablo II: Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella” (Veritatis Splendor 64)
Por apelar a algo aún más básico e inmediato, recordemos lo que enseña el Catecismo:“No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica 2039). Es difícil ser más claro, pero aun así D. Santiago explica que el hecho de que la Iglesia pretenda conocer objetivamente el bien y el mal morales es equivalente a hacerse ilegítimamente “dueña de las conciencias”. Por supuesto, para Monseñor Agrelo, esa formar de actuar de la Iglesia es malísima, pero por alguna razón ese conocimiento que él tiene de lo buenísimo y de lo malísimo no equivale, en su privilegiado caso personal, a pretender ser “dueño de las conciencias”. Eso, al parecer, sólo afecta a la Iglesia.
En su escrito abundan, además, los sofismas:
“la revelación no es evidencia que se impone sino confianza que se aprende, no es certeza de un saber sino certeza de un amor, no es información sino encuentro […] Si la palabra de la verdad fuese un credo de ideas sobre Dios, lo normal sería que propusiéramos esas ideas a los poderosos, a los sabios, a los entendidos, a los expertos. Pero al ser esa palabra un evangelio, al tratarse del mensaje de la cruz […]”
Ese falso dilema está mal planteado: en esos casos, lo católico no es aut.. aut, sino et … et. Es decir, la revelación es confianza que se aprende y también evidencia, es certeza de un amor y también certeza de un saber, es encuentro y también información (que los católicos llamamos verdad), es un evangelio, el mensaje de la cruz y tambiénun credo. Lejos de tratarse de conceptos excluyentes, son aspectos de la revelación que deben estar indisolublemente unidos. Constantemente plantea Mons. Agreloesos falsos dilemas, pretendiendo que elijamos entre cosas que no pueden separarse:
“La palabra de la verdad no se ocupa de ideas que el hombre pueda tener sobre Dios, sino de la salvación que Dios ofrece a quien la necesita”.
De esto que dice D. Santiago, se deduce que la mayoría de los Concilios, desde Nicea, no han dicho más que tonterías, porque la “palabra de la verdad” no se ocupa de “ideas que el hombre pueda tener sobre Dios”.Hasta que él llegó, nos obstinábamos en defender la fe sobre la Trinidad, la humanidad y la divinidad de Cristo o el Espíritu Santo, como si fueran parte de la revelación y verdades objetivas e inmutables. Es decir, que veinte siglos la Iglesia ha vividosin saber que la “palabra de la verdad” no se ocupa de esas ideas sobre Dios, las cuales, por lo tanto, no son más que elucubraciones sin interés. Gracias a él, ahora sabemos que la crisis arriana no tuvo ninguna importancia, sino que se trataba de meras discusiones bizantinas (antes de que existiera Bizancio) sobre cuestiones irrelevantes. Éfeso, Constantinopla y Calcedonia fueron paja que se lleva el viento. El gran Atanasio, los Gregorios, Basilio, el Crisóstomo, Máximo el confesor, Osio, el Damasceno y Ambrosio, como fanáticos doctrinarios, no hicieron más que perder miserablemente el tiempo al proclamar la fe de la Iglesia sobre el ser de Dios. San Ireneo desvariaba al decir: “El Verbo de Dios […] ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre” (Adversus haereses, 3,20,2). Ahora sabemos que el Catecismo de la Iglesia Católica nos engaña cuando enseña que “Dios se ha revelado al hombre comunicándole gradualmente su propio Misterio mediante obras y palabras” (CIC 69) o que “la verdad revelada de la Santísima Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del Bautismo” (CIC 249). ¡Buf!
Como el error es lo más aburrido y repetitivo que existe, no resulta extraño que, entre las palabras de Mons. Agrelo, resurjan los viejos y cansados errores luteranos.
“los pecadores, a quienes se perdonan los pecados sin que haya de por medio para ellos más recomendación que la de la fe […] Todo indica que, al decir: «convertíos», Jesús pretende que se vuelva la propia vida, no hacia una práctica moral más coherente, sino hacia el reino de Dios que llega, o si se prefiere, hacia el mismo Jesús en quien el Reino se hace presente como evangelio de la salvación”.
D. Santiago recicla la doctrina luterana de la justificación por la fe. Los pecados se perdonan por la pura fe, sin necesidad de cambio de vida. Para él, el cristiano es simul iustus et peccator, a la vez justo y pecador. Para ser cristiano, no es necesario dejar de pecar, dejar que la gracia cambie nuestra vida, colaborando nosotros con ella, sino solamente volverse “hacia el reino de Dios” o “hacia Jesús”, algo que, por supuesto, no queda claro en qué consiste. ¡Qué abusiva y prepotenteesentonces la Iglesia, que ha exigido siempre el propósito firme decambiar de vida para recibir el perdón de los pecados! ¡Malvados igualmente losconfesores de dos milenios de historia de la Iglesia, que han pedido el dolor de los pecados y el propósito de la enmienda para dar la absolución, cuando en realidad bastaba la fe! ¡Fanático y judaizanteSantiago, que dijo aquello de muéstrame tu fe sin obras y yo, por mis obras, te probaré mi fe (cf. St 2,18) o aquello otro de la fe sin obras es una fe muerta (St 2,17)!
De nuevo, dice el arzobispo de Tánger, según las enseñanzas de Lutero (y de Pagola):
“la única condición de acceso al lugar de la compasión que es Jesús, es volverse a él, ir a él, convertirse a él; la única condición de la compasión es pedirla. No se exige volver a ninguna situación humana anterior, ya sea social, ya sea moral, sino que se entra en una situación nueva”
Parece increíble que el Señor Arzobispo ignore o no recuerde exhortaciones apostólicas como ésta:¿O no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os dejéis engañar: los adúlteros no heredarán el reino de Dios (1Co 6,9). Al parecer,el pobre San Pablo no sabía que convertirse, como nos explica D. Santiago, no exige ningún cambio moral. Claro que parece ser que tampoco lo sabía Jesucristo: No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7,21).
En fin, con todas estas premisas, no es extraño que D. Santiago diga los disparates más absurdos sobre el matrimonio y los divorciados en una nueva unión. Por ejemplo:
“Me pregunto con qué autoridad excluimos de los pobres al divorciado, con qué discernimiento lo excluimos de los que lloran, con qué criterio lo apartamos de los que tienen hambre y sed de justicia, con qué luz nos atrevemos a apartarlo de los que son bienaventurados”
No he conocido a nadie que excluya a los divorciados en una nueva unión de los que lloran o de los pobres, pero parece evidente qué luz y qué autoridad señalan que su forma de actuar excluye la bienaventuranza: Cualquiera que repudia a su esposa, y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada, comete adulterio(Lc 16,18). Que a D. Santiago no le parezca que esta luz y esta autoridad sean suficientes es muy revelador. Como era de esperar, D. Santiago niega la indisolubilidad, ya que para él lo que es indisoluble es el amor de Cristo por la Iglesia, pero no el matrimonio sacramental:
“El amor imitado genera entre Cristo y la Iglesia un vínculo de unión que nada ni nadie podrá jamás romper. El amor que lo imita, por ese carácter último y definitivo del amor imitado, está llamado a reflejarlo en el vínculo que une entre sí a los esposos cristianos, vínculo que reclama ser último y definitivo […]. Pero ese amor, horizonte de su vida, es al mismo tiempo la luz que deja al descubierto su pobreza radical, no sólo porque ninguno de ellos podrá amar como Cristo ama a la Iglesia, sino también porque en el camino que recorren, todos ellos pueden fracasar en la realización de su proyecto de amor”.
Como es lógico, no importa que la indisolubilidad del matrimonio sacramental sea dogma de fe, porque Mons. Agrelo ha dejado muy claro que los dogmas, las verdades y los credos son excesos abusivos de una Iglesia que pretende “poseer” verdades inmutables al paso de los siglos, haciéndose “dueña de las conciencias”. También es curioso que, en este punto, pase del luteranismo al pelagianismo, pues nos dice que el amor de Cristo es simplemente “luz”, ejemplo y “horizonte” del amor de los esposos, al estilo de lo que creía Pelagio. Olvida la gracia del sacramento, por medio de la cual el amor de los esposos se hace participación del mismo amor de Cristo por la Iglesia y el vínculo matrimonial se convierte en indisoluble hasta la muerte.
A este respecto, señalemos que, a diferencia de otros teólogos, que buscan casos excepcionales para introducir el divorcio en la Iglesia, Mons. Agrelo quiere introducirlo por la puerta grande, para todo el que lo quiera, pues, según él, “Jesús no desautoriza a Moisés que había permitido a los israelitas repudiar a sus mujeres”, “ni quedan desautorizadas las prácticas que, en materia de familia, la humanidad ha tenido a lo largo de los siglos y tiene todavía hoy” en materia de divorcio. Para él, entre la “voluntad de Dios” y la “situación concreta del hombre”, existe una distancia insalvable, que es la distancia entre el ideal y la realidad, de manera que la Iglesia no puede empeñarse en la indisolubilidad, que no es una realidad, sino un simple ideal. Es más, como ya señaló en otra ocasión, D. Santiago piensa que el divorcio puede ser un “acercamiento personal a Dios” (¿en qué estaría pensando Jesús cuando lo llamó “adulterio”?).
No creo que sorprenda a nadie al señalar que, después de emplear miles y miles de palabras en decir que no hay que juzgar, Mons. Agrelo juzga de forma durísima a los que se atreven a no pensar como él (y osancreer lo que enseña la Iglesia), que son culpables de un “rigor escandaloso”. Y lo que es casi peor, intenta encubrir ese juicio bajo el transparente artificio literario de hablar en primera persona, a pesar de que está claro que no se refiere a sí mismo, porque se ha cuidado muy bien de señalar que él no hace ninguna de esas cosas:
“Me pregunto si puedo presentar mi ofrenda sobre el altar, sabiendo y recordando que mi hermano divorciado tiene quejas contra mí. Me pregunto si mi pecado no es mayor que el que pueda haber cometido mi hermano. […] Me pregunto si mis intransigencias doctrinales no son un velo tras el que se disimula mi idolatría del dinero en detrimento del servicio que debo al único Dios, mi preocupación por las cosas en detrimento de la búsqueda del reino de Dios y de su justicia. Me pregunto con qué autoridad me permito transgredir el mandato del Señor: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros”. Me pregunto si no estaré excluyéndome a mí mismo de la comunión cuando, con juicio temerario, excluyo de ella a mi hermano divorciado”.
Hace falta un grado de autoengaño muy notable para proclamar severamente que no hay que juzgar y aprovechar el párrafo siguiente para juzgar sin piedad a aquellos cuyo único delito es creer en lo que enseña la Iglesia. Es sorprendente que no encuentre contradicción entre apelar al mandato de Cristo sobre el juicio y “olvidar” el referente al adulterio. Hay que tener una enorme capacidad de autocontradicción para sostener sin ruborizarse que adulterar no excluye de la comunión, pero creer la fe de la Iglesia sí que te excluye de ella.
La lógica no parece ser el punto fuerte de Monseñor Agrelo. También dice, por ejemplo, que “el teólogo ha de hacer luz sobre la índole más o menos evangélica de las opciones eclesiales en relación a unos creyentes que, precisamente por serlo, están inmersos en un drama espiritual”. Es sorprendente que no se dé cuenta de la contradicción. Después de afirmar que no se puede juzgar el comportamiento de los divorciados (un comportamiento condenado por el mismo Cristo en los Evangelios) tiene el atrevimiento (y la falta de lógica) de indicar que el teólogo debe juzgar si la forma de actuar de la Iglesia es evangélica o no. ¿Qué sentido tiene que el comportamiento de los divorciados esté más allá de todo juicio pero la forma de actuar de la propia Iglesia deba por el contrario ser juzgada?
Continúan los errores:según el Sr. Arzobispo, en la Iglesia “hemos confinado [a los divorciados] en una soledad sin Dios” en virtud del terrible “rigorismo” por el que “se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios”. El lector, inevitablemente, preguntará: ¿en qué sentido la Iglesia, exhortando a los divorciados a la Misa, la oración, las obras de caridad, la justicia, la fe cristiana, las obras de penitencia y la petición de la gracia de Dios los condena a “una soledad sin Dios”? Deberá dirigir esa pregunta a D. Santiago, porque yo reconozco que soy incapaz de responderla.
La teología parece que tampoco se le da muy bien. Es llamativo que afirme que “el pastor ha de buscar caminos para discernir lo que hay en el corazón de un divorciado que ha vuelto a casarse”. El Pastor no debe discernir lo que hay en el corazón del divorciado. De internis nec Ecclesia. Las cuestiones internas son asunto del interesado y de Dios. Lo que sídebe discernir el pastor es la cuestión objetiva de los actos de las personas. D. Santiago mezcla continuamente el foro interno y el externo, así que resulta inevitable que vaya de despropósito en despropósito.
Asimismo, el texto contiene afirmaciones que es difícil no considerar como maliciosas, al hablar de los divorciados en una nueva unión como de “hermanos que yacen heridos al borde del camino de la Iglesia; porque podemos estar negándoles el evangelio que Dios nos ha confiado para los pobres”. ¿Quién ha hablado de negar el Evangelio a los divorciados? Decirles que no están en condiciones de recibir la comunión no es en absoluto negarles el Evangelio. Es precisamente darles el Evangelio,recordarles lo que enseña la Palabra de Dios. Es más, si hay algo que es exactamente igual que negarles el Evangelio es pretender ignorar esa parte del Evangelio que dice que el divorciado que se vuelve a casar comete adulterio. Ocultarles eso, como casualmente hace D. Santiago, es literalmente negarles el Evangelio.
Podría seguir, ya que el texto es largo y está lleno de este tipo de afirmaciones, pero confieso que me veo incapaz de discutir con D. Santiago Agrelo, porque me da la impresión de que no compartimos nada en común que pueda servir de base para esa discusión. Hasta donde yo puedo ver, no compartimos el Magisterio, que para Mons. Agrelo es una malvada pretensión de la Iglesia de hacerse “dueña de las conciencias”. Ni siquiera compartimos el Concilio Vaticano II, porque él apela sólo a su supuesto espíritu, mientras que yo me empeño en recordar lo que realmente dijo el Concilio. No compartimos el amor por la verdad, que para D. Santiago es una peligrosa “seducción”,ya que esa verdad es incognoscible y constantemente cambiante. No compartimos la moral católica, que él considera que coarta la libertad humana. No compartimos la Tradición de la Iglesia, a los santos, los doctores y los mártires, que para el arzobispo de Tánger mancharon “de pecado el rostro de la Iglesia” al pretender que conocían la verdad. No compartimos ni siquiera la misma (y única) lógica. Temo que, en estas condiciones, la comunicación es imposible.
No puedo evitar preguntarme cómo es posible que D. Santiago Agrelo haya sido elegido para participar en el Sínodo sobre la Familia. Para él, la única verdad que no cambia es que la verdad siempre es cambiante; la única herejía es decir que existen las herejías y el verdadero pecado es afirmar que hay pecados objetivos (en particular los que a él le parecen un “acercamiento personal a Dios”). Si niega todo lo que dice la Iglesia sobre la verdad, la doctrina, Dios, el magisterio, la moral, la conversión, la indisolubilidad del matrimonio, el adulterio, etc., ¿qué puede aportar en un sínodo? Hasta donde puedo ver, cualquier parecido entre las afirmaciones de su escrito y la fe católica es mera coincidencia. ¿Cómo es posible que un arzobispo católico diga estas cosas? ¿Cómo puede ser que nadie le corrija? Mysterium iniquitatis.
Bruno Moreno
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