El extraño caso del liberalismo español
La izquierda y la cultura
Pío Moa
1 agosto, 2019
Comprender el papel del liberalismo
en la guerra civil exige una referencia general
a su evolución histórica en España.
A la propiedad e iniciativa privadas fomentadas por el liberalismo suele asociarse el impulso económico que convirtió a países como Usa, Inglaterra, Alemania o Francia en grandes potencias económicas en los siglos XIX y XX. Pero los efectos del liberalismo resultaron muy inferiores en España, que había sido una de las grandes potencias mundiales durante los tres siglos anteriores, y en el XIX descendería a una posición de segundo o tercer orden. Aquí el liberalismo llegó de la mano de la invasión napoleónica y la lucha contra ella. Como todas las ideologías, en el liberalismo hay varias corrientes que suelen disputarse, incluso violentamente, la autenticidad de la doctrina, y en España se dividió a grandes líneas en dos tendencias: la llamada exaltada se inspiraba en la Revolución francesa, y la moderada más bien en la experiencia inglesa.
La invasión, seguida de la pérdida de la mayor parte el imperio americano, dejó el país dividido en dos sectores radicalmente enfrentados –liberales y carlistas o tradicionalistas– hasta originar entre 1833 y 1840 una nueva y sangrienta contienda, esta civil. Los tradicionalistas aspiraban a mantener el antiguo régimen con su sociedad estamental, aduanas interiores, fragmentación legal e incluso Inquisición (prácticamente inefectiva desde hacía mucho) y preeminencia de la Iglesia. Los liberales representaban la unidad de mercado y las libertades políticas. Estos fueron los vencedores, pero entre sus dos facciones siguió una larga pugna por medio de pronunciamientos militares, al ser en el seno del ejército donde ambas habían logrado apoyos más efectivos.
La aversión de los liberales a la Iglesia se plasmó en hechos como la matanza de frailes en 1834, acusándolos falsamente de envenenar las fuentes. Su acto más decisivo, dos años después, fue la Desamortización del político Mendizábal, ligado a intereses ingleses y acompañada de la disolución de las órdenes religiosas, que dejó sin instrucción a numerosos alumnos. La desamortización no fue un contrato o trueque liberal, sino una expropiación desde el estado, que mataba dos pájaros de un tiro: allegaba fondos para la guerra carlista y socavaba económicamente a la Iglesia. El coste fue muy alto: muchos miles de campesinos que vivían en tierras comunales o del clero fueron condenados a la mendicidad, se extendió el bandolerismo y el país sufrió una de las oleadas más destructivas de su patrimonio histórico y cultural: ruina de monasterios, obras de arte, bibliotecas, archivos, registros, etc. Ya había ocurrido con la invasión francesa, pero la Desamortización la empeoró. La tercera oleada ocurriría durante la guerra civil tratada en este libro. Ello da idea del ingente patrimonio artístico y cultural adquirido por el país en épocas más brillantes.
Los pronunciamientos liberales trajeron consigo inestabilidad y estancamiento, aunque también hubo algunos procesos de modernización. El liberalismo exaltado luego llamado progresista y republicano, culminó en 1868 en el llamado Sexenio revolucionario o democrático, experiencia caótica que expulsó a los Borbones, suscitó una guerra en Cuba, una nueva guerra carlista y provocó indirectamente la francoprusiana de 1870. El Sexenio desembocó en 1873 en la I República, que convirtió el desorden en vorágine con dos guerras civiles (la carlista y una revolución cantonal que amenazaba disgregar el país en pequeñas taifas), más la de Cuba, con unas Cortes frenéticas en sus retóricas. A finales de 1874 un golpe militar acabó con la república y al año siguiente volvieron los Borbones (Alfonso XII), por lo que se llamó “Restauración” al nuevo régimen, de estilo inglés, con alternancia entre las dos corrientes liberales. La Restauración acabó con los pronunciamientos, trajo más estabilidad, aceleró la industrialización, aumentó la renta per cápita y la instrucción pública: mejoras importantes aunque lentas.
Sin embargo la derrota del 98 marcó un antes y un después: la inestabilidad y el desánimo se acentuaron. La corriente “regeneracionista”, básicamente liberal, atacó a fondo a la también liberal Restauración, tachándola de “necrocracia”. Con ello la privaba de respaldo intelectual, minaba su legitimidad y favorecía a los movimientos anarquistas, marxistas y separatistas. La creciente subversión provocó una dictadura, igual que en otros países europeos. Como ya señalamos, el dictador, Primo de Rivera, realizó en seis años proezas antes impensables: acabó con el terror anarquista, con la sangría de la guerra del Rif, con la agitación separatista y con la exaltada demagogia del PSOE, prosperando el país a un ritmo nunca visto desde la invasión francesa. Y ello sin grandes medidas represivas. Pese a ello perdió la batalla de la legitimidad y sus intentos de institucionalizar un bipartidismo con el PSOE fracasaron, por la oposición de algunos militares y del rey, y sobre todo, nuevamente, por la inquina de intelectuales autoconsiderados liberales — Unamuno y Ortega los más destacados–, que se ensañaron con Primo de Rivera usando una retórica tan furiosa como vacía.
Así, el republicano Pacto de San Sebastián, en agosto de 1930, lo organizaron políticos fundamentalmenteliberales o que se tenían por tales: Azaña, Alcalá-Zamora, representantes de otros republicanos de izquierda y de derecha, notablemente Lerroux, y separatistas catalanes más o menos radicales. El muñidor de la reunión, Miguel Maura, había sido monárquico hasta casi la víspera, como Alcalá–Zamora. No les preocupó buscar alianza, que no encontraron, con el PNV, la CNT y el PSOE. Con este último lo consiguieron extraoficialmente de manos de Prieto. Típicamente, su acuerdo fue organizar un golpe militar.
Ortega publicó en noviembre un artículo estruendoso, “El error Berenguer”, sosteniendo que el gobierno de Primo había sido indigno de los mismos pueblos salvajes y hasta “una insólita anormalidad en la historia humana”. Esta palabrería rimbombante concluía con un llamamiento: Delenda est monarchia. Había que pasar a la república. ¿Por qué? ¿Qué iba a significar la república? No había el menor análisis real bajo la frívola consigna, como tampoco bajo su “europeísmo”, otra palabra mágica para resolver mágicamente los problemas del país.
Y el golpe militar fue asestado un mes más tarde, fracasando después de causar varias muertes. Dos de sus autores fueron a su vez fusilados, y los miembros del Pacto que no quisieron huir fueron detenidos y convirtieron la cárcel en un impune foco de agitación. En febrero del 31 Ortega, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala publicaron un Manifiesto al servicio de la República pidiendo movilizar a los intelectuales para influir en la opinión pública y acabar con la monarquía liberal. El manifiesto, que valió a los tres firmantes el título de “Padres espirituales de la República”, tuvo enorme repercusión y ayudó sin duda a que unas elecciones municipales, dos meses después, se convirtieran en el ansiado paso a la república. La ilusión les iba a durar poco, y durante la guerra, en la que huyeron del Frente Popular, tuvieron ocasión de expresar sus conocidos sentimientos hacia una república a cuyos peores efectos habían contribuido con tanta ligereza. Mientras Azaña y los políticos republicanos de izquierda aceptaban el papel de comparsas que los revolucionarios utilizaban para camuflarse.
Al igual que el marxismo o el anarquismo, el liberalismo no contó en España con pensadores o teóricos de fuste, ni se planteó problemas a resolver, sino que se aplicó un tanto dogmáticamente, aunque con intensa actividad. Lo notable ha sido el sabotaje mutuo entre un liberalismo y otro. La Restauración consiguió eliminar los pronunciamientos militares con que se obsequiaban mutuamente las dos ramas liberales, en especial la “exaltada”, pero fue para encontrarse con las nuevas ideologías que la minaban y sobre todo con corrientes intelectuales también autoproclamadas liberales, que socavaron sistemáticamente su legitimidad, en alianza de hecho con las ideologías totalitarias y separatistas. No es fácil explicar este aparente absurdo, pero sin duda ha ocurrido en la historia, y con efectos de la mayor transcendencia.
La izquierda y la cultura
Nadie ha destruido más libros en Europa que las izquierdas españolas.
Creo que soy el único historiador que ha protestado por la destrucción del archivo de la Brigada Político-social por los socialistas. A la mayoría la ley de memoria histórica les sienta muy bien.
PSOE de Felipe González redujo a pasta de papel los fondos de la Editora Nacional
La izquierda procedió, apenas llegada la república, a quemar valiosas bibliotecas, obras de arte y escuelas.
En 1934, las izquierdas sublevadas contra la república, destrozaron la biblioteca de la universidad de Oviedo y una gran biblioteca y centro de arte en Portugalete. También hicieron volar joyas del románico en Asturias.
Durante la guerra civil, las izquierdas destruyeron gran número de bibliotecas de particulares, de monasterios, valiosísimos libros antiguos, expoliaron o destruyeron innumerables obras de arte, arqueológicas, etc., algunas con el pretexto de “salvarlas”.
Las quemas de las izquierdas no eran discriminatorias como las de los nazis o alguna ocasional en la posguerra española: quemaban bibliotecas enteras con libros de todas clases
También fueron quemados valiosos archivos y fondos editoriales «para calentarse» en Madrid. Así los archivos del Ministerio de Hacienda para caldear el edificio en diciembre del 36. En el ministerio de Instrucción Pública fueron destruidas 300 toneladas de documentos y libros.
Una de las cosas más sorprendentes es que las izquierdas se digan campeonas de la cultura y muchos lo hayan creído: donde llegan, la arrasan. Hoy vivimos en un verdadero páramo cultural, cada vez más satelizado por la cultura y la lengua anglosajona, aunque esto último se debe tanto a la derecha como a la izquierda.
(Hace cuatro años)