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jueves, 6 de agosto de 2020

El diabólico Churchill mandó destruir Montecasino, momasterio construido por San Benito en el Siglo VI, por haber sido ahí derrotado su “dios” Luzbel

El diabólico Winston Churchill mandó destruir el Monasterio de Montecasino construido por San Benito en el Siglo VI, por haber sido ahí derrotado su “dios” Luzbel

Una investigación histórica desvela nuevos datos sobre la destrucción de la abadía de Montecassino, el lugar donde San Benito, al fundar su primer monasterio en torno a 529, puso los cimientos de la Cristiandad europea, y con ella de la civilización occidental cuyas raíces eran Grecia y Roma y del cual el edificio era y es símbolo (tras ser reconstruido en 1964), situado 130 km al sur de Roma.

La clave diplomática

L´Osservatore Romano publica recientemente un artículo basado en la obra de Nando Tasciotti Montecassino 1944, publicada en 2015 con ocasión del septuagésimo aniversario de la destrucción del monumento por los aliados un 15 de febrero como colofón a intensas batallas en la zona. 

El autor se ha especializado en la parte más desconocida al respecto, a saber, los intercambios diplomáticos en torno a la situación de la abadía, situada en la Línea Gustav trazada por Hitler para frenar el avance hacia el norte de los aliados.

¿De quién fue la orden?

Durante años se ha debatido sobre la responsabilidad última de que un edificio tan significativo fuese reducido a ruinas. Tanto Franklyn Delano Roosevelt (quien afirmó haberse enterado por los periódicos) como Winston Churchill (quien no quiso hablar del asunto durante mucho tiempo) hicieron descansar la decisión en el alto mando militar, considerada un «crimen de guerra» por los alemanes, un «trágico error» por los norteamericanos y una «necesidad militar» por los británicos, la realidad es que Churchill urgió durante días el ataque del neozelandés Freyberg, que incluía el bombardeo.

Éstos alegaban que había soldados germanos dentro y que habían convertido Montecassino en una fortaleza o al menos, por su privilegiada posición, como observatorio estratégico. El Vaticano, por su parte, había asegurado a los contendientes la neutralidad del monasterio. Precisamente contando con ella se habían refugiado allí doscientos civiles que murieron bajo las bombas.

Los datos recogidos por Tasciotti en archivos ingleses, estadounidenses, italianos y alemanes, además de las entrevistas que ha realizado a monjes que estaban allí y a otras personas que ocupaban el lugar, demuestran que los aliados mintieron. 

Churchill y Freyberg

«Poderosos y hasta ahora inéditos indicios documentales», afirma, sugieren que Churchill «no podía no saber». Es más, entre el 26 de enero y el 14 de febrero, el perverso premier británico intercambió con los generales Alexander y Freyberg al menos diez telegramas sobre el frente de Cassino y sobre la actividad de las tropas neozelandesas que mandaba este último, el gran partidario del bombardeo.

Horas antes de que despegaran las fortalezas volantes que descargaron su tonelaje explosivo sobre Montecassino, Churchill urgía a Alexander «por qué no se ha lanzado aún el ataque de Freyberg», entre cuyos planes -que Tasciotti considera que el primer ministro no podía desconocer- figuraba como paso «fundamental y preliminar» la eliminación de la posición dominante (por elevada) de la abadía.

El testimonio del abad

Los aliados alegaron siempre que había soldados alemanes en el interior. Y ése era el punto sobre el que Pío XII, que negociaba intensamente a tres bandas (Berlín, Washington, Londres) para salvaguardar el monumento, mayor interés tenía en conocer la verdad. Y la supo cuando llegó a Roma el abad Diamare: no había tropas nazis en Montecassino.

Tasciotti considera que el Papa Eugenio Pacelli pudo hacer más para evitar primero, o condenar después, el bombardeo. Pero una de sus mismas fuentes, el jesuita alemán Peter Gumpel (relator de la causa de beatificación de Pío XII), le explica que la neutralidad del Vaticano en virtud de los Pactos de Letrán de 1929 se extendía en particular a las declaraciones públicas en un caso como el de la guerra.

Una denuncia que habría beneficiado a Hitler

Es más: de nuevo los datos históricos confirman la difícil pero ponderada actitud de Pío XII durante toda la contienda. El error y complicidad del pontífice al mantener un perfil bajo en su rechazo a la destrucción de la abadía se debió a su postura de no beneficiar a Hitler ya que si reconocía que la destrucción de la abadía de Montecassino había sido un crimen de guerra hubiera significado una determinante victoria propagandística del III Reich, al ver acusados a los aliados de:
1) destruir un monumento de gran valor histórico, artístico y religioso;
2) matar en su interior a cientos de no combatientes; y
3) mentir sobre la presencia en el monasterio de tropas enemigas.

El Papa (una de cuyas principales preocupaciones era la posible destrucción de Roma) no quiso ofrecer ese balón de oxígeno a un Hitler que tenía en Italia uno de sus últimos grandes quebraderos de cabeza tras la rendición de Italia en septiembre de 1943 y el inminente desembarco en el norte de Europa que se concretaría en Normandía el 6 de junio de 1944.

Domenica del Corriere del 27/2/1944

Tasciotti, aunque critica a los nazis por incluir la zona de Montecassino en la Línea Gustav que debía parar el asalto a Roma, considera, en conclusión, el arrasamiento como una «mancha histórica» de sus dirigentes políticos (Roosevelt y, sobre todo, Churchill), a quienes atribuye sin dudarlo la responsabilidad última de la dramática destrucción.

El 18 de mayo de hace sesenta años terminaba la batalla de Cassino, una de las más duras e irracionales de la Segunda Guerra Mundial. Costó miles de vidas humanas y la destrucción de la abadía de Montecassino, fundada por san Benito. «Un faro de la civilización europea», la ha definido el presidente Ciampi, bombardeada por los aliados «por un trágico error, fruto de una mala información». Esto fue lo que ocurrió:

El 18 de mayo de 1944, los primeros infantes polacos pisan los escombros desiertos de la abadía de Montecassino. Las diezmadas tropas del general Anders son los primeros soldados del V cuerpo de ejército aliado que llegan hasta allá arriba, abriéndose camino por entre los cadáveres en putrefacción desperdigados por toda la ladera de la montaña. Una de las batallas más duras de la Segunda Guerra Mundial ha terminado. Del más antiguo monasterio de la cristiandad, fundado en el 529 d.C. por san Benito, y donde descansan sus restos mortales, quedan sólo escombros y trozos de paredes. Ha sido arrasado por el más imponente bombardeo de la historia contra un solo edificio, el 15 de febrero. El general Tuker ideó un plan para evitar la destrucción de tan emblemático edificio, sin embargo dicho plan que hubiera salvado cientos de vidas humanas, además de las paredes y los frescos renacentistas de la abadía, había sido descartada por los otros oficiales del “multiétnico” V cuerpo de ejército, formado por soldados de doce naciones distintas a las órdenes del general Mark Clark.

Este último había decidido, empujado por subordinados influyentes como el neozelandés Bernard Freyberg, de quien ya hemos hecho referencia con su intercambio frenético de telegramas a Churchill que no veía la hora de destruir tan odiado emblema del cristianismo fundante de la Europa católica, y que había que insistir en el ataque frontal de la línea Gustav (planeada por el mariscal de campo Kesselring para detener a los aliados que iban desde el sur hacia el norte) precisamente en su punto principal: la ciudad de Cassino y la montaña a su espalda, sobre la que surgía el antiguo monasterio benedictino, desde donde se dominaban los valles del Liri y del Rápido.

La abadía de Montecassino, que durante la posguerra fue reconstruida exactamente como era, ha recordado con algunas manifestaciones los sesenta años del bombardeo y de la trágica batalla. También el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, participó el 15 de marzo en las celebraciones.

Subió a la abadía, donde se recogió durante tres minutos de silencio y luego, en la plaza de Cassino dedicó un discurso a los sufrimientos de aquellas tierras durante la última guerra. Sufrimientos que, durante la posguerra, solo el libro y, luego, la película La Campesina «tuvieron el valor de contar», dijo Ciampi, quien añadió: «Hay acontecimientos que representan el mal, que ninguna filosofía de la historia consigue mitigar.

En la Segunda Guerra Mundial, por desgracia, hubo muchos. La destrucción de Cassino es uno de ellos». Además, siguió diciendo Ciampi, «nadie podrá nunca perdonar la destrucción de lo que durante más de mil años fue un faro de la civilización europea, la abadía de san Benito». Dos veces volvió el jefe del Estado a los bombardeos del monasterio benedictino: «Fue un trágico error, fruto de una mala información».

A sesenta años exactos de distancia, también EE UU e Inglaterra admiten que fue «un trágico error».

Pero por qué fue destruido con tanta saña este emblemático edificio y los tesoros que ahí se resguardaban el más valioso, las reliquias, es decir, los restos mortales del propio san Benito.

San Benito fue un enemigo jurado de las fuerzas del infierno y recibió del mismo San Miguel Arcángel un exorcismo tan poderoso que le ordenó sellarlo en una medalla que deberían usar sus monjes y dicho exorcismo ha sido durante mil quinientos años un arma tan poderosa contra el demonio que sigue en uso y está en manos de cada uno de los exorcistas que hay en el mundo.

La medalla de san Benito que está rodeada por iniciales del exorcismo dictado por San Miguel al santo, y que le mandó acuñar en una medalla y le pidió colocar en su crucifijo en el centro, donde se intersectan el brazo horizontal con el vertical detrás de la cabeza de Cristo y ese modelo de crucifijo es el que usan todos los exorcistas del mundo.

Además san Benito fue el padre de Europa y quien sentó las bases de la civilización occidental, ya que sus monjes se dedicaron a desarrollar toda clase de formas de innovación tecnológica, científica y artística, además de conservar y copiar miles de obras clásicas que de otra forma se hubieran perdido para siempre.

Así que en este contexto y teniendo este antecedente queda más que claro por qué gente tan perversa como Churchill deliberadamente decidió arrasar semejante símbolo de todo lo que él más odiaba: un lugar santo del cual Luzbel había sido echado y derrotado, por ser un foco de civilización y avance y por representar la esencia misma de la Europa cristiana, la cual el imperio británico deseaba destruir a toda costa, así que más que un objetivo militar o estratégico era un objetivo espiritual y objeto del odio diabólico que sentía Churchill por el cristianismo, la esencia de Europa y por los alemanes así que todo en uno.

Por ello y por así proceder la masonería, marioneta del judaísmo, de la cual Churchill era miembro de alto rango, es que se envió al bombardero número 666 a destruir el monasterio de Montecassino, era la venganza del infierno ejecutada a través de uno de sus más avezados servidores: Winston Churchill.

Aquel 15 de febrero de 1944 a las 9:24 de la mañana, la abadía de Montecassino fue sacudida por una tremenda explosión, que interrumpe la oración del pequeño grupo de monjes benedictinos que están en el cenobio invocando la asistencia de la Virgen y rezando «et pro nobis Christum exora». Entre ellos está el abad de ochenta años dom Gregorio Diamare y su secretario, dom Martino Matronola, que después publicará un diario indispensable para reconstruir aquellas dramáticas jornadas.

Sobre sus cabezas y las de los cientos de refugiados presentes en el monasterio acaba de caer el montón de bombas, de 240 kg. cada una, soltadas por el bombardero estratégico número 666, elegido exactamente por ese número por si quedaban dudas de que el único móvil para este crimen fue una cuestión meramente espiritual y satánica. Dicho avión con el número de satanás, era pilotado por el mayor Bradford Evans, el cual encabeza la primera de las cuatro formaciones de B-17, las fortalezas volantes estadounidenses, que han recibido la orden de destruir el milenario monasterio que surge sobre la colina. A las fortalezas volantes le siguen otras cuatro oleadas de bombarderos medianos. A las 13:33 todo ha terminado, los monjes están todos salvos, pero varios cientos de refugiados han muerto bajo las bombas, y será difícil, incluso después de la guerra, desenterrar los cuerpos y poner un nombre en las lápidas.

Mientras tanto en Washington, a las 16.00 horas del mismo día, en Italia ya son más de las 22.00. Han pasado unas doce horas desde el comienzo del bombardeo, y el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, abre una rueda de prensa con una mentira del tamaño del monasterio que acababan de destruir: «He leído en los periódicos de la tarde lo del bombardeo de la abadía de Montecassino por parte de nuestras fuerzas. Los corresponsales explicaban muy claramente que el motivo por el que ha sido bombardeada es que los alemanes la utilizaban para bombardearnos a nosotros. Era un fortín alemán, con artillería y todo lo necesario».

El presidente estadounidense parece seguro, con la misma seguridad de los periódicos angloamericanos: La Air Force golpea a los nazis en Montecassino, es el título aquel día del New York Times. Roosevelt, quizá, no sabe que recibirá un clamoroso mentís de la historia, pero a la fuerza ha de notar algo raro en todo este hecho. Incluso para un mundo en guerra desde hace años, para el cual la muerte y la destrucción son el pan de cada día. En efecto, nunca los bombarderos estratégicos habían tenido como objetivo primario un monumento, por lo demás en zona neutral, una propiedad de la Santa Sede, un monasterio famoso en todo el mundo cristiano, un lugar donde se conservaban inestimables testimonios históricos y artísticos.

Además desentonaba el despliegue de fuerzas: 453 toneladas de bombas descargadas, en ocho oleadas, por 239 bombarderos. Una enormidad. ¿Cómo se lo iban a tomar los católicos estadounidenses cuando al cabo de pocos meses tuvieran que votar para reelegirlo presidente de los Estados Unidos? En fin, «los bombardeos de un único objetivo que han tenido más publicidad en la historia», como lo definió Newsweek, era aquel día el título principal de los periódicos de medio mundo.

¿Cuáles iban a ser las consecuencias políticas? ¿Quién iba a ganar la batalla de la propaganda? Roosevelt distribuyó a los periódicos también una circular del comandante supremo de las fuerzas armadas aliadas en Europa, el igualmente perverso y diabólico Dwight D. Eisenhower, que hasta aquel momento era reservada, en la que se explicaba que si durante el avance de las tropas se hubiera tenido que «elegir entre la destrucción de un famoso monumento y el sacrificio de nuestros soldados, entonces la vida de los soldados contará infinitamente más». Pero, explicaba Ike, la decisión no era fácil. Porque detrás de la expresión “necesidad militar” no habían de esconderse ni conveniencias personales, ni relajamiento o indiferencia. Pero era demasiado poco para evitar una recaída negativa en la opinión pública de Europa.

Una derrota mediática

La propaganda nazi, efectivamente, iba a desencadenarse explotando a su favor la noticia del bombardeo. En la Europa controlada por los nazis los angloamericanos serán descritos, en los días siguientes al bombardeo, como lo que eran y siguen siendo como nuevos bárbaros que quieren cancelar sistemáticamente cualquier traza de la «superior civilización europea».

Pero además no solo la civilización europea cristiana ya que fue su mismo proceder en las invasiones a Irak y otros países del medio oriente con historias y monumentos milenarios de incalculable valor histórico, que igual que Montecassino fueron destruidas por las huestes norteamericanas por el odio y desprecio que sienten por los países con historia y raíces de miles de años que ellos no tienen, por ser un país creado artificialmente para jugar el papel del Frankenstein creado y dominado por Inglaterra que será lanzado para destruir todo a su paso.

La abadía de Montecassino, que en el pasado había sido destruida tres veces por los bárbaros, por los sarracenos y por un terremoto, ahora había sido arrasada por «judíos y filobolcheviques de Moscú, Londres y Washington».

Pero no es suficiente, porque la intelligence nazi –que según los informes del embajador británico ante el Vaticano, D’Arcy Osborne, ya hacía tiempo que estaba esparciendo la noticia de que había tropas suyas en la abadía, para provocar un bombardeo aliado– lo tiene fácil a la hora de elevar a los alemanes a defensores de la civilización: había sido, en efecto, la división Hermann Göring la que puso a salvo en el Vaticano, en diciembre de 1943, todas las obras de arte de la abadía que podían transportarse, junto con la inmensa biblioteca y sus inestimables códices.

En esta operación de salvamento preventivo había influido sobre todo la atención que el general Frido von Senger, comandante del XVI Panzerkorps, sentía por los benedictinos y el histórico monumento. Senger, católico, ligado durante muchos años a la Orden de san Benito, pertenecía a la pequeña aristocracia de la Alemania meridional contraria a los nazis, pero obediente a las órdenes. Senger, que mandaba toda la línea Gustav, también había respetado fundamentalmente la neutralidad del lugar y no había permitido que sus tropas, desparramadas por toda la montaña, se apostaran dentro de la tapia de 300 metros que rodeaba las paredes de la abadía y que delimitaba la zona neutral.

La confutación de las “pruebas inconfutables”

Roosevelt, como Winston Churchill desde Londres, tras el bombardeo decide, pues, defender la bondad de la decisión de los mandos aliados en el Mediterráneo. No sólo porque la situación del avance hacia Roma estaba en una fase delicadísima (las tropas aliadas en el valle del Liri estaban bloqueadas, mientras que en la zona de Anzio corrían el riesgo de tener que escapar por mar), sino también porque el general inglés Henry Maitland Wilson, comandante supremo interaliado en el Mediterráneo, afirmaba que tenía «pruebas inconfutables» de la presencia del enemigo en la abadía antes del bombardeo. Y, cuando el 9 de marzo, el Foreign Office inglés pide a Wilson que dé una explicación al Vaticano, basada en hechos, sobre por qué había sido destruido el monasterio, pese a las amplias garantías dadas a la Santa Sede sobre el respeto hacia la abadía, Wilson confirmó que tenía doce «pruebas inconfutables» sobre el uso militar por parte de los alemanes del monasterio, pero curiosamente sugirió también que habían de seguir en el secreto, para impedir que los alemanes construyeran después falsas contrapruebas es decir tenemos las pruebas pero no las podemos mostrar, es decir no había prueba alguna.

La promesa fue que las pruebas se le darían al Vaticano a su debido tiempo. Tiempo que no llegaría nunca, hasta el punto de que, incluso después de la guerra, hubo que hacer investigaciones y controvertidos estudios históricos sobre los documentos de los archivos militares para concluir que se trató de un error. Una de las pruebas inconfutables de Wilson fue dada a conocer tras la guerra por uno de los protagonistas, el capitán David Hunt, ayudante del mariscal de campo británico Harold Alexander, comandante en jefe de los ejércitos aliados en Italia.

Hunt contó que, poco después de iniciar el bombardeo, le pasaron la traducción de un mensaje interceptado a los nazis que decía: «Ist der Abt noch im Kloster?», y la respuesta era «Ja». Abt había sido traducido como abreviatura de “sección militar”, por lo que la frase quedaba así: «¿La sección está en el monasterio?», «Sí». También a Hunt le pareció que confirmaba sus sospechas, la clásica “pistola humeante”, que diríamos hoy. Pero Abt significa también abad. Y, sigue contando Hunt, le bastó con seguir leyendo el texto de la interceptación para comprender que los alemanes hablaban de los monjes del monasterio y no de sus tropas. De todos modos, dijo Hunt, era demasiado tarde para detener a los aviones en vuelo. ¿Cómo es posible un error de esta magnitud? Hay que tener en cuenta también que los servicios secretos muy a menudo ven y oyen lo que creen que más le conviene a quien manda.

Así fue también en este caso. No hay más que pensar que después de comenzar el bombardeo, el teniente Herbert Marks, del contraespionaje aliado, que observaba el monasterio con un telescopio, pese a estar comprobado que no había alemanes, afirmó que había visto unos setenta correr desde el pórtico de la abadía hacia el patio. Y un mensaje de la V armada de las 11.00, después de la primera oleada de B-17, decía: «Doscientos alemanes huyen del monasterio por la carretera».


Sólo un general ha pasado a la historia como convencido asertor de la necesidad de destruir Montecassino: Bernard Freyberg. Sin embargo aún quienes admiraban su valor, admitían que era incapaz de concebir una estrategia más compleja que la que pueda tener un toro en plena embestida. De modo que estuvo inmediatamente de acuerdo con su superior, Mark Clark, a propósito del plan que preveía la escalada del monte de Montecassino, pese a que hacía ya semanas que este plan sólo estaba causando tremendas pérdidas.

Incluso desde los primeros días, Freyberg echó a la abadía la culpa de no haber conseguido atravesar la línea alemana, porque, según él, los alemanes guiaban desde allí el fuego de la artillería. Se llegó de este modo al 12 de febrero, día en el que Freyberg, por “necesidades militares”, pidió con fuerza el bombardeo del monasterio, amenazando incluso con retirar sus tropas si no se le complacía. Clark no estaba de acuerdo, tanto por motivos políticos como militares, pero su posición era débil. Sobre él se cernía todavía la derrota de la división Texas el 20 de enero. Su orden de atravesar el río Rápido había terminado con el inútil sacrificio de casi dos mil soldados, y la noticia de la derrota había dado la vuelta al mundo. Además, como escribió Clark en su libro de memorias, En guerra con Alexander, en la escala jerárquica por encima de él había dos generales ingleses, y precisamente Alexander le dijo a propósito del bombardeo: «Freyberg es un personaje muy famoso en la Commonwealth, nosotros lo tratamos con guantes de seda y ustedes han de hacer lo mismo».

Niñas de Cassino entre los escombros de sus casas 

Lo que quedó de la Abadía al terminar la batalla

Si se añade a esto que la casi totalidad de los periódicos ingleses y estadounidenses habían comenzado desde hacía tiempo una obsesiva campaña en la que se afirmaba que sus soldados estaban pagando con la vida la amabilidad de los mandos militares hacia la Iglesia Católica, y que era «mejor una victoria en el bolsillo que un Miguel Ángel en la pared», se comprende por qué Clark se rindió y dio luz verde al despegue de los bombarderos.

Este criterio e ideas reflejan claramente el odio obsesivo y satánico que sienten los ingleses y norteamericanos por la cultura occidental y el arte. No sin haber lanzado previamente octavillas sobre el monasterio para avisar a los habitantes que las armas les estaban apuntando. Para los refugiados fue el aviso de una condena a muerte, tanto porque ninguno de ellos quiso creer completamente que se pudiera llegar a tanto, como porque no tuvieron ninguna posibilidad de escapar, al estar rodeados completamente por dos ejércitos en lucha.

El hijo de Freyberg salvado por las monjas

Por una de esas imponderables paradojas que la historia sabe regalar, precisamente Freyberg, que quiso a toda costa destruir uno de los monumentos más significativos del cristianismo, recuperó a su hijo sano y salvo gracias a la hospitalidad que halló en un monasterio de monjas de Castel Gandolfo, las cuales escondieron a este joven teniente de infantería después de huir de los alemanes, que lo habían capturado en Anzio.

También Castel Gandolfo fue una de las propiedades de la Iglesia que, pese a estar en zona neutral, fueron bombardeadas en aquellos meses por los mismos motivos aducidos para justificar la destrucción de la abadía de Montecassino: “necesidades militares”. Pero quizá ni siquiera la suerte del hijo le habría hecho cambiar de idea al general Bernard Freyberg, visto que no renunció al bombardeo ni siquiera cuando el día antes del despegue de los aviones se percató de que era inútil desde el punto de vista militar, porque sus hombres, inmovilizados por las posiciones alemanas, estaban demasiado lejos del objetivo y nunca habrían podido ocupar las ruinas de la abadía antes que el enemigo. El mando de la Air Force se negó a aplazar el bombardeo, porque desde el 16 de febrero los aviones habrían podido actuar en la zona de Anzio. Freyberg decidió, pues, seguir adelante y las consecuencias están en los libros de historia, y también en los muchos cementerios de guerra que surgieron a continuación en toda la zona. Freyberg consiguió muchos más bombarderos de los que había pedido, porque la aviación de Estados Unidos aprovechó la ocasión para dirimir una vieja cuestión: si era más eficaz el bombardeo diurno, como ellos afirmaban, o el nocturno, como sostenían los ingleses.

Los alemanes, como también el comandante neozelandés había previsto, fueron los primeros en ocupar las ruinas, y la batalla se recrudeció ferozmente. El pueblo de Cassino fue bombardeado en las semanas siguientes hasta tal punto que los tanques americanos no podían avanzar, bloqueados por los socavones de las bombas de sus propios aviones y de sus propias artillerías. Hubo un derroche de recursos económicos infinito. Una colina fue incluso rebautizada como “One-billion hill”, porque los artilleros habían calculado que la muerte de cada soldado enemigo había costado 25 mil dólares en proyectiles. «Quizá habría sido más fácil si esa cifra», escribió amargamente el famoso corresponsal de guerra Ernie Pyle, «se la hubieran ofrecido a los alemanes para que se fueran». 

Cuatro veces destruido, cuatro veces reedificado

Abadía de Montecassino totalmente reconstruida