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jueves, 11 de noviembre de 2021

William Faulkner: un santuario de la novela negra. Por Guillermo Mas

William Faulkner: un santuario de la novela negra
11 NOV 2021

La vida y la obra de William Faulkner estaban llenas del ruido y la furia del mejor blues sureño. Para él resultarían válidas las palabras que Gonzalo Suárez dijera sobre el cineasta Sam Peckimpah: “El infierno en las venas y el cielo en la mirada”. Su novela Santuario (1931) fue rechazada en numerosas ocasiones por los editores, rehecha varias veces por el escritor y contaba “la historia más horrible que podía imaginar”, en palabras del propio Faulkner. La escribió al tiempo que El ruido y la furia y después de Mientras agonizo, esto es, en su mayor momento de esplendor creativo. Su obra era tan compleja y estaba tan sumamente manchada de tinieblas como su propia vida. Su carácter agrio y su alcoholismo extremo quedaron inmortalizados en el fiel retrato que los hermanos Coen dejaron en la película Barton Fink donde aparece un personaje secundario directamente inspirado en Faulkner. Las señoras vaciaban el agua de los floreros antes de recibirle en casa.

Sin embargo, Faulkner relata a través de sus personajes su propia sed de absoluto, su naturaleza moral falible y su inalcanzable ansia por obtener la absolución. Podríamos decir, entonces, que su Dios está más cercano al del Antiguo Testamento en tanto que aparece distante a los hombres como si Cristo aún no se hubiera encarnado y salvado a todos los pecadores. En cierto sentido, toda la obra de Faulkner es una actualización de la Biblia (Jerusalén), de las tragedias griegas (Atenas) y de Shakespeare (la lengua, en este caso la inglesa, patria de todo escritor) a su tiempo (siglo XX) y a su geografía (el mundo confederado después de la Confederación). Y su obra puede ser leída en clave de novela negra, especialmente si tomamos esa obra despiadada que es Santuario. En palabras de André Malraux, “Santuario es la inserción de la novela policial en la tragedia griega”. Dicho de otro modo: la invención de la novela negra tal y como lo conocemos hoy.

Lo primero que hay que destacar en Santuario es que Faulkner, probablemente el autor cuya obra tomada en conjunto (no en cada caso particular dado que la palma se la llevaría el Ulysses de Joyce), es la más compleja de un siglo con las novelas más complejas de todos los tiempos; logra hacer una novela muy entretenida y en ciertos sentidos de lectura “ágil”. Además de eso, es una novela que trata del mal a través de múltiples encarnaciones humanas que se sitúan más allá de la frontera de la ética en no pocos momentos de la obra. Lo que, sumado a la gran cantidad de violencia explícita y sangrienta que mancha las páginas de la novela, el sexo lacerante que ensucia el alma de casi la totalidad de los personajes y a la “polémica” que la escena de la violación con una mazorca a una joven universitaria causó en el público de su tiempo —parangonable a El amante de Lady Chatterley, antes, o a Lolita, después—, abrió las puertas a la llegada en masa del gran público lector. Solo que Faulkner no resulta un autor sencillo ni cuando pretende, con todas sus fuerzas, parecerlo.

El número de hombres justos en el mundo faulkneriano apenas llega a los 36. Lo más parecido a un “buen tipo” en Santuario es Horace Benbow, un abogado del que se insinúa claramente que ha cometido incesto: de nuevo las resonancias trágicas de Grecia. Faulkner es un maestro de la prosa barroca y un gran arquitecto narrativo que le escamotea constantemente información al lector mediante la elipsis, dejando, con ello, múltiples espacios en blanco en la composición de escenas para que el lector los rellene exactamente como él, Faulkner, quiere que se haga. Y lo consigue. Es como si a Faulkner le resultara escandaloso explicitar cuanto ha ideado y, por ello, se vea abocado a decirlo tímidamente, por encima, como una decimonónica señorita recatada disimulando sonrisas después de soltar una sonora flatulencia en sociedad. Tampoco en la tragedia clásica se representaban los actos brutales o sangrientos en escena.

Desde la academia y los simposios universitarios se ha cacareado demasiado sobre el monólogo interior de Faulkner y pavadas semejantes. Dejémoslo estar. En cuanto a García Márquez o Vargas Llosa haciéndose selfies metafóricos de la época con la obra de Faulkner, está bien, dale, pero el que mejor lo entendió y, además, el que mejor escribía fue —de lejos— Onetti. Y punto. En cuanto a Yoknapatawpha, territorio imaginado por Faulkner supuestamente situado en Mississippi y donde ambientó su particular “Comedia Humana”, dejémoslo, junto a sus numerosos epígonos —Santa María, Macondo, Región o Celama, entre otros—, para otro día.

Faulkner aseguró en varias ocasiones que escribió Santuario únicamente por dinero, por acercarse a lo comercial para poder pagar las facturas y seguir bebiendo tranquilo. Sobre la novela ha escrito Juan Benet: “Así que, acuciado por el dinero, escribe Santuario, de 1931, con el único propósito de ganar lo que pueda: es un thriller, una novela de violencia, sexo y novelas candentes, como la prohibición de alcohol, pero está narrada de forma magistral. La novela le convirtió de la noche a la mañana en un hombre de éxito”. Casi podemos decir que fue el único final feliz en la vida de un autor que recibió un reconocimiento muy tangencial y no poco tardío; que perdió un hijo a las escasas horas de nacer; que luchó en una guerra en calidad de aviador; que sobrevivió toda su existencia gracias a trabajos miserables; que pasó la mayor parte de su vida endeudado con las apuestas; que amaba vestir trajes caros solo a la altura de un hombre pobre y los caballos que se compraba fingiendo ser un aristócrata inglés; que era, como todo adicto, esclavo de su gran vicio: el alcoholismo. Un hombre reservado y tímido, silencioso, al que le gustaba mirar a las mujeres, a lo lejos, de forma bastante indiscreta. Perdió la vida después de precipitarse del caballo y pasar sus últimos días postrado y sufriente. Finalmente un infarto le arrebató la vida.

Aunque Santuario salió a la luz en el 31 su primera versión estaba lista en 1929, año de publicación del supuesto texto fundacional del noir, Cosecha roja, y del crack del 29, donde el capitalismo bursátil —aún en pañales teniendo en cuenta lo que vendría después— se mostró tal y como realmente era. Dos años antes su archienemigo literario, Ernest Hemingway, había publicado un relato titulado Los asesinos donde ya se manejan con maestría todas las claves del relato negro. El propio Faulkner escribiría en 1946, por encargo de su amigo el director Howard Hawks con el que había colaborado dos años antes en Tener y no tener (1944), los diálogos de El sueño eterno, adaptación de una novela de Raymond Chandler y momento en el cual todo el orbe se dio por enterado de que existía una cosa llamada género negro que cambiaría la forma de contar el capitalismo y la modernidad toda. Así, Faulkner influyó en autores como Carson McCullers, Cormac McCarthy, Donald Ray Pollock o Flannery O´Connor y en novelas como País de sombras (2008) de Peter Matthiessen: esa gran epopeya americana que Faulkner hubiera querido hacer pero que no pudo escribir. Sin embargo, Faulkner creó toda una escuela dentro de los autores de novela negra. Es evidente su influencia directa sobre tres obras maestras del género: ¿Acaso no matan a los caballos? (1935), de Horace McCoy; El talento de Mr. Ripley (1955), de Patricia Higsmith y, sobre todo, El secuestro de Miss Blandish (1939), de James Hadley Chase.

Igual que el maestro Shakespeare era un criptocatólico, ese discípulo useño y sureño que era Faulkner tenía una religiosidad latente que se hacía explícita en sus habituales referencias directas al texto bíblico. A diferencia de otros muchos autores en la estela de H.L. Mencken que denostaban la cultura sureña, Faulkner sabe retratarla sin caer en lamentables maniqueísmos. Frente al idealismo de la novela moderna, Faulkner se vale de ese noir emergente para adaptar la, seamos honestos, plúmbea estética naturalista a unos tiempos de coexistencia con el relato cinematográfico. La novela negra permitía, como demostraba el propio Faulkner con Santuario, y como había intuido con su genialidad habitual Dostoievski tanto en Crimen y Castigo (1886) como en Los hermanos Karamazov (1879), seguramente sus dos mejores obras y ambas con un asesinato como eje vertebrador de un relato ambicioso que quiere narrar la modernidad; contar de qué manera afectan el capitalismo, el materialismo y el nihilismo contemporáneos al hombre moderno a través de la complejidad de la condición humana. Dostoievski, Faulkner y cualquier narrador que quiera acercarse al noir con un ánimo verdaderamente literario, lo harán sabedores de que el problema fundamental del género sigue siendo el del mal, como ocurre con toda narrativa, solo que con conocimiento de que ningún otro género de nuestro tiempo se ha demostrado tan eficaz, verosímil, duro y preciso a la hora de hacerlo. También ambos, Dostoievski y Faulkner, demostraron en algunas de las mejores obras de la literatura universal como Mientras agonizo o Crimen y Castigo que la destrucción de la familia como núcleo esencial de la sociedad sólo podía contarse desde dentro y sin caer en el vicio narrativo del fatalismo.

En toda novela de Faulkner encontramos la falta de cohesión y de coherencia del yo en el sujeto; la imposibilidad de una comunicación real entre individuos; la imperfección inherente a lo terrenal; la caída constante en el pecado de los hombres, la culpa casi tan degradante como el acto y, sobre todo, el hondo vacío metafísico planteado por el sufrimiento para unos seres conscientes de la falta aparente de sentido que éste presenta así como de su propia finitud en cuanto que seres mortales. Pero en Santuario está, por encima de cualquier otra de sus obras, ese gran tópico de la literatura estadounidense que corre paralelo a la propia historia de dicha nación: la pérdida de la pureza —una segunda caída en el Pecado Original—, representada en la violación de una menor de edad a manos de un gánster enano e impotente pertrechado con una mazorca de maíz. De qué otra cosa se puede hablar más que de la aniquilación de la niñez.

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