¿Para qué sirve la mortificación hoy día?
(MC-nº 493-Ediciones Palabra)
En una sociedad consumista y permisiva, la mortificación voluntaria, lejos de ser tenida en consideración y aprecio, se considera como algo anacrónico, superado y hasta condenable, como atentado contra la dignidad de la persona.
Al lado de la «diosa-razón» se ha entronizado el «dios-placer». El placer se considera como el objetivo supremo de la vida humana, con mayor incidencia en el campo de la sexualidad y de la llamada «gastronomía».
De ahí la repulsa sistemática de todo lo que sea renuncia y restricción, ascetismo, mortificación. De ahí el rechazo de los principios morales y éticos que la Iglesia, y hasta la propia sociedad, han preconizado a lo largo de los siglos.
No dejemos, sin embargo, de señalar cierta actitud paradójica, teórica y práctica, que podemos verificar en los tiempos actuales.
Por un lado, se acepta, como normal, la fatiga del trabajo, intelectual y físico, para adquirir conocimientos, para conseguir sobrevivir; se hacen no pequeños esfuerzos para alcanzar metas en lo deportivo y en lo estético; la gente se somete a entrenamientos extenuantes, a tratamientos dolorosos, a dietas rigurosas, a difíciles gimnasias, para conseguir el primer puesto, a la hora de la competitividad.
Por otro lado, tienen horror a la tradicional mortificación cristiana, les entra pánico si les hablamos de las variadas pautas de conductas y disciplinas, para dominar el cuerpo y sujetarlo a los superiores valores del espíritu, haciéndolo servir al fin sobrenatural que Dios asignó a la persona humana. Y nos hablan hasta de masoquismo y maniqueísmo.
Lo que está en discusión, por tanto, no es la mortificación corporal voluntaria, en sí misma, puesto que todos la aceptan. Lo que verdaderamente se discute es su finalidad.
La mortificación voluntaria es necesaria para el normal y pleno desarrollo del hombre. Es hoy un hecho reconocido por los especialistas en ciencias humanas.
El niño, el adolescente y el joven que crecen en la satisfacción de todos sus caprichos, que hacen todo cuanto les apetece en cada momento, que no renuncian a nada, que no saben lo que es auto-disciplina, auto-dominio, que hacen del instinto la norma suprema y única de su proceder, nunca llegarán a ser personalidades fuertes, vertebradas, con espina dorsal. Vivirán a merced de todos los vientos y tempestades como barcos sin rumbo y sin timón. No serán torres, sino veletas.
No son hombres libres, sino esclavos del instinto, de la pasión, del egoísmo, de la comodidad, del individualismo. Jamás se afirmará en ellos la soberanía del espíritu, porque su dios es el vientre (Phil 3, 19). El cuerpo no se nos dio como señor sino como siervo. Y «el alma se perfecciona con la mortificación en la comida y en la bebida» (Carta a Diogneto).
Es necesario comprender que el valor de una civilización no se asienta en la calidad de los alimentos, sino en la fuerza de las exigencias que presenta; no nace de la posesión sino de la dádiva. Y la dádiva solamente puede brotar de un corazón liberado de la esclavitud de la carne: «Aquel que reina, si no reina en primer lugar sobre su propio cuerpo, no pasa de ser un usurpador ridículo» (Saint Exupéry, Ciudadela, n. 33).
La mortificación corporal, voluntaria, es necesaria al equilibrio humano, a la primacía del espíritu, sin la cual el hombre no es verdaderamente hombre. Topamos por ahí, a cada paso, con harapos de personas, triste resultado de la falta de mortificación, de auto-disciplina. Basta pensar en el cortejo, cada vez más extenso y dramático, de las víctimas de la droga, del alcohol, de la perversión sexual, en una palabra del multifacético consumismo y permisivismo moderno.
Sin la mortificación voluntaria no es posible neutralizar las tendencias profundas que
se oponen a la dignidad del hombre como son la soberbia, la pereza, la concupiscencia de la carne, el instinto de posesión, la avidez del poder, etc., etc.
La falta de mortificación empobrece al hombre, si es que no llega a destruir lo que en él hay de auténticamente humano: la inteligencia y la voluntad, chispas divinas comunicadas a la persona humana por el amor creador de Dios.
Nos encontramos ante una experiencia universal dolorosa: el hombre se vuelve cada vez menos hombre, porque desconoce su verdad más íntima y profunda. Sólo la fe basada en la Revelación nos desvela el secreto de las maldades y libertinajes y desórdenes que hay en el hombre: el pecado original que, aun después de perdonado, dejó consecuencias en la naturaleza humana.
Estas consecuencias tendrán que ser neutralizadas por la mortificación, querida y buscada, la cual, bajo la acción de la gracia, contribuirá mucho a sanar el desorden interior que hay en todo hombre.
El dolor tiene una función saludable aun en los seres con vida simplemente sensitiva. ¿Por qué no ha de aprovechado el hombre para ser más hombre? Lo que le caracteriza no es el instinto, común al animal, sino las facultades superiores del espíritu: la inteligencia para conocer la verdad y la libertad para amar el bien.
Saint Exupéry escribe:
«No hay ascensión que no duela.
Toda metamorfosis hace sufrir ...
No creo en aquellos que se arremolinan alrededor de las provisiones amontonadas por otro ...
Sólo me interesa aquel que haya ejercitado los músculos en la ascensión de la montaña ...
Cuando yo digo montaña quiero significar montaña para ti, que te arañaste en sus zarzas, que emergiste de sus precipicios, que sudaste contra sus piedras ... »
(Ciudadela, n. 35).
Imprime esta entrada