ESPAÑA: El problema no es Cataluña. Es la Constitución Masónica de 1978 y el Estado de las AUTONOMÍAS (1895)

ESPAÑA: El problema no es Cataluña

La Gaceta-Editorial (20/7/2015): Es difícil frenar la tensión separatista cuando España no tiene otro horizonte nacional que su disolución en el problemático magma europeo. Artur Mas sigue a lo suyo: proclamar la independencia de Cataluña. Desde el gobierno de la Nación (española) se le responde que eso no es legal, luego no ocurrirá. Sorprendente fe en el valor eterno del texto escrito cuando alguien insiste en quemar el papel. Bajo la amenaza del fuego, se pasa por alto que el problema dista de reducirse a Cataluña. 

El País Vasco funciona ya de hecho como un ente ajeno a España, bajo el efecto narcótico del “fin de la violencia”. Navarra se está convirtiendo a toda velocidad en un espacio subordinado a Vitoria. En Galicia el discurso nacionalista ha arraigado hasta el punto de ser adoptado, en muchos aspectos, por el PP y, por supuesto, por el PSOE. Baleares y Valencia se encaminan hacia un oscuro horizonte de pancatalanismo sectario. Y en el resto del país crecen fuerzas de ultraizquierda que han hecho bandera de la destrucción de la nación española histórica. 

¿De verdad el problema es sólo Artur Mas?

Desde “Madrid” –ese gigantesco Madrid que engloba a todos los españoles no separatistas-, el paisaje suele dibujarse en términos unívocos: hay una amenaza que es el tirón de la periferia. Pero eso es sólo una parte de la cuestión. Los “tirones” de la periferia no son nuevos en nuestra Historia. Lo realmente nuevo es que, frente a ese tirón de la periferia, no hay enfrente ninguna fuerza digna de consideración. Los partidos que deberían encarnar la fuerza integradora, nacional, oscilan entre los experimentos combustibles del PSOE y la quietud ordenancista del PP. Ahora existe también Ciudadanos, que dice defender la unidad nacional pero la reduce a una idea abstracta de la soberanía ciudadana, lejos de cualquier cosa que pueda llamarse “identidad”. Y sin embargo, esa identidad es precisamente lo que nos falta: la España actual no sabe qué es ni qué quiere. Y esa es la gran carencia de nuestra vida pública.

Es difícil frenar la tensión separatista cuando España no tiene otro horizonte nacional que su disolución en el problemático magma europeo. Porque, en efecto, la España del 78, hoy agonizante, no tiene otro proyecto nacional que la disolución final en el magma europeo. Esto es así desde los mismos inicios de nuestra democracia y ha sido un error de gravísimas consecuencias. Máxime cuando los partidos separatistas han formado parte, también desde el inicio, del reparto de poder arbitrado por el sistema. 

¿O no fueron el PSOE y la UCD (y después el PP) los que convinieron en otorgar al nacionalismo vasco y catalán el rango de interlocutores únicos en sus respectivos territorios y, aún más, en entregar a las oligarquías regionales suculentas participaciones en sectores estratégicos como la energía, las comunicaciones, etc.? 

Aquí alguien pensó –quizá generosamente, pero no por ello con lucidez- que el problema nacional quedaría deshecho el día que las oligarquías separatistas formaran parte del reparto del pastel y el destino de España se confundiera con el de Europa. Hoy, casi cuarenta años después, lo que se ha deshecho no es el problema nacional, sino la nación española propiamente dicha.

Más allá de Artur Mas, la fragilidad presente de la nación española descansa en su renuncia a formular un proyecto propiamente nacional, integral, de afirmación de España y lo español. Nadie puede sobrevivir si ignora las razones de su existencia. Tampoco las naciones.

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