La gran apostasía de los Estados:
renunciar a la confesionalidad católica
Por Javier Navascues
3/4/2022
José María Permuy
Una de las nefastas consecuencias del Concilio Vaticano II fue que algunos Estados confesionalmente católicos como España se vieron obligados a cambiar su legislación para adoptar “la libertad religiosa” y por consiguiente pasaron con el tiempo a ser Estados aconfesionales, con la consiguiente ruina para la verdadera religión que esto supuso.
José María Permuy atesora una dilatada vida profesional en el ámbito educativo. Conferenciante y autor de numerosos artículos relacionados con la doctrina tradicional de la Iglesia. En esta ocasión nos explica la importancia de que los Estados sean confesionalmente católicos.
¿Puede explicarnos de qué manera profesa un Estado la Religión católica y cuáles son las enseñanzas de la Iglesia con respecto a este tema?
La Iglesia ha enseñado siempre que todas las sociedades, sin excluir las comunidades políticas (municipios, Estados, organismos supranacionales), tienen para con Cristo y su Iglesia unas obligaciones morales de inexcusable cumplimiento. Tales obligaciones son:
Dar culto público a Dios, y no cualquiera, sino el culto católico, que es el que Dios mismo ha establecido y ha manifestado querer.
La inspiración cristiana de las leyes, de tal manera que su Constitución y toda su legislación se ajusten a los preceptos de la ley eterna, revelada y natural.
El respeto a la independencia de la Iglesia y el acatamiento de su autoridad en lo que se refiere a las verdades de fe y a la moral.
La defensa y propagación de la Fe católica, protegiendo a la Iglesia y colaborando con ella en la evangelización, gobierno y santificación de las almas.
¿Cuál es el fundamento del deber moral de los Estados para con la Religión católica?
El fundamento es Cristo mismo. Es la Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo, que ha de ser reconocida por los Estados. Jesucristo es verdaderamente Rey de los individuos y de las sociedades. Ninguna actividad humana puede sustraerse a su imperio.
En una entrevista del 16 de mayo de 2016, Francisco afirmó que “un Estado debe ser laico”, que “los Estados confesionales terminan mal”, y en el discurso ante la clase dirigente de Brasil, el 27 de abril de 2013 elogió la “laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia de la dimensión religiosa en la sociedad, favoreciendo sus expresiones más concretas”, ¿Cómo conciliar estas declaraciones con lo que enseña la Tradición de la Iglesia?
No es posible, simplemente porque lo que ha dicho Francisco y, como él, desde hace 50 años la casi totalidad de los obispos, es incompatible y contradictorio con la Doctrina Tradicional Católica. No porque lo diga yo, sino porque lo dicen documentos magisteriales anteriores al Concilio Vaticano II.
Incluso el Concilio Vaticano II, en su Declaración sobre la libertad religiosa, a pesar de sus ambigüedades y contradicciones, afirma que “deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión”.
El Catecismo de la Iglesia Católica mandado publicar por Juan Pablo II, recoge esa misma afirmación y remite a dos encíclicas: Quas primas, sobre la Realeza Social de Jesucristo, escrita por Pío XI, e Inmortale Dei, de León XIII, sobre la constitución cristiana de los Estados.
Pues bien, esas dos encíclicas enseñan, sin lugar a dudas, todo lo contrario de lo que dice actualmente Francisco. Pero no debemos olvidar que el Concilio Vaticano I define la infalibilidad papal bajo ciertas condiciones, no cada vez que el Santo Padre abre la boca para decir algo.
Pero muchos se preguntan, ¿no es posible que las enseñanzas de los Papas anteriores al Concilio Vaticano II fueran tan solo orientaciones pastorales opinables o adaptables a diversas coyunturas?
Cuando se refieren a la vinculación del Estado con la religión católica, los Romanos Pontífices no se han limitado a recomendarla, como si tan solo fuera un consejo, sino que han insistido reiteradamente en que se trata de una obligación necesaria exigida por la ley natural y, como es sabido, la ley natural es inmutable, eterna y universal, es decir, vigente y de obligado cumplimiento en cualquier circunstancia, tiempo y lugar.
Además, la doctrina relativa a la Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo, las consecuencias políticas derivadas del reconocimiento de Su Soberanía, la necesidad (no solo conveniencia o posibilidad) de que los Estados sean católicos, son enseñanzas que han sido propuestas por la Iglesia siempre y en todas partes, implícitamente o explícitamente, sin que antes del Concilio Vaticano II Papas y obispos hubieran predicado algo diferente. ¿Cómo no considerar que tales enseñanzas formen parte, cuando menos, del Magisterio Ordinario Universal, al cual debemos el mismo asentimiento y obediencia que al Magisterio solemne y extraordinario?
¿Qué diría a los católicos que sostienen que, dado que la ley natural puede ser conocida a la sola luz de la razón, el Estado no necesita de la Revelación ni del Magisterio de la Iglesia para gobernar, juzgar y legislar de un modo acorde con la ley natural?
Les diría que lean el actual Catecismo de la Iglesia Católica, que en este tema expresa muy bien la Doctrina Tradicional: “Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla alguna de error. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error” (Concilio Vaticano I: DS 3005; Pío XII, enc. Humani generis: DS 3876).
El grado supremo de la participación en la autoridad de Cristo está asegurado por el carisma de la infalibilidad. Esta se extiende a todo el depósito de la revelación divina (cf LG 25); se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas (cf Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 3)”.
En definitiva, si el Estado desea estar seguro de no apartarse ni lo más mínimo de las normas morales de la ley natural, necesita, como necesitamos los individuos, el auxilio de la revelación cristiana y el juicio definitivo e infalible de la Iglesia.
Qué diría a aquellos que estiman que en las relaciones entre la Iglesia debe haber recíproco respeto, pero ningún tipo de subordinación del Estado a la Iglesia.
La separación entre la Iglesia y el Estado, ha sido condenada por la Iglesia. Pío IX, en el Syllabus o catálogo de errores modernos, y San Pío X, en su encíclica Vehementer Nos, han sido contundentes en ese sentido. Ello no significa que no exista distinción entre ambas sociedades. El origen de la autoridad eclesiástica y civil es el mismo Dios. Pero Dios ha atribuido a cada una de ellas competencias distintas. Hay asuntos que son propios del Estado, de carácter administrativo, de organización política, de forma de régimen… en los que la Iglesia no puede ni debe inmiscuirse.
Pero en lo que respecta a la Fe y a la moral, el Estado debe obedecer a la Iglesia, porque es a la Iglesia y no al Estado, a quien Cristo encomendó la conservación y transmisión de la revelación divina y a quien envió el Espíritu Santo para que, hasta el fin de los tiempos, la asistiera de tal modo que pueda interpretar sin error las verdades de la fe y los preceptos de la ley revelada y natural.
Hay quienes piensan que los Estados católicos han sido fuente de conflictos sociales y guerras de religión.
Es falso e injusto atribuir la responsabilidad de las luchas que se han librado en nombre de la religión a la impregnación cristiana del orden temporal.
Guerras por motivos religiosos (aunque a veces la religión ha sido utilizada para encubrir intereses de otro tipo) siempre las ha habido y las seguirá habiendo mientras los individuos y los pueblos del orbe no sean todos ellos católicos. El mismo Jesús dijo que Él no había venido a traer la paz sino la guerra, porque por Él se enfrentarían padres contra hijos y hermanos contra hermanos. Pero ello no quiere decir que Jesús desee esos enfrentamientos, ni que Él sea el responsable o instigador de los mismos.
Pues bien, lo mismo se puede decir con respecto a la Cristiandad y los Estados católicos en relación con los conflictos habidos con los militantes de las sectas y falsas religiones. Los orígenes y las causas de las llamadas guerras de religión, las Cruzadas, etc., no están en la Unidad Católica de los pueblos, sino en la rebelión de los protestantes, en las sediciones de los herejes, en las invasiones de los musulmanes. El católico Imperio y las naciones católicas no hicieron otra cosa que recurrir a la legítima defensa del orden social cristiano amenazado y atacado por los enemigos de Cristo.
Otros consideran que los Estados católicos atentan contra la libertad de las personas humanas tratando de imponer por la fuerza la conversión o la práctica de la religión católica a los no católicos e impedirles la práctica de sus propias creencias.
Se equivocan. El Magisterio católico enseña que nadie puede ser obligado a convertirse. Es evidente, pues la fe es un don que exige por parte de quien es invitado a recibirla, su libre y voluntaria aceptación. En consecuencia, no se puede prohibir de modo absoluto que los no católicos practiquen su religión, ni mucho menos se les puede obligar a guardar los mandamientos que la Iglesia manda cumplir a los católicos (oír Misa, comulgar, confesar, ayunar…).
Ahora bien, en el momento en que la práctica de la falsa religión trasciende del ámbito de lo privado a lo público, la sociedad tiene el derecho a defenderse si los errores contenidos en el credo o las normas éticas de esa falsa religión pueden poner en riesgo el bien común de la sociedad. El Estado tiene la obligación de proteger a sus súbditos frente a las doctrinas falsas perniciosas, de igual modo que lo hace frente a la apología del terrorismo, por poner un ejemplo.
No olvidemos que las falsas religiones, contienen errores morales y doctrinales, algunos de ellos contrarios a la ley natural, que tienen consecuencias prácticas de orden político y social (aceptación del divorcio, la poligamia, los malos tratos a las mujeres, discriminación y hostilidad hacia quienes que no se someten a su falsa religión o secta, etc) ¿Cómo podría el Estado abstenerse de impedir la propagación de tales errores morales sin traicionar su fin principal, que es la preservación del bien común?
Quisiera añadir que la catolicidad de los Estados no solo no perjudica a quienes no son católicos, sino que es fuente de inmensos beneficios para todos. También para ellos. Pues al igual que Dios hace salir el sol sobre buenos y malos y deja que la lluvia caiga sobre santos y pecadores, el Estado Católico, en virtud de su adhesión a Cristo Rey, derrama los beneficios espirituales, morales y aun materiales que obtiene gracias a su constitución cristiana, sobre católicos y no católicos, sobre creyentes y no creyentes.
Usted habla del derecho de los Estados a impedir la propagación pública de los errores religiosos que van en detrimento del bien común, pero, ¿ello no contradice la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II?
Pienso que las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa y la confesionalidad de los Estados, pecan de una ambigüedad calculada para satisfacer y tranquilizar a algunos de los católicos fieles a la Tradición, que, basándose en el reconocimiento conciliar de límites a la libertad religiosa, creen poder interpretarla en un sentido semejante a lo que antaño se llamaba tolerancia religiosa; pero por otro lado ha resultado ser de utilidad a los “católicos” progresistas y liberales para reivindicar la renuncia de la confesionalidad de los Estados y elogiar la libertad religiosa tal como se reconoce en los ordenamientos jurídicos de las sociedades democráticas contemporáneas.
¿Qué aconsejaría a los lectores de Adelante la Fe para contribuir al recobro de la Unidad Católica de nuestra Patria y la restauración de la Cristiandad?
Lo primero, rezar. En segundo lugar, formarse. Leer la doctrina católica sobre la Realeza de Cristo y la constitución cristiana de las sociedades. Y más concretamente, en estos momentos de enorme confusión, en los que la mayoría de nuestros Pastores callan o, lo que es peor aún, predican erradas doctrinas, aferrarse a la Tradición, al Magisterio extraordinario y al Magisterio Ordinario Universal, es decir, a aquello que ha sido propuesto por la Iglesia siempre y en todas partes.
Por último, ser apóstoles y apologistas del Estado católico y de la Cristiandad, usando todos los medios legítimos de que dispongamos, para sumar adhesiones a esta noble causa de reimplantación y dilatación del orden social cristiano.