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martes, 16 de abril de 2024

Contra el positivismo filosófico y jurídico

Contra el positivismo filosófico y jurídico
Por Carlos Blanco 16/04/2024 

Es de todo punto evidente que el positivismo, tanto en su dimensión filosófica general como en su dimensión jurídica, es incompatible con el Derecho Natural y significa una negación explícita del mismo.

El positivismo en el sentido estricto es la filosofía promovida por (1798-1857), un profesor de matemáticas francés que llega a elaborar esa suerte de “filosofía que preconiza la eliminación de la filosofía”, una postura en sí harto contradictoria.

Comte defiende la sustitución de la filosofía por las ciencias. Las ciencias tratan de hechos, y su aspiración principal es formular leyes generales que comprendan y enlacen los hechos. Todo saber que no comprenda exclusivamente colecciones de hechos, a su vez registrados o captados empíricamente, y las leyes que los enlazan, así como las aplicaciones sociales o técnicas de esto se derive, acaba siendo para don Augusto un saber inútil o “metafísico”. Así pues, el Derecho Natural queda englobado dentro de lo “metafísico” dado que el fundamento objetivo, universal, racional, etc. de los preceptos que son la base de toda legislación, no tiene cabida en el sistema positivista.

La actitud que va a preconizar Comte posee importantes precedentes. Hemos de citar al filósofo británico David Hume (1711-1776) quien, ya en el siglo XVIII, recomendó la quema de libros que no versen sobre números, razonamientos matemáticos y hechos de experiencia.

“Si, persuadidos de estos principios, hacemos una revisión de las bibliotecas, ¡qué estragos no haremos! Si tomamos en las manos un volumen de teología, por ejemplo, o de metafísica escolástica, preguntemos: ¿contiene algún razonamiento sobre la cantidad o los números? No. ¿Contiene algún raciocinio experimental sobre cuestiones de hecho o de existencia? No. Echadlo al fuego; pues no contiene más que sofistería y embustes”.

David Hume : Enquiries Concerning the Human Understanding and Concerning the Principles of Morals, [1748]

Se rechazan los libros metafísicos por tratarse de “superchería” y confusión. Incluso en la filosofía kantiana hay una cierta actitud precursora del positivismo, pues es sabido que el filósofo de Königsberg separó entre el campo de los fenómenos (cognoscibles por medio de las ciencias naturales) y el noúmeno (el dominio de lo “pensable” pero no cognoscible científicamente).

Defender la necesidad del Derecho Natural es lo mismo que defender la necesidad de la Metafísica. Bien entendido que la Metafísica no es un saber oscuro y arbitrario, en donde cada pensador “opina” lo que le viene en gana sin rigor alguno. Metafísica es buscar las causas últimas de las cosas, es tratar de hallar el principio universal del ser, y para ello se sirve de la razón. También el Derecho Natural consiste en hallar el fundamento último de los preceptos, y con la ayuda de la razón el hombre puede localizar un número delimitado de preceptos fundamentales de los cuales se siguen todas las reglas de conducta y toda posible legislación.

La crítica principal que podemos hacer al positivismo debe empezar por señalar su estrecha concepción de lo real. Para los positivistas, lo real es simplemente lo “dado” a través de los sentidos, aquello que se convierte en “hecho” de la experiencia. La inteligencia humana se limita a registrar, coleccionar y formular leyes de estos hechos. En materia jurídica, el único tipo de derecho que se reconoce es el derecho escrito y promulgado, el derecho positivo, carente de cualquier clase de fundamentación que no sea la voluntad imperativa del legislador. En suma, nos encontramos con esa voluntad imperativa capaz de hacerse obedecer, por un lado, y las voluntades de súbditos obedientes, por el otro lado. En ningún resquicio queda la posibilidad –que sí exige el Derecho natural- de que la razón, como encarnación de la naturaleza humana, sea la que dicte o asiente fundamentos de esa obediencia. Es muy diferente obedecer a la autoridad, “porque es la que es”, tal y como lo plantea el positivismo, de obedecer a la autoridad porque racionalmente está investida para serlo, en vistas al bien común. Y cuanto decimos de la obediencia a la autoridad legítima podemos aplicarlo también al seguimiento de los preceptos. Por eso creemos que el positivismo, y más específicamente el positivismo jurídico, son actitudes que abren las puertas al totalitarismo.


Me parece que un simple vistazo a la historia de la humanidad en el siglo XX puede reconocer las monstruosas consecuencias de ese positivismo. En el nombre de la ciencia, o de los dictados ideológicos que se hacen pasar por ciencia, se ha legislado de forma irrestricta, y los Estados han traspasado todos los límites del recinto sagrado que debería ser la persona, su dignidad, conciencia, integridad, etc. En contra de una tradición de siglos, que el cristianismo laboró con mimo y esfuerzo, los Estados y, en la actualidad, las Organizaciones Internacionales, hacen pasar lo legislado por lo “justo”. Se quiere identificar, y se trata de transformar la naturaleza humana precisamente relativizando lo “justo” o reduciéndolo a los códigos legales escritos y aprobados por pasajeras y coyunturales mayorías parlamentarias. El positivismo ha triunfado y sabe que el regreso del Derecho Natural supone el retroceso del totalitarismo que se enmascara en buena parte del mundo, bajo palabras como “democracia”, “ciencia” o “progreso”.

En todos los terrenos, desde el artístico y el político, pasando por el filosófico, el romanticismo europeo fue una reacción al siglo ilustrado. En torno a la revolución francesa -1789- podemos cifrar el agotamiento de los ideales ilustrados, que habían girado en torno a las “luces” de la razón y el cosmopolitismo. Partiendo del racionalismo de los tiempos del Barroco, Descartes, Spinoza, Leibniz, Malebranche, etc. se construyeron sistemas de pensamiento muy trabados desde el punto de vista lógico, fundados en una razón fría y calculadora, que casi llegó a parecer todopoderosa. Ya en el XVIII, en los tiempos de la Enciclopedia Francesa y del llamado “Despotismo Ilustrado” se entremezcló este frío y calculador racionalismo con las teorías sensualistas, que procedían de Locke y del resto de pensadores del empirismo inglés.

En materia jurídica y política, este pensamiento ilustrado, ora basculando hacia el sensualismo, ora haciéndolo en dirección racionalista, favoreció una cierta visión artificial del Estado, visto en consecuencia como máquina gigante que se acciona en virtud de unas leyes “claras y distintas”, como debían ser las ideas evidentes en la metódica cartesiana. Ese Estado-máquina, de comprensión perfecta y transparente, debía alzarse como expresión inmediata de la razón del hombre. Y como la razón del hombre es la misma en todos los países, latitudes, culturas y razas, no ha lugar para especificidades en materia legislativa ni política en general. Es el triunfo del cosmopolitismo.

Contra este cosmopolitismo, y contra todas las demás nociones que en el siglo de las luces se le adherían (racionalismo, artificialidad del Estado, etc.) se alzan los románticos. Herder es un referente para entender este nuevo periodo. La Revolución francesa y las guerras napoleónicas modificaron la sensibilidad en toda Europa, pero, frente a la Francia antaño racionalista, se alzará la Alemania romántica, nacionalista, historicista.

En esa nueva línea de sensibilidad, surgen las escuelas historicistas del Derecho. También el Derecho, y no sólo la poesía, los cuentos populares, la música, etc. es la expresión de un pueblo. Y un pueblo (en el sentido étnico o nacional) es una comunidad dotada de una especie de alma colectiva, propia y única. La Humanidad toda puede estar dotada de unas notas comunes (racionalidad, sociabilidad, etc.) pero los hombres nacen y se desenvuelven en el seno de pueblos, razas o culturas únicas e irrepetibles, que son fruto de su propia historia, del devenir de sus usos y costumbres, que en ocasiones resultan ancestrales.

No nos caben dudas acerca del carácter ventajoso de estas teorías y escuelas historicistas en contraste con el universalismo y cosmopolitismo del periodo anterior. Cada pueblo, cada nación, posee un acervo de costumbres y de tendencias a la hora de actuar. Una legislación formalista, abstracta, ajena al sentir particular de la comunidad, no puede traerle nada bueno a esta. Cuanto parece bueno y deseable para esa razón abstracta, puede resultar ininteligible u odioso para una razón más encarnada y concreta.

Pero asoma, junto a tal género de ventajas, un peligro muy grande. El historicismo, en muchas de sus versiones, ignora el Derecho Natural, y con él ignora la idea de un fundamento metafísico y teológico universal, así como un fundamento racional, de las leyes. Las leyes que regulan la vida social de los hombres, al formarse como “expresión” de su historia, se contagian también del relativismo que se da en el propio acaecer histórico.

El Derecho Natural es un derecho universalmente válido, fundado en la razón. Todos los seres humanos son depositarios de los mismos derechos innatos. El historicismo, por el contrario, nos habla de una unión espontánea de los individuos que coexisten en el espacio y en el tiempo, siendo el transcurso mismo del tiempo la fuente de derechos, el fundamento de las leyes de una comunidad. Lo consuetudinario y lo ancestral reemplazan a la razón, a la hora de encontrar una base en los preceptos.


El peligro está en que la historia de los pueblos no solo es diversa, al comparar unos a otros, sino que consagra usos y costumbres abiertamente contrarios a la razón. Se pierde la base sobre la cual comparar doctrinas y leyes más justas o menos justas, y se puede incurrir en un tipo de pensamiento que adora el pasado acríticamente, y no cuestiona lo ancestral. Hay usos tradiciones basados en la norma de “siempre fue así, y tiene que seguir siendo así”, y sin embargo contradicen abiertamente el Derecho Natural.

La Encíclica Aeterni Patris (1879) [i]se enmarca en una fase luminosa de renovación del pensamiento católico, liderada por una serie de pontífices que, a finales del siglo XIX y en el XX, se hicieron cargo de los enormes desafíos que el mundo “moderno” planteaba a la Iglesia Católica. La cuestión obrera (o “cuestión social”), el progreso de las ciencias (el positivismo), la secularización de la sociedad y el auge del ateísmo, etc.

En concreto, en esta Encíclica se retoma la importante cuestión de la relación entre fe y razón, un tema en el cual Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, sentó las bases para un correcto uso del pensamiento filosófico por parte del creyente católico.

En la senda trazada y señalada por el Aquinate, León XIII reitera la necesidad de que ambas dimensiones, Razón y Revelación, colaboren y eviten el enfrentamiento.

La Razón nos ha sido dada por Dios, es una facultad que hemos de entender como un don, y ese don no nos debe alejar de Aquel que nos lo dio, sino todo lo contrario, remitirnos a Él. La Razón humana, en última instancia, está capacitada para llevarnos la Creador, y ella puede conducirnos también al descubrimiento de ciertas verdades en el orden sobrenatural.

Por su parte la Revelación, como su propio nombre indica, es la “apertura” que Dios ha hecho a todos los hombres, con independencia de que muchos no alcancen a ser sabios en materias filosóficas, para darse a conocer. Darse a conocer, al menos, en lo que nos compete para alcanzar la Salvación. La Iglesia Católica, especialmente bajo el magisterio de Tomás de Aquino, ha recomendado el estudio de materias filosóficas que, en colaboración con las verdades reveladas, puedan ayudar al hombre a elevarse, tanto en el plano meramente científico, como en el moral y espiritual.

Tomás de Aquino hablaba de los preámbulos de la fe, es decir, aquellas verdades comunes a las que se podía llegar como un único destino partiendo de un doble origen: la razón o la fe. No se puede saber qué es Dios (esencialmente), pero sí se pueden saber ciertas cosas sobre Él y sobre su Plan salvífico. Por medio de la Razón exclusivamente (pues por fe, ya lo sabemos desde que Él se nos ha revelado) podemos los hombres, al menos, conocer que el Señor existe. La existencia divina, aunque no su esencia, nos es conocida, así como algunas otras pocas verdades que lo son para la filosofía y a la vez para la teología sobrenatural.

Que la razón del hombre es autónoma, y competente, no intrínsecamente maligna ni errada, es algo que la Iglesia y, muy particularmente el tomismo, ha defendido siempre. El hombre, aun sin el auxilio divino, es competente para conocer verdades naturales. Y su conciencia está esclarecida. En el tema del Derecho Natural lo podemos observar con toda claridad. El papa León XIII se hace eco de los textos evangélicos en los cuales se señala como “aquellos que no tienen ley” (gentiles), y por tanto son desconocedores de la Verdad revelada, no obstante pueden ser hombres “sanos” en el sentido meramente racional. Se pueden atener a la Ley sin saberlo, libres de culpa por haberla desconocido, pero siendo justos en la aplicación de los preceptos de un Derecho Natural que es accesible a todo hombre, sea o no cristiano. Esta misma constatación que acabamos de hacer ya encierra toda una concepción del Derecho natural, entendido como una fundamentación universal del Derecho y, en general, de todo recto obrar del ser humano.

La reacción de la Iglesia ante los retos que supusieron el auge del racionalismo y del positivismo, por tanto, no consistió en renunciar a la filosofía (de tradición helénica) depositaria de la razón y madre de todas las ciencias, antes al contrario. Fue una reacción en la cual reivindicó como suya esa misma filosofía. También el ámbito de las ciencias jurídicas, lejos de ver en el Derecho un mero entramado de normas, una construcción artificial o un mero producto lógico, la Iglesia hizo suyo el Derecho natural como fundamento del recto obrar humano, un fundamento ínsito en la razón del hombre pero partícipe de la Ley divina.