En efecto, si a un feto no le reconocemos el estatuto de persona, resulta arbitrario (como hace, por ejemplo, nuestro ordenamiento civil) reconocérselo a un niño que lleve separado del claustro materno veinticuatro horas (o veinticuatro minutos, o veinticuatro días, o incluso veinticuatro meses). Si por `persona´ entendemos a un ser humano con plena disposición de sus facultades motoras, sensoriales e intelectivas, en efecto un feto y un niño recién nacido son «moralmente equivalentes»: ninguno de los dos tiene conciencia de su existencia, ninguno de los dos puede sobrevivir sin ayuda, ninguno de los dos está plenamente formado, desde un punto de vista estrictamente morfológico. Siempre nos ha parecido un criterio ilógico declarar legal un aborto perpetrado hasta tal o cual semana de gestación e ilegal el aborto que se perpetra con posterioridad: un feto de un mes no es más ni menos persona que un feto de siete meses; y tampoco lo es más ni menos que un niño de uno o siete meses. No lo es, desde luego, si aplicamos el razonamiento estrictamente lógico (pero de una lógica del mal) que emplea la revista Journal of Medical Ethics. Pero tampoco lo es desde el reconocimiento de su dignidad moral intrínseca, que no puede fundarse en el mayor o menor grado de desarrollo orgánico, sino en su pertenencia a nuestra especie; y el hecho de que sea una vida gestante (esto es, desvalida, incapaz de sobrevivir fuera del claustro materno) no hace sino exigirnos una protección privilegiada de su dignidad, como nos la exige cualquier otro ser humano que demande ayuda para seguir viviendo, sea un niño recién nacido, un minusválido o un anciano.
En una de sus paradojas más brillantes y estremecedoras, Chesterton saludaba a los infanticidas como `pioneros progresistas´ capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias los postulados que otros progresistas más remilgados defienden con expresiones sibilinas. Para hacer su defensa paradójica del infanticida (para poner a la sociedad abortista ante el espejo de sus crímenes), Chesterton se mostraba dispuesto -en términos especulativos- a despojarse de los «remilgos morales» que defienden la vida. «Si lo que la cristiandad ha considerado moral no tiene sentido -afirma-, entonces deberíamos sentirnos libres de ignorar toda diferencia entre los hombres y los animales, y consecuentemente tratar a los hombres como animales». Nadie aplicaría un aborto a una gata o a una coneja: se deja, simplemente, que alumbre a su prole; y, si la prole es demasiado numerosa, o si incluye ejemplares enfermos, se los ahoga en una palangana y santas pascuas. «¿Por qué no hacer con los bebés lo mismo que con los gatos?», se pregunta Chesterton. Permitamos que lleguen al mundo, para después ahogar a los que no nos gustan. «Tal comportamiento -prosigue Chesterton- sería propia y razonablemente eugenésico, porque podríamos seleccionar a los mejores, o al menos a los más saludables, y sacrificar a aquellos a quienes se llama inadaptados». El infanticida es, en efecto, más `lógico´ que el mero abortista; y también, en cierto modo, más bizarro: es verdad que un niño recién nacido no puede defenderse, como le ocurre al niño gestante, pero para estrangularlo hay que cogerlo entre nuestras manos, hay que mirar su rostro, hay que sentir la temperatura de su piel.
Frente a estos pioneros progresistas que defienden el infanticidio nos ocurre como a Chesterton: nuestros abortistas se nos antojan débiles, indecisos y cobardes.