InfoCatólica
Luis I. Amorós
(11.10.12)
Sobre la patria
La patria (del latín patres, padre) hace alusión a todo aquello que recibimos de nuestros mayores.La primera patria es la familia; y tras ella el hogar, la tierra donde nacimos, nuestros amigos y vecinos, el pueblo, el barrio, la ciudad y la comarca donde nos hemos criado y donde transcurre nuestra existencia. La así llamada “patria chica” es nuestro solar natural, y de forma natural la amamos.
El amor a la patria (ideológicamente conocida como patriotismo) es virtud cristiana, proyección del cuarto mandamiento (que jamás se sobrepone al primero), pues aquello que amamos tendemos a cuidar, respetar y trabajar por su bien. Para amar a patrias más grandes hace falta un esfuerzo conceptual. No hay razón obvia para que un gerundense ame al delta del Ebro y sus habitantes (tierras y gentes a las que posiblemente no conocerá en su vida) como si fuesen su propia casa. Hay que echar mano aquí de elementos sociales que aglutinan a comunidades más amplias: la religión, la lengua, la raza, las costumbres y leyes propias… todo ello, cristalizado a través de una historia común, es lo que crea las patrias grandes.
Un repaso a la historia de Cataluña
Desde tiempos históricos, el actual territorio catalán, poblado por tribus ibéricas con tenues lazos de solidaridad común, se halló integrado en el devenir común de las tierras del valle del gran río Ebro. Así lo entendieron los romanos que, tras someter a sus habitantes, los unieron en la gran provincia Tarraconense (por hallarse en Tarragona la capital), demarcación natural geográfica y culturalmente. Abarcaba de un mar a otro, pero pronto se hubieron de desgajar de la misma los pueblos cántabros, extraños en etnia, lengua y costumbres, y poco después los vascones, hostiles a la civilización latina que sí acogieron favorablemente los iberos.
El imperio comprendió la unicidad geográfica de la península que sus propios habitantes no habían intuido, e instituyó la diócesis de Hispania, regida por un vicario del emperador. A la caída del Imperio occidental, y tras un siglo de caóticas invasiones germánicas y guerras civiles, quedó unificada la diócesis por los visigodos, los cuales poco después se convertirían, con su rey a la cabeza, al catolicismo, en el III concilio de Toledo de 589. Acabó así el reino de los germanos errantes y nació el reino godo de Hispania, prolongado durante 120 años más. Tienen razón los que afirman que el reino de España es anterior a Cataluña. Una España rudimentaria, si se quiere, pero real, unida por la fe, la monarquía y la ley, de la que los habitantes de la Tarraconense se sentían formar parte.
La invasión musulmana puso fin a ese reino, sustituyéndolo por Al Andalus. Los cristianos del norte quedaron reducidos y acorralados en los Pirineos hasta la entrada del gran Carlomagno, que a partir de 778 conquistó los valles entre el mediterráneo y la Vasconia, organizándolo en quince condados, gobernados por naturales hispanogodos emparentados con los nobles francos. Púsole a este territorio el nombre de Marca Hispánica, un zona militarizada defensiva frente al islam, a imitación de otras similares, como la marca soraba o la bretona.
A lo largo del siglo X la debilidad del reino franco provocó la ruptura de los lazos de unión entre esos condados fronterizos y la dinastía carolingia. El rey vascón Sancho el Mayor de Navarra incorporó los tres condados más occidentales que, al legar a su hijo Ramiro, instituyó como reino con el nombre de uno de ellos, el de Aragón, en 1035. Los más orientales, donde la influencia franca era algo mayor, vivieron durante unos decenios un proceso de concentración vasallática y matrimonial que acabó dando preeminencia al conde de Barcelona sobre los demás. A la unión feudal de estos condados militares, plenos de castillos, se le comenzó a conocer durante el siglo XI como “Castellonia”, es decir, en occitano, Catalonha, de donde vino Catalonia y luego la forma Catalunya/Cataluña.
No se puede afirmar que Cataluña haya tenido jamás una historia totalmente independientemás que de forma efímera. Apenas estaba concluido el proceso de aglomeración de los condados catalanes (y ciertamente faltaba aún el de Urgel), cuando Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, casó en 1150 con Petronila, heredera del reino de Aragón. Nacía así la Corona que unía Aragón con los condados catalanes en la persona de sus reyes. Es bien conocida la historia modestamente gloriosa de esta corona, que tuvo una importancia decisiva en la Reconquista cristiana, incorporando los reinos de Mallorca y Valencia, y se expandió con notable éxito en el mediterráneo occidental. La unión matrimonial fue también el mecanismo por el que esa Corona de Aragón se unió a la de Castilla con motivo del matrimonio de sus titulares, Isabel y Fernando, llamados los Reyes Católicos. Conservando sus propias leyes, los catalanes se fueron integrando de forma natural y armónica en proyectos de ámbito hispano cada vez más ambiciosos. Que los catalanes contemporáneos entendían su lugar natural en la idea de España lo testimonia el rey Jaime I de Aragón, que en el capítulo 247 de su Llibre dels Feyts (escrito alrededor de 1265) afirma que “Cataluña es el reino más honrado y noble que existe en España”.
Esta estructura se mantuvo durante el largo y espléndido reinado de la dinastía de los Austrias españoles, herederos de los Trastámaras, durante el cual el proyecto hispano, católico y monárquico, plantó su bandera evangelizadora en todo el orbe, y muy particularmente en las Indias Occidentales recién descubiertas. Salvo algunos accesos regalistas de los validos del monarca (Como el contrafuero de la “Unión de Armas” promovido por el conde duque de Olivares y la sublevación de la Generalidad en 1640 que concluyó en la traidora sumisión al rey de Francia), los pactos entre el monarca y las leyes catalanas se conservaron en buena armonía. Con la muerte sin herederos del último Austria hispano en 1700, se abrió la carrera a la sucesión entre los partidarios de los Habsburgo austríacos, a priori mantenedores del mismo estado de cosas, y los del francés Felipe de Borbón, enormemente influenciado por la teoría política del absolutismo que su abuelo Luis XIV había implantado en las leyes de Francia. Las cortes catalanas, al igual que las de los otros reinos de la Corona de Aragón, tras haber jurado fidelidad inicialmente a Felipe (heredero por testamento de Carlos II), temieron que introdujera en sus leyes las novedades absolutistas y centralistas que el fuero castellano ya había sufrido, y modificaron su juramento (cometiendo de iure traición) al archiduque Carlos de Habsburgo. Este hecho desencadenó la conocida como “Guerra de Sucesión al trono español”, tenida por la primera guerra paneuropea.
El capítulo final de esta larga y sangrienta contienda tuvo lugar precisamente en Cataluña, con la caída de la ciudad el 11 de septiembre de 1714 ante las fuerzas borbónicas franco-hispanas. Rafael Casanova, último defensor de la junta de gobierno de Barcelona, explica en el bando de aquella mañana que la llamada a las armas a los ciudadanos está impulsada por la necesidad de “derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”. La victoria de Felipe V supuso la supresión del derecho público catalán y su sustitución por el fuero castellano, efectivamente infiltrado del racionalismo absolutista que había impulsado el Rey Sol francés.
No obstante, Cataluña recibió la contrapartida de participar del negocio y los beneficios que las Españas americanas proporcionaban a la península, hasta entonces exclusivas de los castellanos. De hecho, el siglo XVIII es el del crecimiento económico y demográfico más acentuado del principado, así como su lenta asimilación cultural con el resto de España, principalmente por el uso cada vez más común del castellano. Tal estado de cosas se mantuvo hasta la invasión napoleónica. No existe testimonio alguno que no certifique que los catalanes lucharon aquella guerra defendiendo con el mismo amor a Cataluña y a España.
Raíces del nacionalismo
El concepto clásico de nación tiene origen romano: entendía a los grupos humanos que reconocían unos antepasados comunes. Se trataba pues de un concepto étnico, y no territorial. Había la nación de los romanos, pero también la de los griegos o los persas; los germanos (y los celtas) tenían numerosas confederaciones de tribus sin solidaridad entre ellas, que se conocían como naciones. El término cae en desuso durante la Edad Media, y comienza a retomarse a partir del Renacimiento, si bien de forma esporádica, asimilándolo a los reinos europeos establecidos en aquel entonces. Es la Ilustración quien lleva a su plenitud el término, que adquiere categoría de concepto mayor con la revolución liberal que triunfa en Francia: desde ese momento la soberanía ya no recae en el rey, sino en “la nación”, representada en la Asamblea de hombres.
El nacionalismo es pues una ideología nacida del liberalismo, ya que asume ese mismo principio de la soberanía nacional. Y el nacionalismo catalán, como el vascón, no procede el frío nacionalismo cartesiano francés que unifica por decreto, dentro de la nación histórica, religión (o su ausencia), lengua, leyes y administración. Más bien procede del romanticismo cultural y político de corte alemán, enemigo del racionalismo, basado enteramente en el sentimiento de pertenencia, derivado de la rama más exaltada y revolucionaria del liberalismo progresista.
Comenzado como reivindicación cultural (lengua, indumentaria, festividades tradicionales), pocos decenios después pasó al campo de la ideología teórica y de ahí a la doctrina política.
El nacionalismo romántico busca la recreación o la construcción de naciones que no han existido, o lo han hecho de forma temporal, a partir de un diseño teórico (no como consecuencia lógica del devenir histórico) y en base a etnias o a idiomas, profundamente influido por la sensualidad de leyendas y mitos, exaltados hasta sobreponerlas a los hechos históricos. Así nació la unificación de la nación alemana tal y como la conocemos, y de un modo bastante similar la italiana.
La nación moderna, por tanto, no se basta con una etnicidad común; debe poseer territorio propio para “realizarse” (dentro de esa dialéctica romántica que atribuye a las comunidades políticas pasiones puramente humanas). El ejemplo más palpable lo vemos en la materialización del moderno estado de Israel por el sionismo (que no es sino nacionalismo hebreo).
Como sentimiento que es, y eso hemos de entenderlo como axioma, el nacionalismo precisa ser estimulado y alimentado continuamente, y no sólo mediante la exaltación de lo propio; necesita de forma estructural un enemigo que le justifique. El nacionalismo alemán y el francés lo encontraron entre sí (y ello fue causa de tres guerras europeas- y a la postre mundiales- entre 1870 y 1945); el italiano lo halló en Austria, como el eslavo en el imperio Otomano. Todos ellos en parte justificados por la historia. Para el catalán, el enemigo es España (en mucha menor medida, Francia), pero tiene un explicación histórica mucho más difícil. El resumen que antes presenté prueba que jamás existió un verdadero espíritu anti-hispánico en Cataluña antes del siglo XIX. Había que forzarlo. Así lo reconoce el propio Prat de la Riba (uno de los patriarcas del nacionalismo catalán) cuando escribía en La Nacionalitat catalana: “Era necesario acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma (sentirse a la vez españoles y catalanes); teníamos que saber que éramos catalanes y sólo catalanes. Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización, no la hizo el amor, sino el odio”. La apelación al odio al “otro” como arma es una constante del nacionalismo, y muestra como para este, el natural amor tanto a la patria chica como la grande se torna, por mor de una construcción doctrinal apriorística, en anomalía sentimental que hay que arrancar por todos los medios.
La nación y el Estado
El nacionalismo moderno considera que el camino más eficiente para alcanzar esa “realización” del sentimiento nacionalista lleva indefectiblemente a forjarse un estado propio. Así, oímos hablar en los últimos tiempos (con mayor fuerza, que no mayor novedad) al nacionalismo catalán de que ha llegado la hora de la independencia. Cabe la precisión de que no se trata propiamente de independencia, pues Cataluña no “depende” de ningún poder que le sea ajeno. Para bien o para mal, está en todo sujeta ante la ley a los mismos derechos y obligaciones que el resto de regiones españolas (dejando de lado acciones de gobierno perfectamente opinables y que no afectan al fundamento de su igualdad ante la ley). Más preciso sería hablar de segregación de Cataluñacon respecto del resto de las Españas.
Conviene que el resto de españoles tenga bien presente que el nacionalismo, como ideología, es dominante en Cataluña; que la mayoría de los catalanes no se siente español y rechaza el concepto de España. Acerca de la oportunidad de la segregación y formación de un estado propio, de sus tiempos o de su necesidad, habrá variación de opiniones, pero es creencia mayoritaria que (más pronto o más tarde) el final del proceso será ese.
El espejismo del estado propio como “remedio a todos los males” arrastra a los catalanes hacia un camino muy incierto (tanto más incierto cuanto más inamistosa sea la segregación).
Los gobiernos españoles han mostrado con constancia una miopía política monumental acerca de este hecho. Se han centrado en debatir la articulación de la región catalana dentro del estado español, se han enredado en discusiones sobre transferencias económicas. Han pactado, en fin, de un modo que revela su escasa altura política, para obtener mayorías parlamentarias de los diputados nacionalistas a cambio de ceder en todas sus pretensiones de adoctrinamiento social.
Ningún poder público hispano, ningún partido político gobernante, se ha concentrado en rebatir con firmeza las características inmorales del propio nacionalismo.
Calificación moral del nacionalismo
En cuanto que ideología, el nacionalismo presenta tres objeciones morales graves.
En primer lugar, deifica el concepto de nación (era común la representación plástica de la diosa Germania por los románticos alemanes). Dado que esta ideología se ha desarrollado en países cristianos conduce de forma más o menos directa a la apostasía social. Prat de la Riba afirmaba en la Memoria del Centre Catalá en 1888, “la religión catalanista tiene por Dios a la patria”. Y no era metáfora.
El dios-nación no tolera otros dioses. Como mucho, se empleará la religión como forma de reforzar el culto oficial, a través de iglesias nacionales, adecuadamente controladas por el poder civil, cuya doctrina justificará el culto a la nación por encima de Dios. No falta quién aduce que fe nacional era la del pueblo judío en tiempos de la Antigua Alianza, queriendo establecer una equivalencia. Mas Jesucristo vino a dar cumplimiento a las promesas, ya presentes en los profetas, que anunciaban la buena nueva a todos los pueblos. Ese argumento fue superado en la cruz que redimió a judíos y gentiles por igual. De hecho, el adjetivo que más comúnmente define a nuestra Iglesia es el de Universal (católica).
En segundo lugar, y como confesaba más arriba el propio Prat de la Riba, el nacionalismo, junto a un loable amor a la patria chica, propugna el odio a la “nación enemiga” como arma política para alcanzar la “Tierra prometida” del estado propio. El odio, el opuesto al amor, es el motor de todos los pecados. Su empleo como medio- justificado por el fin que se pretende- contraviene toda la enseñanza moral cristiana. Máxime cuando ese fin es en sí mismo acristiano.
Por último, para lograr el fin de que los catalanes dejen de sentirse españoles, más aún, odien el propio concepto de España, se ha de emplear la tergiversación y manipulación de hechos históricos (valga esa celebración del 11 de septiembre, fecha en la que los barceloneses defendían los derechos de un monarca hispano frente a otro, como epítome de la lucha del catalán contra el español), así como la continua interpretación de las relaciones entre el poder central y el catalán como una lucha “por la libertad de Cataluña contra la opresión de España”. Buen ejemplo es el uso de la lengua (vehículo creado para que las personas se entiendan) como instrumento de separación por medio de la llamada “inmersión lingüística”. Es decir, para mantener ese sentimiento de amor a Cataluña que debe pasar indefectiblemente por el rechazo a España, no se duda en emplear la mentira y la mala fe. Nuevamente, el fin no justifica los medios. Nuevamente, este proceder es inmoral.
Estas tres características, moralmente ilícitas, se hallan presentes desde el comienzo del nacionalismo político, pero se han acentuado y socializado hasta el extremo de hacerse mayoritarias durante los últimos 35 años de gobierno nacionalista en Cataluña. La influencia directa o por medio de subvenciones en el mundo de la información y la cultura ha creado precisamente este estado de opinión.
Por cierto que, en otros campos y a escala tal vez menos evidente, toda ideología política adolece de estas tres inmoralidades: surgen cuando el cuerpo social (o más bien aquellos que se arrogan su representación) pretende erigirse en soberano voluntarista y desligarse tanto del orden natural como del orden sobrenatural. Combate político bajo el cual, como bien decía Donoso Cortés,siempre subyace un debate teológico.
Conclusiones
Se ha comentado (también en este portal) si la unidad de España es un bien objetivo, teológicamente hablando. Desde un punto de vista estrictamente cristiano, una España de leyes y tradiciones cristianas, defensora de la Verdad católica ante sus enemigos, evangelizadora del orbe, es un bien en sí misma en tanto en cuanto cumple una misión sin duda al servicio de Dios. Por tanto, un atentado a su unidad es un mal intrínseco. No obstante, una España como la actual, que niega su condición de católica en legislación y costumbres, y aún la aborrece públicamente, no es útil a Jesucristo y su Reinado. Como bien dice la Escritura, cuando la sal pierde su sabor, ya no sirve y se arroja a la calle. Una España agnóstica no es un bien en sí mismo, y su unión o ruptura poco importa al plan de Dios.
Ello no es óbice para que, en efecto, los conflictos derivados de la segregación sean fuente de pecado, y por tanto, malvados de suyo. Pero no será mal trascendente, sino humano.
Desde un punto de vista espiritual, la segregación de Cataluña sería otra herida en el alma hispana. Pero no sería distinta de la segregación de las Españas Americanas, o de Cuba y Puerto Rico… o incluso de Portugal (aunque escandalice a alguno): todas ellas empobrecieron el gran proyecto de la Hispanidad. Y la herida cicatrizó con el tiempo, aunque mal. En vez de una gran nación en varios continentes, tenemos dos docenas de nacioncitas en disputa unas con otras, para regocijo de sus enemigos. Este sólo sería un remiendo más que se descose.
Desde un punto de vista material, nadie saldría beneficiado. España saldría perjudicada. Cataluña aun más. Ambas debilitadas, pero Cataluña enana. Del sueño de convertirse en la Suiza de los Pirineos una vez liberada del “lastre” del resto de las Españas, algunos iban a despertar bruscamente.
Que ningún catalán dude de ello.
¿Cómo resolver este grave problema que afecta al bien común de mi patria grande, España? No con un nacionalismo centralista jacobino a la francesa, como quisieron imponer varios gobiernos liberales en el siglo XIX, so capa de “modernidad” y “progreso”, y que tanto alimentó al nacionalismo catalán. Nacionalismo centralista que sigue teniendo seguidores hoy en día, bien influyentes por cierto, y que hacen el trabajo al nacionalismo catalán a las mil maravillas: nada les complace tanto como que existan aquellos españoles que justifiquen sus terrores atávicos y las consiguientes respuestas.
No con un nacionalismo “a la inversa”, respondiendo con visceralidad a la víscera; entonando un “pues que se vayan” que se ha puesto de moda entre aquellos ofendidos por las ofensas de los nacionalistas, pero que no han calado el fondo del problema. Una moda difundida en programas de opinión y en internet, y que de nuevo sirve a los intereses de aquellos que quieren romper otro pedazo de España. Unos colaboradores del retorno a los reinos de taifas.
El mal no es nuestro sentimiento patriótico herido por las ofensas de otro sentimiento hostil; el mal es la ruptura de una comunidad política de quince siglos.
No se vence al odio con el odio, ni a la mentira con mentira, ni a la apostasía con la apostasía. Urge en primer lugar prohibir los actos inmorales del nacionalismo. Prohibir la extensión del odio a España, prohibir la mentira y la manipulación histórica. Desde el primer momento ha habido blandura frente a la inmoralidad. Y no hay visos de corregirla.
Y sobre todo, extender el amor y la verdad. El amor entre españoles que, siendo diferentes entre sí, tienen muchísimas características en común y una historia gloriosa, que para sí querrían muchas naciones antiguas y modernas. Y la verdad de que siendo hermanos, juntos podemos más; que unidos sobreviviremos, y separados pereceremos; que el amor por la propia tierra no contradice el amor a la hispanidad; la verdad de que la articulación de la administración, la gestión de los recursos, la relación entre unas y otras Españas no puede ni debe basarse en la amenaza continua de traición a la patria grande, sino en el debate y la cooperación fraternas: enriquezcámonos mutuamente, en lugar de desgarrarnos indefinidamente.
A mi juicio, la historia de España demuestra palmariamente que la apostasía de una sociedad conduce a su disolución. Si en otros artículos he hablado de la degeneración moral, en este pongo el foco en la disolución territorial: desde que nuestra patria, sus gobiernos, sus leyes y (en los últimos años) sus habitantes comunes, han dado la espalda a Dios, su decadencia y empequeñecimiento ha sido progresivo y continuo. Como corona católica, fuimos primera entre todas las naciones durante tres siglos. Como parlamentarismo liberal nos hemos convertido en el hazmerreír de Europa en menos de dos. Abandonar nuestra fe ha significado, ni más ni menos, perder de vista la misión como pueblo que nos alimentaba. Sustituir eso por un simple aparato estatal no sirve de nada; una bandera que envuelve un vacío.
Hay una amenaza cierta de que Cataluña se separe del resto de España, como la hay de que lo haga Vasconia, o Galicia, y a medio plazo otras regiones. Un poder central débil, que rehuye el combate de valores o principios y se resigna al inmovilismo, esgrimiendo anecdóticamente de forma ridícula el recurso a la fuerza para garantizar la unidad de España, como si viviéramos aún en la caótica era de los espadones, es reclamo ideal para que la descomposición de nuestro país continúe su avance.
Al igual que con la re-evangelización de nuestra sociedad, hay también que re-evangelizar el proyecto de España: con testimonio y oración.