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miércoles, 2 de julio de 2014

Relatos de un Peregrino Ruso + La FILOCALIA de la oración + Las sentencias de los padres del desierto + Biblioteca de Espiritualidad (1412)

"Relatos de un Peregrino Ruso"
(5º relato)

 ………….Al cabo de una semana, en la que me había preparado para la confesión, me vino a la cabeza que debería hacerla cuanto más detallada mejor. Así que me puse a traer al recuerdo y a repasar por completo todos los pecados desde mi juventud en adelante. Y con el fin de no olvidar ninguno, puse por escrito, y con todo detalle, todo lo que pude recordar. Llené con ello una gran hoja de papel.

Me enteré de que en Kitaevaya Pustina, a unas siete verstas (kilómetros) de Kiev, había un sacerdote de vida ascética, que era muy sabio y comprensivo. Quienquiera que acudiese a él en confesión, encontraba un ambiente de tierna compasión, y se marchaba con enseñanza para su salvación y desahogo de espíritu. Me alegré mucho al enterarme de esto, y me fui hacia allí en seguida. Después que hube pedido su consejo, y hubimos hablado un rato, le di a leer mi hoja de papel. La leyó por entero, y luego dijo:

—Querido amigo, mucho de lo que has escrito es absolutamente fútil. Escucha:

Primero: no traigas a confesión pecados de los que ya te hayas arrepentido y te hayan sido perdonados; no vuelvas sobre ellos de nuevo, puesto que esto sería dudar de la fuerza del sacramento de la penitencia. Segundo: no hagas memoria de otra gente que haya tenido relación con tus pecados; júzgate sólo a ti. Tercero: los Santos Padres nos prohíben mencionar todas las circunstancias de los pecados, y nos ordenan confesarnos de ellos en general, a fin de evitar la tentación tanto para nosotros mismos como para el sacerdote.

Cuarto; has venido para arrepentirte, y no te arrepientes de que no sepas arrepentirte, esto es, de que tu arrepentimiento sea tibio y negligente.

Quinto: has repasado todos estos detalles, pero has pasado por alto lo más importante: No has revelado los pecados más graves de todos. No has confesado, ni anotado, que no amas a Dios, que odias a tu prójimo, que no crees en la Palabra de Dios, y que estás henchido de orgullo y de ambición.

Una inmensa cantidad de maldad, y toda nuestra perversión espiritual, residen en estos cuatro pecados. Ellos son las raíces de las que brotan los retoños de todos los pecados en que caemos.

Quedé muy sorprendido al oír esto, y dije:

—Perdón, Reverendo Padre, pero ¿cómo es posible no amar a Dios, nuestro Creador y nuestro Guarda? ¿Qué hay en que creer sino la Palabra de Dios, en la que todo es verdadero y santo? Yo quiero bien a todos mis semejantes, ¿y por qué iba a odiarlos?

No tengo nada de que enorgullecerme; además de tener innumerables pecados, no tengo nada digno de ser ensalzado, ¿y qué podría yo codiciar, con mi pobreza y con mi mala salud? Naturalmente, si yo fuese un hombre culto, o rico, entonces sin duda sería culpable de las cosas de que habláis.

—Es una lástima, querido, que comprendieras tan poco de lo que dije. Mira, vas a aprender más deprisa si te doy estas notas. Es lo que siempre uso para mi propia confesión. Léelas de cabo a rabo, y tendrás, de forma lo bastante clara, una muestra exacta de lo que te acabo de decir.

Me dio las notas, y me puse a leerlas. Helas aquí:

»Volviendo la mirada atentamente sobre mí mismo, y observando el curso de mi estado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis semejantes, que no tengo fe, y que estoy lleno de orgullo y de sensualidad. Todo esto lo descubro realmente en mí como resultado del examen minucioso de mis sentimientos y de mi conducta, de este modo:

»1. No amo a Dios. —Puesto que si amase a Dios, estaría continuamente pensando en Él con profundo gozo. Cada pensamiento de Dios me daría alegría y deleite. Por el contrario, pienso mucho más a menudo, y con mucho más anhelo, en las cosas terrenales, y el pensar en Dios me resulta fatigoso y árido. Si amase a Dios, hablar con Él en la oración sería entonces mi alimento y mi deleite, y me llevaría a una ininterrumpida comunión con Él. Pero, por el contrario, no sólo no encuentro deleite en la oración, sino que incluso representa un esfuerzo para mí. 

Lucho con desgana, me debilita la pereza, y estoy siempre dispuesto a ocuparme con afán en cualquier fruslería, con tal de que acorte la oración y me aparte de ella. El tiempo se me va sin advertirlo en ocupaciones vanas, pero cuando estoy ocupado con Dios, cuando me pongo en Su presencia, cada hora me parece un año. 

Quien ama a otra persona, piensa en ella todo el día sin cesar, se la representa en la imaginación, se preocupa por ella, y en cualquier circunstancia no se le va nunca del pensamiento. Pero yo, a lo largo del día apenas si reservo una hora para sumirme en meditación sobre Dios, para inflamar mi corazón con amor por Él, mientras que entrego con ansia veintitrés horas como fervorosas ofrendas a los ídolos de mis pasiones. Soy pronto a la charla sobre asuntos frívolos y cosas que desagradan al espíritu; eso me da placer. 

Pero cuando se trata de la consideración de Dios, todo es aridez, fastidio e indolencia. Aun cuando sea llevado sin querer por otros hacia una conversación espiritual, rápidamente intento cambiar el tema por otro que dé satisfacción a mis deseos. Tengo una curiosidad incansable por las novedades, sean acontecimientos ciudadanos o asuntos políticos. Busco con ahínco la satisfacción de mi amor por el conocimiento en la ciencia y en el arte, y en la manera de obtener cosas que quiero poseer. 

Pero el estudio de la Ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la religión, no me causan efecto, y no sacian ningún apetito de mi alma. Veo estas cosas no sólo como una ocupación no esencial para un cristiano, sino ocasionalmente como una especie de cuestión secundaria en que ocupar quizá el ocio, a ratos perdidos. Para resumir: Si el amor a Dios se reconoce por la observancia de sus mandamientos (Si me amáis, guardaréis mis mandamientos, dice Nuestro Señor Jesucristo), y yo no sólo no los guardo sino que incluso lo procuro poco, se concluye verdaderamente que no amo a Dios, Esto es lo que Basilio el Grande dice: “La prueba de que un hombre no ama a Dios y a Su Cristo está en el hecho de que no guarda Sus mandamientos.”

»2. No amo tampoco a mi prójimo. —Puesto que no sólo soy incapaz de decidirme a entregar mi vida por él (conforme a lo que dice el Evangelio), sino que ni siquiera sacrifico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mis semejantes. Si lo amase tanto como a mí mismo, como manda el Evangelio, sus infortunios me afligirían a mí también, e igualmente me deleitaría con su felicidad. Pero, por el contrario, presto oídos a extrañas e infortunadas historias sobre mi prójimo, y no siento pena; me quedo imperturbable o, lo que es peor, encuentro en ello un cierto placer. No sólo no cubro con amor la mala conducta de mi hermano, sino que la proclamo abiertamente con censura. Su bienestar, su honor y su felicidad no me causan placer como si fueran míos y, al igual que si se tratase de algo absolutamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún sentimiento de dicha. Lo que es más, ellos despiertan en mí, de forma sutil, sentimientos de envidia o de menosprecio.

»3. No tengo fe. —Ni en la inmortalidad ni en el Evangelio. Si estuviera firmemente persuadido y creyese sin ninguna duda que más allá de la tumba se encuentra la vida eterna y la recompensa por las acciones de esta vida, pensaría en ello continuamente. La idea misma de la inmortalidad me aterraría, y haría que me condujese en esta vida como un extranjero que se dispone a penetrar en su tierra natal. Por el contrario, ni siquiera pienso en la eternidad, y veo el fin de esta vida terrena como el límite de mi existencia. Y esta secreta idea anida en mi interior: “¿Quién sabe lo que ocurre a la muerte?” Si digo que creo en la inmortalidad, hablo entonces sólo por mi entendimiento, pues mi corazón está muy lejos de una firme convicción de ello. Esto lo atestiguan abiertamente mi conducta y mi continua solicitud en dar satisfacción a la vida de los sentidos. 

Si mi corazón acogiese con fe el Santo Evangelio como la Palabra de Dios, yo estaría ocupado continuamente con él, lo estudiaría, hallaría deleite en él y pondría con toda devoción mi atención en él. En él se ocultan la sabiduría, la clemencia y el amor; él me llevaría a la felicidad, y yo encontraría gran gozo en estudiar la Ley de Dios día y noche. En él encontraría yo alimento, como mi pan cotidiano, y mi corazón sería movido a guardar sus leyes. Nada en el mundo sería lo bastante fuerte como para apartarme de él. 

Por el contrario, si de vez en cuando leo o escucho la Palabra de Dios, es tan sólo por necesidad o por un interés general por el saber, y al no prestarle una atención estrecha, la encuentro sosa y sin ningún interés. Por lo general, llego al término de la lectura sin sacar ningún provecho, y más que dispuesto a cambiar a una lectura mundana, en la que obtengo mayor placer y encuentro temas nuevos e interesantes.

»4. Estoy lleno de orgullo y de sensual amor por mí mismo. —Todas mis acciones lo confirman. Viendo algo bueno en mí mismo, quiero mostrarlo o enorgullecerme de ello ante otra gente, o admirarme yo mismo interiormente por ello. Si bien revelo una humildad exterior, con todo la atribuyo por entero a mis propias fuerzas y me considero superior a los demás, o por lo menos no peor que ellos. Si yo observo en mí una falta, trato de excusarla, y la disimulo diciendo: “Estoy hecho así,” o “no es mía la culpa”. 

Me enfurezco con los que no me tratan con respeto y los considero incapaces de apreciar la valía de las personas. Voy jactándome de mis dotes, y tomo como un insulto personal mis tropiezos en cualquier empresa. Murmuro, y encuentro placer en el infortunio de mis enemigos. Si me empeño por algo bueno es sólo con el propósito de ganar admiración, o autocomplacencia espiritual, o consuelo mundano. En una palabra: Hago de mí continuamente un ídolo y le presto servicio ininterrumpidamente, buscando en todo el placer de los sentidos y el sustento para mis pasiones sensuales y mis apetitos.

»Examinando todo esto, me veo arrogante, espurio, incrédulo, sin amor a Dios y con odio hacia mis semejantes. ¿Qué condición podría ser más culpable? La de los espíritus de las tinieblas es mejor que la mía. Ellos, aunque no aman a Dios, odian a los hombres y viven de orgullo, por lo menos creen y tiemblan. Pero en cuanto a mí, ¿puede haber una condena más terrible que la que me espera? ¿Y qué sentencia de castigo será más severa que la que recaerá sobre la vida de indiferencia y de desatino que reconozco en mí?»

Leyendo por entero este modelo de confesión que el sacerdote me había dado, quedé horrorizado y pensé para mí: «¡Dios mío! Qué pecados tan espantosos se esconden dentro de mí, y yo sin haber reparado nunca en ellos! » El deseo de verme limpio de ellos me hizo rogar a este gran padre espiritual que me enseñase cómo conocer las causas de todos estos males y cómo curarlos. Y él se puso a instruirme.

—Mira, querido hermano. La causa de no amar a Dios es falta de fe; la falta de fe viene motivada por la carencia de convicción; y la causa de ésta es el descuido en la búsqueda del saber santo y verdadero, la indiferencia hacia la luz del espíritu. En una palabra: Si no tienes fe, no puedes amar; si no tienes convicción, no puedes tener fe; y para alcanzar la convicción debes obtener un conocimiento pleno y exacto de la cuestión que tienes delante. Por la meditación, por el estudio de la Palabra de Dios y por la observación de tu experiencia, debes despertar en tu alma un ansia y un anhelo (o, como algunos lo llaman, una «admiración») que te proporcione un deseo insaciable de conocer las cosas más de cerca y más plenamente, y de penetrar más en su naturaleza.

Un autor espiritual habla de ello de este modo: «El amor, dice, crece por lo general con el conocimiento, y cuanto mayor es la hondura y la extensión del conocimiento tanto más amor habrá, más fácilmente se ablandará el corazón y se abrirá al amor de Dios, a medida que contemple con diligencia toda la plenitud y belleza de la naturaleza divina y su ilimitado amor por los hombres.»

Ahora ves, pues, que la causa de aquellos pecados que tú leíste es la pereza en pensar sobre cosas espirituales, pereza que ahoga el sentimiento mismo de la necesidad de tal reflexión. Si quieres saber cómo superar este mal, combate por la iluminación de tu espíritu con todos los medios en tu poder, y lógralo por el estudio aplicado de la Palabra de Dios y la de los Santos Padres, con la ayuda de la meditación y del consejo espiritual, y por la conversación de aquellos que son sabios en Cristo. ¡Ah, querido hermano, con cuánto infortunio nos tropezamos sólo por culpa de nuestra desidia en buscar luz para nuestras almas en la Palabra de verdad! No estudiamos la Ley de Dios día y noche, y no pedimos por ella con diligencia y sin cesar. Y a causa de esto, nuestro hombre interior, indigente, pasa hambre y frío, de tal modo que no tiene fuerzas para dar un paso resuelto hacia adelante en el camino de la virtud y de la salvación. Así que, querido, tomemos la resolución de hacer uso de estos métodos, y de llenar nuestras mentes lo más a menudo posible con pensamientos de cosas celestiales, y el amor, derramado desde lo alto en nuestros corazones, se inflamará dentro de nosotros.

Haremos esto juntos, y rezaremos tan a menudo como podamos, pues la oración es la medio capital y más poderosa para nuestra regeneración y nuestra felicidad. Rezaremos en los términos que la Santa Iglesia nos enseña: «Oh Dios, hazme capaz de amarte ahora como he amado el pecado en el pasado».

Escuché todo esto con atención. Profundamente conmovido, pedí a este Padre santo que escuchase mi confesión y me administrase la comunión. Y a la mañana siguiente, después del don de mi comunión, me disponía a volver a Kiev con este bendito viático.

Pero el buen Padre, que se iba a la laura por un par de días, me retuvo en su celda de ermitaño por este período de tiempo, a fin de que en el silencio de la misma, pudiese yo entregarme a la oración sin estorbos. Y, en efecto, pasé esos dos días como si estuviera en el cielo. Por las plegarias de mi starets, yo, indigno de mí, gozaba en perfecta paz. La oración se derramaba por mi corazón tan fácil y tan felizmente, que durante aquel tiempo creo que me olvidé de todo, incluso de mí; en mi pensamiento no estaba más que Jesucristo, y sólo Él.

Al fin, el sacerdote volvió, y yo le pedí su guía y su consejo sobre adónde ir ahora en mi ruta de peregrino. Me dio su bendición, diciendo: «Ve a Pochaev, inclínate allí ante la milagrosa Huella (6) de la purísima Madre de Dios, y Ella guiará tus pasos por el camino de la paz.»



(libro completo)

Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará 
(Jl., III, 32 y Act., II, 21)

INDICE
PREFACIO............................................................página 1
PRIMERA PARTE
INTRODUCCIÓN, por Jean GAUVAIN.......................... 2
Primer relato.................................................................... 6
Segundo relato................................................................ 13
Tercer relato................................................................... 30
Cuarto relato................................................................... 33
SEGUNDA PARTE
PRÓLOGO, por Charles KRAFFT................................. 49
Quinto relato................................................................... 51
Sexto relato..................................................................... 70
Séptimo relato................................................................. 84 

PREFACIO

«Cuando un peregrino venga a visitaros, posternaos ante él. No ante el hombre, sino ante Dios.» Si esto es así, y lo es de autoridad de quien lo pronunció (1), lo es, yo diría, de modo eminente por lo que se refiere al protagonista, a la vez que relator, de la obra que nos ocupa.

Por la puerta que abramos para acoger a este peregrino solitario, va a penetrar de algún modo la presencia de Dios; viva presencia que va a iluminar nuestra alma en la medida de nuestras necesidades y de nuestros anhelos.

Exhortación magnífica y poderosa a la vida espiritual, a la vez que guía, estímulo y consuelo en ella, este «pequeño clásico» de la espiritualidad, pequeño por su sencillez y humildad y «clásico» por su extraordinaria difusión y acogida, es obra, sin duda, de un experto guía de almas, capaz de ordenar en una secuencia gradual, no según una ordenación lógica o, para el caso, teológica, sino específicamente espiritual una serie de relatos que, a primera vista, pueden parecer desprovistos de una hilación e intención determinadas.

El camino que recorremos con el peregrino es tanto un itinerario espiritual en su anécdota concreta, configurada por la sucesión de sucesos exteriores, como también, y fundamentalmente, por la enseñanza específica contenida en cada uno de ellos, que nos adentra progresivamente en la vía espiritual, tal como es concebida por la tradición hesicasta en particular.

Se nos describen todas las etapas de la vía, desde la inicial inquietud del alma que despierta a la llamada de lo alto, hasta la llegada a la hesychia, el «santo silencio», pasando por las fases de purificación e iluminación previas de aquélla.

Este «testamento» del hesicasmo, como yo gustaría de calificar esta obra, constituye un testimonio inapreciable de éste, «la rama más directa y más intacta de la iniciación crística… que de los Padres del desierto hasta el peregrino ruso representa indiscutiblemente el patrimonio más inalterado de la espiritualidad cristiana primitiva, es decir, propiamente crística, y su expresión más pura y profunda» (2), a la que no será seguramente aventurado suponer extinguida ya prácticamente, por lo menos por lo que se refiere a su manifestación visible.

Los dos pilares de la vía, la doctrina y el método, son reiteradamente expuestos y comentados desde diversos ángulos. La primera, recogida en la Filocalia, «tesoro de la sabiduría espiritual», como la califica su editor, Nicodemo Hagiorita; y el segundo, sintetizado en la «oración de Jesús», invocación del Nombre divino, acto que constituye el «recuerdo» de Dios por excelencia, satisfaciendo así al mandamiento que los engloba a todos, según afirma, entre otros, Gregorio el Sinaíta, figura central en el desarrollo histórico del hesicasmo: «Por encima de los mandamientos hay el mandamiento que los contiene a todos: el recuerdo de Dios: Acuérdate del Señor tu Dios en todo momento (Dt. VIII, 18). 

Es en razón de éste por lo que los demás han sido violados, es por él por lo que se guardan. El olvido, en el origen, destruyó el recuerdo de Dios, oscureció los mandamientos y descubrió la desnudez al hombre».

La obra no ha de defraudar, pues, al buscador dispuesto a llegar hasta el fondo, hasta la raíz de nuestra situación actual de olvido de Dios y a repararla en la medida de sus posibilidades y de los designios de la Providencia, habida cuenta del carácter total de una vía que, como la hesicasta, tiene por meta la unión del alma con Dios, en total identificación esencial. Pero la obra puede ser abordada desde una perspectiva menos radical, pues ofrece igualmente, y yo diría necesariamente, elementos que pueden quedar circunscritos a la sola esfera moral, ofreciendo un mosaico de virtudes ejemplares que pueden mover al alma piadosa a imitarlas y dar a la tibia estímulo suficiente al fervor.

Y asimismo, en otro orden paralelo de cosas, la obra constituye, a nivel histórico, una pincelada que nos traza el perfil espiritual de la Santa Rusia en los años inmediatamente anteriores al zarpazo implacable de la Bestia, que la iba a convertir en la Siniestra Rusia.

No vamos a extender estas consideraciones generales sobre la obra. Es de por sí lo bastante explícita como para no necesitar apenas presentación. De cualquier modo, por lo que se refiere al aparato erudito, la introducción y las notas de la primera parte proveen suficiente material, y por lo que hace referencia a su valoración espiritual, el prólogo a la segunda hablará mejor que estas líneas.

Para esta edición, completa por incluir en su segunda parte tres relatos, inéditos en castellano, que aparecieron posteriormente pero que son indisociables de los primeros, se ha partido, para su primera parte, de la traducción francesa de Jean Gauvain (seudónimo de Jean Laloy), la más difundida de las versiones occidentales, de la que se han respetado la introducción y las notas salvo pequeñas alteraciones que se han estimado oportunas; y, para la segunda, de la traducción inglesa de R. M. French, que ofrece, por lo general, mayores visos de rigor y exactitud que la francesa de la Abadía de Bellefontaine, a la que, no obstante, se ha tenido igualmente presente. Para esta segunda parte, hemos contado asimismo con la colaboración de M. Charles Krafft, gran conocedor de la materia, quien ha tenido la gentileza de escribir un prólogo especialmente para esta edición española.

PRIMERA PARTE
INTRODUCCION
A Pierre Pascal

Habiéndome llamado la atención una breve nota de Nicolás Berdiaev, descubrí este librito en la Biblioteca de Lenguas Orientales de París. A pesar de las preocupaciones de un período de exámenes, no lo dejé de mis manos durante toda una tarde, porque mejor que muchas novelas, estudios y ensayos, revela el misterio del pueblo ruso en lo que posee de más secreto: sus creencias y su fe.

Nadie se extrañará de la oscuridad en que quedaron los Relatos de un peregrino, si se tiene en cuenta las condiciones de su publicación. Vieron la luz por primera vez en Kazán hacia el año 1865, en forma muy primitiva, con muchas faltas. Hasta el año 1884 no se hizo una edición correcta y accesible de esta obra. Ni era posible que en pleno movimiento socialista y naturalista tuviera mucha resonancia. Sólo después del 1920 se echa en falta una nueva edición, con ocasión de que muchos corazones emigrados conocerán la nostalgia de la patria. El libro fue impreso de nuevo en 1930 bajo la dirección del profesor Vyscheslavtsev (1). La presente traducción está hecha según este texto.

Los Relatos fueron publicados sin nombre de autor. Según el prefacio de la edición de 1884, el Padre Paisius, abad del monasterio de San Miguel Arcángel de los cheremisos en Kazán, habría copiado su texto de un monje ruso de Athos, cuyo nombre ignoramos. 

Numerosos indicios nos inclinan a creer que las narraciones fueron redactadas por un religioso después de sus conversaciones con el peregrino. Esta hipótesis no quita en modo alguno al libro su carácter de autenticidad. El peregrino, simple campesino de treinta y tres años, sólo conoce el estilo oral. 

La redacción de sus aventuras le habría costado grandes esfuerzos, y parecería que numerosas expresiones convencionales habrían reemplazado el lenguaje arcaico y sencillo que constituye el encanto de sus narraciones. En cambio, un confidente inteligente habría podido captar exactamente el tono del peregrino y transmitir sus palabras al lector. 

Muchos son los místicos que no nos han comunicado sus experiencias sino con la ayuda de un cronista que con gran arte sabe ocultarse tras los misterios que revela. Acaso sea este personaje el ermitaño de Athos, o quizá el Padre Ambrosio, el gran solitario de Optino —maestro de Iván Kireevski, amigo de Dostoievski, de Tolstoi y de Leontiev—, entre cuyos manuscritos fueron encontrados otros tres relatos (2), de tono más didáctico, y publicados en 1911.

Los relatos pertenecerían así al movimiento literario ruso del siglo XIX, en lo que tiene de más sereno y de más puro. En el tumulto de los escritos poéticos, romancescos y revolucionarios, en los que con tanta violencia se entrechocan las tendencias extremas del carácter ruso, se echaba de menos esta nota inocente y cristalina que sin duda constituye su tónica secreta.

El peregrino hace que el lector penetre en el corazón mismo de la vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición de la servidumbre, o sea entre los años 1856 y 1861. Desfilan por la obra todos los personajes de la novela rusa: el príncipe que intenta expiar su vida disipada, el conductor de postas borracho y pendenciero, y el escribano de provincias, incrédulo y liberal. Los condenados a trabajos forzados pasan en caravanas hacia Siberia, los correos imperiales agotan a sus caballos en las llanuras infinitas, los desertores rondan en las selvas apartadas; nobles, campesinos, funcionarios, miembros de diferentes sectas, maestros y curas de pueblo, toda esta antigua Rusia resucita con sus defectos, el menor de los cuales no es la embriaguez, y con sus virtudes, entre las que brilla con mayor esplendor la caridad, el amor espiritual del prójimo, iluminado por el amor de Dios. Todo esto encuadrado en la tierra rusa, llanura inmensa hasta perderse de vista, selvas desiertas, ventas a la vera de los caminos, iglesias de colores claros y campanas refulgentes y sonoras. Y no obstante, jamás se detiene el campesino a describir el rostro de estas apariencias sensibles.

Cristiano ortodoxo como es, su preocupación se fija en lo absoluto. Para conducir sus pasos en este empeño, no tiene el peregrino sino dos libros, la Biblia y una colección de textos patrísticos, la Filocalía (3). Basta este nombre para definir la escuela a la cual pertenece. Ruso del siglo XIX, el peregrino es un hesicasta (calma, silencio, contemplación).

El hesicasmo se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Su origen se encuentra en el monte Sinaí y en los desiertos de Egipto. En la Iglesia oriental aparece como la corriente mística por oposición a la tradición puramente ascética que arranca de San Basilio y que domina durante mucho tiempo como consecuencia de la condenación del origenismo en los siglos V y VI. Inspirándose en Orígenes y en Gregorio de Nisa (4), la mística oriental pone como fin del alma la definición. La naturaleza humana es buena, pero está deformada por el pecado. Hacerla retornar a su primera virtud, restablecer en el hombre, hecho a imagen de Dios, la semejanza divina, obra de la gracia, he aquí el camino de la salvación. Bajo la acción de la gracia, el espíritu, liberado de las pasiones por la ascesis, se eleva a la contemplación de las razones de las cosas creadas, y llega a veces hasta la «noche luminosa», la oscura contemplación de la Santísima Trinidad. 

Tal es el fin al que se consagran los solitarios y los grandes místicos de los diez primeros siglos cristianos. Para fijar el espíritu en las realidades invisibles, algunos de ellos adoptarán procedimientos técnicos, tales como la repetición frecuente de una breve plegaria, el Kyrie eleison. Ningún católico se extrañará de esto que no deja de tener semejanza con el rezo del rosario. Por estar unida al dogma de la resurrección futura, la idea de una participación del cuerpo en la vida espiritual es en sí profundamente ortodoxa. Así es como poco a poco se va desarrollando lo que, un día, en medio de encarnizadas controversias, será llamado hesicasmo.

A partir del siglo XI, esta doctrina tiende a corromperse. Bajo la indirecta influencia de San Simeón el Nuevo Teólogo, se atribuye a las visiones y revelaciones sensibles exagerado valor. Nadie podrá ser considerado cristiano si no ha conocido y experimentado concretamente la gracia. Inquietante teología a la cual se oponen las palabras de Santa Juana de Arco a los doctores que le preguntaban si estaba en estado de gracia: Si no lo estoy, que Dios me ponga en él, y si lo estoy, que en él me guarde Dios.

Más allá no puede ir el cristiano sin correr riesgos. La acción de Dios en el alma es esencialmente misteriosa, «transpsicológica», empleando la expresión de Stolz (5). El andar tras las iluminaciones conduce, en efecto, al menosprecio de las prácticas ascéticas y a buscar medios considerados como más eficaces para llegar a las visiones.

Que es el peligro del «camino breve» y del quietismo en el que el alma corre el riesgo de quedar fulminada. Por parecida evolución se concede demasiada atención a los procedimientos corporales, a la posición del cuerpo y al papel del corazón en la oración.

El hesicasta del siglo XIV que espera salvarse «sin trabajo y sin dolor», olvida que, en la vida espiritual, todo es gracia, y que nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es por gracia del Espíritu Santo (I Cor12, 3).

Esta doctrina es la que, a pesar de las controversias del siglo XIV, fue transmitida a Rusia por el starets Nilo Sorski (1433-1508), una de las figuras más puras del monaquismo ruso, y el que quería que se prohibiera a los conventos poseer bienes materiales. Caída en el olvido, fue restaurada a fines del siglo XVIII por otro starets, Paisius Velichkovski. Los textos hesicastas que reúne y publica en 1794 habrán de guiar a los solitarios y místicos rusos del siglo X

Vinculado a la monótona cadena de las generaciones, el peregrino encuentra la doctrina hesicasta deformada por largos siglos de historia. Pero su espiritualidad es pura. Si por momentos parece creer que sólo la práctica de la oración puede llevarlo a conocer «cuán bueno es el Señor», su amor de Dios es demasiado grande para no ser de origen sobrenatural. El ascetismo casi espontáneo de su vida es también una guarda para él. Viviendo siempre errante de una parte a otra, no teniendo siquiera una piedra donde reposar su cabeza, la oración perpetua es ante todo para él el medio de fijar la atención sobre el misterio de la fe, y de hacer volver al alma hacia esa misma fe. Su espíritu permanece siempre en actividad, y su fe se ilumina por una ardiente y sincera solicitud.

La fe del peregrino no es una respetuosa emoción en presencia de poéticos misterios, sino que se nutre de enseñanzas teológicas. A quienes se dirigen a él, les ofrece consejos técnicos y explicaciones doctrinales; no generosas e imprecisas exhortaciones. Como conoce al hombre a la luz de Dios, sabe también su lugar y sus deberes en el universo.

La moral del peregrino no es un conjunto de reglas aprendidas, como tampoco es una higiene interior. Todas sus acciones van guiadas por el deseo de la perfección espiritual. El ascetismo es la condición de la contemplación, y no tiene sentido en sí mismo. La vida espiritual queda de este modo reducida a la unidad. De la fe proceden las obras, pero sin obras la fe no existe. Procedente del mundo de la caída, de la ignorancia y de la debilidad, el peregrino se dirige hacia la nueva Jerusalén, en la que entrará entero, en cuerpo y alma, cuando llegue la consumación de los tiempos.

Reuniendo todas las fuerzas de su espíritu para contemplar al Ser Absoluto, recibe a veces de Cristo, el nuevo Adán, alguno de los privilegios del primer Adán. Consigue llegar a ignorar al frío, el hambre y el dolor; la misma naturaleza le aparece transfigurada: «Arboles, hierbas, tierra, aire, luz; todas estas cosas me dicen que existen para el hombre, y que para el hombre dan testimonio de Dios. Todas oraban, todas cantaban la gloria de Dios.»

Este optimismo liberador no es privativo del Oriente cristiano, sino que es la profunda tendencia del cristianismo. Que la creación sea buena y que después de la caída deba ser conducida en su totalidad por el camino de la salvación, es cosa que la enseña San Agustín y después de él los grandes doctores medievales, lo mismo que San Gregorio de Nisa. 

Si la Edad Media occidental se inclina sobre todo al misterio del pecado y de la Cruz, es porque las maravillosas implicaciones de la Encarnación han sido ya reveladas a la conciencia cristiana por los Padres. Sólo las crisis y el desquiciamiento del mundo moderno han hecho que se oscurezca este sentido «cósmico» de la teología patrística, sin el cual el pensamiento de los grandes doctores occidentales no puede ser verdaderamente comprendido.

Ante estas inmensas perspectivas, puede el peregrino conducir a los que le escuchan con sinceridad. ¿Es esto privarle de su carácter ruso? Al contrario, pues es el tipo perfecto de la piedad rusa. Esta no ha llegado a formar una escuela de pensamiento, una doctrina propia. Pero de la misma manera que un icono de Novgorod con sus colores frescos y vigorosos ha renovado los modelos recibidos de Bizancio, así también esa piedad ha dado a las doctrinas del Oriente cristiano un tono nuevo y original.

El innato sentido del misterio en el hombre —la compasión y la piedad ante el dolor y el pecado—, la simplicidad de corazón, que espontáneamente purifica las exaltadas doctrinas de la Edad Media bizantina —la imitación directa y casi la mímica de la vida de Cristo y de las verdades evangélicas—, tales son los fundamentos de la piedad rusa.

De modo que en Rusia existe un inmenso potencial religioso, una pujante fuerza popular que no ha llegado a expresarse en una doctrina propia. Hasta el siglo XIX, la teología rusa no existe; todo es traducido, calcado del griego o secundariamente del latín.

Exceptuando quizá la Edad Media rusa, la fusión, la síntesis entre el pensamiento religioso y la corriente de la piedad popular no ha sido una realidad sino en algunos casos individuales, de los que el peregrino es un ejemplo. En la vida de la Iglesia, esta ausencia de unidad da a la idea religiosa rusa su trágico carácter, fuente de crisis espantosas. Abandonada a sí misma, la Iglesia rusa conoció muy pronto la injerencia del Estado. Privada de apoyo sucumbió, el cisma vino a desgarrarla y ha ido quedando agotada y esquilmada poco a poco. 

En los bosques donde Nilo Sorski realizaba su meditación solitaria, es dado ver en el siglo XVII las trágicas hogueras de los «viejos creyentes». El vigor espiritual se refugia en los eremitorios, en los monasterios; de cuando en cuando irradia sobre el pueblo, pero la unidad orgánica está rota. Los grandiosos esfuerzos de los laicos por crear en el siglo XVIII una doctrina religiosa rusa se apoyan únicamente en una difusa realidad, carecen de sostén y quedan aislados.

Indudablemente, el alma rusa sigue siendo ante todo religiosa. Pero a la fe sucede la religiosidad; y basadas en ésta, nacen las terribles excrecencias del oscuro fanatismo, del nihilismo total y del ateísmo militante, que es el poder de las tinieblas.

Enamorado de lo absoluto, por una misteriosa vocación, el pueblo ruso, como todos los pueblos de Europa, ha hecho traición a su misión histórica, que es la de una civilización progresivamente impregnada de la Verdad, en un activo equilibrio entre los abismos del pecado y la infinitud de la divina luz. La visión de una Rusia reconciliadora del Oriente con el Occidente, que Soloviev entrevió un instante, parece desvanecerse definitivamente. Pero de un mal radical puede nacer un bien infinito. En el temor y el temblor es donde se prepara la resurrección.

«Llora, llora, pueblo miserable, canta el Inocente de Mussorgsky, ese hermano del peregrino; gime, gime, pueblo hambriento, que Dios tendrá piedad de ti».