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sábado, 8 de agosto de 2015

8 agosto: Santo Domingo de Guzmán, fundador Orden de Predicadores (Dominicos). Cruzada contra los Cátaros-Albigenses (1920)

Fundador Orden de Predicadores (Dominicos)
Dominicos.org: Nació en Caleruega (Burgos) en 1170, en el seno de una familia profundamente creyente y muy encumbrada. Sus padres, don Félix de Guzmán y doña Juana de Aza, parientes de reyes castellanos y de León, Aragón, Navarra y Portugal, descendían de los condes-fundadores de Castilla. Tuvo dos hermanos, Antonio y Manés.
De los siete a los catorce años (1177-1184), bajo la preceptoría de su tío el Arcipreste don Gonzalo de Aza, recibió esmerada formación moral y cultural. En este tiempo, transcurrido en su mayor parte en Gumiel de Izán (Burgos), despertó su vocación hacia el estado eclesiástico.
De los catorce a los veintiocho (1184-1198), vivió en Palencia: seis cursos estudiando Artes (Humanidades superiores y Filosofía); cuatro, Teología; y otros cuatro como profesor del Estudio General de Palencia.
Al terminar la carrera de Artes en 1190, recibida la tonsura, se hizo Canónigo Regular en la Catedral de Osma. Fue en el año 1191, ya en Palencia, cuando en un rasgo de caridad heroica vende sus libros, para aliviar a los pobres del hambre que asolaba España.
Al concluir la Teología en 1194, se ordenó sacerdote y es nombrado Regente de la Cátedra de Sagrada Escritura en el Estudio de Palencia.
Al finalizar sus cuatro cursos de docencia y Magisterio universitario, con veintiocho años de edad, se recogió en su Cabildo, en el que enseguida, por sus relevantes cualidades intelectuales y morales, el Obispo le encomienda la presidencia de la comunidad de canónigos y del gobierno de la diócesis en calidad de Vicario General de la misma.
En 1205, por encargo del Rey Alfonso VIII de Castilla, acompaña al Obispo de Osma, Diego, como embajador extraordinario para concertar en la corte danesa las bodas del príncipe Fernando. Con este motivo, tuvo que hacer nuevos viajes, siempre acompañando al obispo Diego a Dinamarca y a Roma, decidiéndose durante ellos su destino y clarificándose definitivamente su ya antigua vocación misionera. En sus idas y venidas a través de Francia, conoció los estragos que en las almas producía la herejía albigense. De acuerdo con el Papa Inocencio III, en 1206, al terminar las embajadas, se estableció en el Langüedoc como predicador de la verdad entre los cátaros. Rehúsa a los obispados de Conserans, Béziers y Comminges, para los que había sido elegido canónicamente.
Para remediar los males que la ignorancia religiosa producía en la sociedad, en 1215 establece en Tolosa la primera casa de su Orden de Predicadores, cedida a Domingo por Pedro Sella, quien con Tomás de Tolosa se asocia a su obra.
En septiembre del mismo año, llega de nuevo a Roma en segundo viaje, acompañando del Obispo de Tolosa, Fulco, para asistir al Concilio de Letrán y solicitar del Papa la aprobación de su Orden, como organización religiosa de Canónigos regulares. De regreso de Roma elige con sus compañeros la Regla de San Agustín para su Orden y en septiembre de 1216, vuelve en tercer viaje a Roma, llevando consigo la Regla de San Agustín y un primer proyecto de Constituciones para su Orden. El 22 de Diciembre de 1216 recibe del Papa Honorio III la Bula “Religiosam Vitam” por la que confirma la Orden de Frailes Predicadores.
Al año siguiente retorna a Francia y en el mes de Agosto dispersa a sus frailes, enviando cuatro a España y tres a París, decidiendo marchar él a Roma. Allí se manifiesta su poder taumatúrgico con numerosos milagros y se acrecienta de modo extraordinario el número de sus frailes. Meses después enviará los primeros Frailes a Bolonia.
Habrá que esperar hasta finales de 1218 para ver de nuevo a Domingo en España donde visitará Segovia, Madrid y Guadalajara.
Por mandato del Papa Honorio III, en un quinto viaje a Roma, reúne en el convento de San Sixto a las monjas dispersas por los distintos monasterios de Roma, para obtener para los Frailes el convento y la Iglesia de Santa Sabina.
En la Fiesta de Pentecostés de 1220 asiste al primer Capítulo General de la Orden, celebrado en Bolonia. En él se redactan la segunda parte de las Constituciones. Un año después, en el siguiente Capítulo celebrado también en Bolonia, acordará la creación de ocho Provincias.
Con su Orden perfectamente estructurada y más de sesenta comunidades en funcionamiento, agotado físicamente, tras breve enfermedad, murió el 6 de agosto de 1221, a los cincuenta y un años de edad, en el convento de Bolonia, donde sus restos permanecen sepultados. En 1234, su gran amigo y admirador, el Papa Gregorio IX, lo canonizó.
Una terrible amenaza se cernía sobre la Iglesia dentro de Europa al ceñir la tiara Inocencio III: la herejía de los albigenses. El papa afirmó que estos herejes eran más peligrosos que los sarracenos, y modernos historiadores no vacilan en afirmar que la Iglesia corrió entonces un riesgo no menos grave que el de la invasión islámica del siglo VIII.
Los Cátaros o Albigenses
Los cátaros habían inficionado a Europa con su doctrina, más que herética, anticristiana. Extendíanse desde la desembocadura del Danubio hasta los Pirineos, formando concentraciones en Lombardía y en el sur de Francia. Un poderoso núcleo, además del de Milán y Toulouse, era la ciudad de Albi, de donde les vino el nombre de albigenses.
Alimentaban un odio feroz contra la Iglesia Católica, odio que en muchas ocasiones se mostraba en el saqueo de templos, en atentados sacrílegos, asesinato de clérigos y fieles. Resultaban además peligrosos para la sociedad por sus doctrinas contrarias al matrimonio y a la propagación de la especie.
En las regiones de Languedoc y Aquitania la mayor parte de la nobleza les era favorable entre otras razones porque la secta albigense, al negar a la Iglesia el derecho de poseer bienes terrenos, justificaban su despojo. Como esos nobles actuaban a modo de príncipes soberanos del país, ya que en aquellos tiempos feudales la autoridad y la potestad directa del rey eran casi nulas, y como el clero no gozaba de mucho prestigio por sus mundanas costumbres, la herejía encontraba fácil pábulo y grandes facilidades de propagación.
Ante la seriedad del peligro, cada día más grave, varios concilios de los siglos XI y XII dictaron medidas severas contra ciertos herejes que pudieran estar emparentados con los cátaros.
Y el papa Alejandro III, en el último capítulo del concilio Lateranense III (1179), fulminó el anatema contra los que públicamente enseñaban su error y seducían a muchos cristianos in Gasconia, Albeesio et partibus Tolosanis, exhortando a los nobles a tomar las armas para la defensa del pueblo fiel contra los herejes. Al año siguiente el cardenal legado Enrique de Albano fue enviado al frente de una Cruzada contra Roger II, conde de Béziers y Carcasona. Otro decreto expidió el Papa Lucio III contra los cátaros en la reunión que tuvo con el emperador Federico I en Verona el año de 1184.
Inocencio III, al principio de su pontificado, no se mostraba partidario de la represión violenta, diciendo que deseaba "la conversión de los pecadores, no su exterminio", y conforme a estos criterios de blandura y suavidad, intentó atraerlos al recto camino por medio de misioneros que los disuadieran de su error. En 1198 envió como legados pontificios a los cistercienses Rainerio y Guido. Rainerio murió pronto, después de un viaje a España, y en 1200 fue sustituido por Juan Pablo, cardenal de Santa Prisca, a quien ayudó el conde de Montpellier, uno de los pocos nobles sostenedores de la ortodoxia. En 1203 volvió el Papa a enviar a dos monjes cistercienses de la abadía de Fontfroide, cerca de Narbona, llamados Pedro Castelnau y Rodolfo de Fontfroide, a los cuales se juntó luego el abad del Cister Arnaldo Amaury con autoridad de legado apostólico, ya que el cardenal de Santa Prisca dejó pronto de figurar.
Debían estos misioneros enseñar la doctrina verdadera, castigar a los clérigos que tuviesen trato con los herejes, disputar con los extraviados, a fin de convencerlos con razones y, en último caso, excomulgar a los contumaces. 
Martirio de Pedro de Castelnau
Las autoridades civiles de Toulouse prometieron a los cistercienses defender la fe; la burguesía se mostró indiferente y siguió favoreciendo a la secta. El rey Pedro II de Aragón, soberano de varios territorios del Languedoc, llamó a los herejes a un coloquio religioso, donde los oradores ortodoxos pudieron refutar los falsos dogmas de aquellos. Pero ciertos obispos, como los de Narbona y Béziers, celosos de los poderes de los legados, les hicieron sorda oposición. 
Pronto se persuadieron los predicadores de la fe, empezando por Pedro Castelnau, que su labor sería infructuosa si no se depuraba la jerarquía y se atacaba a los herejes con la fuerza de las armas..
Pidieron los legados al Papa la deposición del arzobispo de Narbona, Berengario; éste apeló a Roma, y aunque reprendido por Inocencio III, logró mantener su sede, y a fin de dar alguna satisfacción al Papa, entregó al campeón de la ortodoxia contra los albigenses, Domingo de Guzmán, la importante iglesia de San Martín de Limoux, que desde entonces perteneció siempre a los dominicos.
Entre 1204 y 1205 dimitieron o fueron retirados de sus cargos los obispos de Viviers, Béziers, Agde y Toulouse. No por eso disminuyó la fuerza de la herejía. Viendo el escaso éxito de los misioneros cistercienses, el obispo español Diego de Osma y su compañero Santo Domingo de Guzmán, llegaron a la convicción de que una de las causas del fracaso era la vida fastuosa de aquellos prelados. Por eso ellos dieron comienzo a un apostolado más evangélico, predicando con el ejemplo tanto más que con la palabra, llevando una vida de extrema pobreza y humildad, de austeridad y penitencia, táctica que fue del agrado de Inocencio III, quien la aprobó y recomendó el 17 de noviembre de 1206. Hubo conversiones, aunque no muchas. El obispo Diego, iniciador del nuevo apostolado, tuvo que emprender un viaje a su diócesis en 1207 y murió poco después.
Santo Domingo fundó la Orden de Frailes Predicadores (dominicos) y continuó predicando con los cistercienses. Mientras tanto, las tentativas para hacer intervenir al rey de Francia con fuerzas militares resultaban infructuosas.
Amparados por los nobles, seguían los albigenses cometiendo atropellos, se adueñaban de los templos católicos, utilizándolos para sus reuniones; saqueaban monasterios e insultaban a los frailes. Un día el legado Pedro de Castelnau increpó duramente a Raimundo VI, conde de Toulouse porque, lejos de prestar su apoyo y favor a la ortodoxia, como lo había hecho su padre Raimundo V (1144-1194), contemporizaba con los herejes y no cumplía las promesas hechas. Al día siguiente, 15 de febrero de 1203, Pedro de Castelnau caía muerto de un lanzazo por un súbdito del conde.
Acaso no fue Raimundo el responsable del crimen, pero es cierto que todos los católicos a él le echaron la culpa. El mismo Papa lo da por seguro cuando en carta de 10 de marzo de los obispos del sur de Francia, después de hacer la apología -que es como una canonización- del santo mártir, manda declarar a los súbditos del conde de Toulouse libres de todo juramento de obediencia y sumisión. No era ésta la primera vez que sobre Raimundo se lanzaba la excomunión.
Entonces fue cuando Inocencio III se convenció de que los medios suaves a nada conducían. Era preciso emplear la fuerza. Dice la Chanson de la croissade des albigeois que el Papa "con la grande aflicción, llevándose la mano a la barba, invocó a Santiago de Compostela y a San Pedro de Roma". En seguida, escribió al rey y a los condes de Francia que saliesen a luchar contra el conde de Toulouse para desposeerle de sus dominios, e hizo que el legado Arnaldo, abad del Cister, predicase la Cruzada en todo el reino.
Felipe Augusto, en guerra contra el rey inglés Juan sin Tierra y el emperador alemán Otón IV, no creyó conveniente distraer sus fuerzas militares, y no dio un paso contra Raimundo; Arnaldo, en cambio, logró reunir en Lyon (junio de 1209) un ejército de caballeros y soldados, a los que él mismo acaudilló contra la ciudad de Béziers. El 12 de julio ésta caía en poder de los cruzados; Narbona y otros castillos se rindieron sin oposición; Carcasona capituló el 15 de agosto y su vizconde Raimundo Roger murió en prisión. 
Campaña contra el conde de Toulouse
Raimundo VI se alarmó al ver que corría el peligro de perder sus estados, se sometió de nuevo al legado pontificio Milón, suscribiendo todas las proposiciones que se le presentaron y entregando, como prenda de seguridad, siete de sus castillos de Provenza. Con esto, el 18 de julio de 1209 fue absuelto de la excomunión.
Al tratar de nombrar un señor que dominase en los países recién conquistados, muchos de los nobles rehusaron el ofrecimiento. Simón de Montfort, que acababa de regresar de Palestina, aceptó, por fin, el 16 de agosto, y quedó desde aquel momento constituido en jefe de la Cruzada. 
El concilio celebrado en Aviñón el 6 de septiembre de 1209 por el legado Milón y su colega Hugo, obispo de Rietz, con asistencia del episcopado y de los abades de Provenza, excomulgó a Raimundo y dictó severos decretos disciplinares, a fin de extirpar las causas y ocasiones de la herejía, empezando por declarar que los primeros culpables eran los obispos, mercenarii potius quam pastores.
El conde de Toulouse se presentó en Roma, justificándose ante el Papa y pidiendo se le devolviesen los siete castillos que había entregado a la Santa Sede en fianza de su fidelidad. Inocencio III le recibió con benignidad y le prometió la devolución en el caso que cumpliese las condiciones que se le impondrían.
A este fin ordenó que, reunidos los legados en un concilio, examinaran si efectivamente el conde había abandonado la fe católica y si tenía complicidad en el asesinato de Pedro de Castelnau. En dicho concilio (Saint-Gilles, septiembre 1210) los legados desconfiaron de las buenas palabras de Raimundo y no dieron crédito a sus razones. En otra reunión tenida en Narbona (enero 1211) sólo se le impuso la condición de expulsar a los herejes de sus dominios.
Como esto se le hacía al conde demasiado duro, no se llegó a su reconciliación con la Iglesia. Condiciones semejantes se impusieron al conde de Foix, y como también se resistiera, el rey Pedro II de Aragón, soberano de la mayor parte del condado, tomó el castillo de Foix.
Las condiciones que se impusieron al conde de Toulouse en el sínodo de Arlés (1211) eran tremendamente duras; no sólo debía arrojar de sus tierras a todos los herejes y arrasar los castillos y plazas fuertes de su condado, sino que se le imponía la obligación de partir a Tierra Santa y no regresar sin permiso del legado apostólico.
Raimundo, tomando el documento, que contenía 14 preceptos a cuál más rigurosos, se lo enseñó a su cuñado, el rey Pedro II de Aragón, presente en el concilio. Como el rey se limitara a decirle una palabra que venía a significar "cómo te han reventado", Raimundo, indignado, salió de la asamblea y, excomulgado nuevamente, huyó a Toulouse, y la ciudad en masa de aprestó a resistir.
Entonces Simón de Montfort reemprendió la Cruzada, y con grandes refuerzos provenientes de Francia, Lombardía y Austria, se apoderó de Lavaur y otras fortalezas,hostigando a los herejes hasta tal punto que si no abjuraban iban derechos a la hoguera. La mayor parte prefería la muerte. Es triste advertir que este Simón de Montfort, jefe de los cruzados, acompaña sus conquistas con acciones de increíble fanatismo y crueldad. Y como el jefe, eran los caballeros que militaban bajo su mando.Al mismo Fulco, arzobispo de Toulouse desde 1205, tuvo el Papa que moderarle los ímpetus, recomendándole mayor benignidad.. Por doquiera que pasaban los cruzados dejaban como trofeo cadáveres de caballeros enemigos colgados de los árboles, montones de cuerpos carbonizados, pobres mujeres arrojadas al fondo de los pozos. Con razón se ha hecho notar que la Cruzada francesa contra los albigenses ofrece un carácter de FANATISMO CRUEL que jamás se encontrará en la Cruzada Española contra los moros. 
La Batalla de Muret
Con sus fuerzas reunidas, Simón de Montfort decidió que había llegado el momento de dar un primer ataque contra la ciudad de Toulouse, que defendían el conde Raimundo y los condes de Foix y Comminges. Pero como en auxilio de los sitiados se aproximó un ejército enviado por el rey inglés, Simón tuvo que levantar el cerco. El mismo Papa Inocencio III, en el verano de 1212, creyó que debía en justicia tomar bajo su protección los bienes del conde de Toulouse, ya que la acusación de herejía lanzada contra él no se probaba claramente.
Entonces Simón de Montfort lanzó su ofensiva hacia los condados de Foix, Bearn y Comminges, en unos momentos en que el Papa prefería dar por terminada la Cruzada albigense y concentrar tropas para la Cruzada española.
Pedro II de Aragón regresaba de España, donde había participado, junto con castellanos y navarros, en la victoriosa batalla de las Navas de Tolosa contra los musulmanes; y se quejó ante el Romano Pontífice de que las tropas de Montfort y Arnaldo Amaury (arzobispo de Narbona desde marzo de 1212), extendían su rapacidad sobre los feudos aragoneses y aun sobre tierras donde no había ni un solo hereje; añadía que el conde de Toulouse estaba dispuesto a cumplir con las condiciones papales y a combatir a los infieles en Oriente y en España, pero que Simón de Montfort sólo ponía obstáculos a la reconciliación.
Inocencio III mandó en enero de 1213 que se examinara atentamente este asunto, y mientras tanto prohibía al arzobispo continuar predicando la Cruzada, y a Simón le ordenaba someterse a la autoridad de Pedro II.
El monarca aragonés estaba en Toulouse, y desde ahí se dirigió al Concilio de Lavaur proponiendo a los obispos diversos medios para la reconciliación con los condes de Toulouse y Foix, cuñado suyo el primero y primo el segundo, además de sus vasallos los condes de Comminges y Bearn. Luego, viendo que estas intercesiones resultaban infructuosas, apeló al Papa, y desde entonces se constituyó en protector decidido de dichos condes. Al principio Inocencio III se inclinaba en pro de Pedro II, pero al recibir las informaciones del Concilio de Lavaur cambió de opinión, y envió una seria epístola al rey aragonés conminándole a no seguir apoyando a los herejes.
Pedro II hizo caso omiso de tales exhortaciones, y se dirigió con su ejército al castillo de Muret, a orillas del Garona, donde ocupaba una fuerte posición defensiva Simón de Montfort.
Al saber que los aragoneses se acercaban, Montfort no quiso dejarse encerrar en Muret, salió con sus tropas de la fortaleza a dar batalla. Los cruzados cargaron con tal ímpetu sobre los escuadrones delanteros de Pedro II, que los arrollaron por completo. El valeroso rey de Aragón, a la vanguardia, y habiendo perdido muchos de sus caballeros franceses, tomó sus armas y se batió bravamente, hasta morir en medio de la pelea, terminada la cual apareció su cadáver desnudo y despojado.
Era el 12 de septiembre de 1213, y tal fue la triste muerte de Pedro II el Católico, rey que en palabras de Menéndez Pelayo "hubiera quemado vivo a cualquier albigense o valdense que osara presentarse en sus estados".
Ahora Raimundo VI no podía pensar en ofrecer resistencia después de la muerte de su poderoso protector, así que se rindió y puso en manos de la Iglesia su cuerpo, el de su hijo, y todas sus posesiones. El Concilio de Montpellier y el Lateranense concedieron el condado de Toulouse a Simón de Montfort. Parte del territorio se cedió a Raimundo VII, hijo del conde vencido, pero posteriormente la misma ciudad de Toulouse llamó y abrió las puertas a Raimundo VII. 
Cuando Simón de Montfort acudió a poner sitio a la ciudad, una pedrada en la frente llevó a la muerte al antiguo héroe de la Cruzada contra los albigenses, el 25 de julio de 1218. El viejo conde Raimundo VI murió en Toulouse de apoplejía en 1222. Su hijo Raimundo VII finalmente tuvo que buscar un acuerdo con la regente Blanca de Castilla, nuera de Felipe Augusto y madre de Luis IX. Mediante los arreglos con la regente de Francia, el joven conde de Toulouse cedía parte de sus territorios, declaraba obediencia a la Iglesia. 
La cuestión de los feudos del mediodía de Francia se resolvió definitivamente con el tratado de París-Meaux en 1229 a favor de la monarquía francesa. Con esto Francia daba un paso decisivo hacia la unidad nacional bajo la dinastía de los Capetos, que consolidaría unos años más tarde San Luis IX. 
Y Francia se libró de la herejía albigense, cuyos residuos sobrevivientes en algunas partes desaparecieron eventualmente, bajo la condena del catarismo por el Concilio IV de Letrán y la acción constante de la Inquisición; al finalizar el siglo XIII no se habla ya de albigenses en la historia de Europa.
Santiago Clavijo:
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