El virrey Antonio de Mendoza dispuso una expedición para llegar a Cíbola. Encargó al franciscano Marcos de Niza comprobar la veracidad de la leyenda. Decía una leyenda que siete obispos habían huido de la Península Ibérica tras la invasión musulmana, y viajado hasta un reino ignoto allende el mar, donde habrían fundado sendas ciudades opulentas. La leyenda de las Siete Ciudades formaba parte del bagaje de los españoles que acudieron al Nuevo Mundo, junto a otras como Eldorado, Quivira o la Ciudad de los Césares.
España estaba recién instalada en el virreinato mexicano, la Nueva España, pero al norte se extendían las inmensas llanuras desconocidas del territorio de los actuales Estados Unidos, ocupadas tan solo por tribus indias. Solo alguien las había hollado: un individuo llamado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que venía de ejecutar un insólito viaje: recorrer a pie, de Este a Oeste, el territorio de los actuales Estados Unidos. Además de su hazaña, traía vagas noticias, oídas a los indios, acerca de la existencia, en una región llamada Cíbola, de una ciudad bañada en oro, un imán irresistible para aquellas gentes que habían viajado a América portando una cruz y un sueño.
El virrey Antonio de Mendoza dispuso una expedición al mando de Francisco Vázquez de Coronado para explorar y colonizar aquellas tierras. Pero antes era preciso comprobar la veracidad de la leyenda de las Siete Ciudades. Y para ello comisionó a un fraile, el franciscano Marcos de Niza. Se adelantaría a la expedición colonizadora con la compañía de varios indios y del moro Estebanico, uno de los compañeros de viaje y fatigas de Cabeza de Vaca. Esteban iría por delante de Niza, y entre los dos diseñaron un código: si aquel descubría algo relevante, lo iría señalando a Niza mediante cruces plantadas en el camino, de tamaño proporcional a la categoría del descubrimiento.