Mito de la Independencia Americana
P. Dr. Javier Olivera Ravasi
InfoCatólica
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(17/5/2015)
Poco tiempo atrás, en el 2010, hemos celebrado en la Argentina el Bicentenario: “Mayo de 1810, el primer grito de libertad”, se leía en los carteles mientras que bautizábamos las estaciones, los estadios y las avenidas con sus nuevos nombres; sin embargo, si al peatón común y silvestre le preguntaban qué se festejaba, pocos hubiesen respondido con certeza y hubiesen dicho: “¡Un momento, veo en internet y te digo!”.
Pero no hacía falta recurrir a internet. La televisión, ese aparato que nunca miente…, especialmente en sus canales estatales se encargó de educarnos en la Argentina con un sinnúmero de cortometrajes dirigidos por “historiadores oficiales” como Felipe Pigna y Pacho O’Donnell, para sacarnos de nuestra ignorancia. Y comenzó a repetirse el mil veces contado “dogma” de Mayo, como iluminadamente lo llamó el socialista Esteban Echeverría. Ahora iremos por él; antes, sin embargo, digamos que en este período de la historia hay condimentos falsos que son pueriles y hasta graciosos y otros más malintencionados y groseros. Como la historia sólo estudia los hechos trascendentes del pasado, a los primeros sólo los nombraremos rápidamente para dedicarnos más bien a los segundos.
Si hubiese que resumir en un párrafo qué fue el 25 de Mayo para la “historia oficial”, nos animaríamos a escribir: Mayo fue la Independencia de un pueblo que, asqueado de la dominación española y embebida en las ideas de la Revolución Francesa, a ejemplo de Estados Unidos y con el apoyo inglés, se abalanzó hacia el Cabildo para librarse del yugo tiránico impuesto por la cruz y la espada real. Para ello, grandes patriotas como Mariano Moreno, debieron dejar su vida frente a aquellos intolerantes que no se animaban a transitar el camino de los pueblos libres.
En fin, mejor no me sale…
Pero vayamos por partes:
¿por qué inventar una historia?
¿para qué reescribir lo que fue la Revolución de Mayo?
1. La reescritura de Mayo y sus falsas causas
¿Quién no ha recortado en la primaria las figuritas de French y Berutti repartiendo escarapelas ante el pueblo agolpado de la Plaza de Mayo bajo la lluvia, mientras gritaba: “¡El pueblo quiere saber de qué se trata!”? En realidad, no ganaríamos mucho si dijésemos que hoy lo de los paraguas y las escarapelas no lo sostiene ningún historiador serio: ni los paraguas existían en aquella época (o mejor dicho, eran enormes sombrillas con un peso de unos 5 kg, hasta que 1816 los franceses inventaron el que conocemos), ni hay certezas de que esa tarde lloviera, ni la gente que llegó a la plaza era tanta pues cabían todos bajo las galerías del Cabildo. Por su parte, French y Berutti no repartieron escarapelas (la escarapela fue inventada recién en noviembre de 1811) sino unas cintas blancas con el retrato del Rey español Fernando VII que habían sobrado del día en que se juró fidelidad al rey. Pero ¿de dónde salió entonces todo esto? De la historia oficial y de una ignota pintura del siglo XX atribuida al italiano Ceferino Carnachini (o al catalán Francisco Fortuny) y repetida en todas las revistas infantiles.
Pero si fuese solo eso, vaya y pase pues se trata de errores menores y casi sin importancia. La falsedad de Mayo tiene un matiz más serio y una composición cuidadosamente pensada especialmente luego de las batallas Caseros (1852) y Pavón (1861) en las cuales el partido liberal se coronó definitivamente ganador; de allí en adelante dos grandes escritores fueron los encargados de recrear con la pluma la nueva historia de Argentina: Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre. ¿Por qué? Porque hacía falta mostrar que Argentina no había nacido católica y monárquica, sino laicista y democrática, de lo contrario, ellos se encontraban en el partido equivocado y luchando contra la Patria.
Uno de los libros que más influencia tuvo para este fin fue la novela de Fidel López titulada “La gran semana de 1810. Crónica de la Revolución de Mayo”, publicada en 1896 y escrita según el autor a partir de unas copias de unas “cartas fraguadas” encontradas “en el baúl de la parda Marcelina Orma”[1]; en fin, siempre la historia la han escrito los poetas. No importaba que fuese novela, el hecho es que se narrara lo necesario.
Por otra parte Mitre, el biógrafo “oficial” de San Martín y amante de Inglaterra, sin esconder su encono contra España, ensalzaría las ideas liberales de ciertos protagonistas de Mayo que anhelaban, como él, un certificado de nacimiento británico: “A América del Sud” –decía– le tocó “el peor lote… pues España y Portugal transportaron a sus nuevas colonias su absolutismo feudal y sus servidumbres… Más feliz, la América del Norte fue colonizada por una nación que tenía nociones prácticas de libertad y por una raza viril mejor preparada”[2]. Racismo, que le dicen ahora.
Pero vayamos a las causas que, a fuerza de repetirse, se nos han grabado casi inconscientemente.
a. Primera falsa causa: la Revolución Francesa
“El ladrón piensa que todos son de su condición”, reza el dicho; y el revolucionario piensa lo mismo.
Al intentar reescribir la historia en clave liberal, era necesario transportar las ideas de Voltaire, Montesquieu y Rousseau hasta estas costas. Como sabemos, en 1789 se había desatado en la Francia de Luis XVI esa nefasta revolución que, al grito “libertad, igualdad, fraternidad… o muerte”, había guillotinado y masacrado pueblos enteros con sus románticas ideas republicanas. Formados en una ideología no sólo antimonárquica sino también anticristiana, sus ideólogos y promotores habían pasado la mayor parte del siglo XVIII preparando “la gran revolución” que terminaría con la cabeza del rey. “¡Abajo las cabezas de los tiranos y los curas!”–gritaban. Bien, en esta parte del globo según la escuela liberal, la mayoría de los protagonistas de Mayo habrían leído estos libros prohibidos para llevarlos a la práctica cabildeña, por lo que,… ¡Argentina también había tenido su “gran revolución”! Francia había luchado contra Luis XVI y aquí lo habíamos hecho contra el tirano Fernando VII! “Viva, viva, viva la libertà!”, gritaría el Don Giovanni de Mozart.
Lamentamos ser aguafiestas, pero mal que les pese a los amantes de la guillotina y el terror, nada estuvo más lejos de esto; no sólo porque poquísima gente estaba en condiciones de leer a los revolucionarios franceses (el autor liberal Camilo Enríquez, dice en Chile, para esa época, sólo seis personas sabían leer la lengua del amor) sino porque además de leerlas, habría que haberlas compartido y llevarlas adelante, cosa que veremos no fue así al menos en los sucesos de Mayo. Es cierto, digámoslo rápidamente, que un grupúsculo extremista con Mariano Moreno a la cabeza, habían leído al menos a Rousseau, pero jamás se animarían siquiera a citar las ideas de la Revolución Francesa, que por ese entonces estaba asociada aún a las palabras “terror”, “guillotina”, “matanzas”, “Danton”, “Robespierre”, etc… Es más, cada vez que por algún motivo surgen en las discusiones del Cabildo las palabras “revolución francesa”, ellas van siempre acompañadas de otra expresión: “el horror”. “Hay que evitar el horror”, decían.
El periódico “La Abeja Argentina”, por ejemplo, señalaba en 1810 que la Revolución Francesa había defraudado a sus seguidores por lo que “había que evitar seguir los pasos de esa Revolución”; ya en el siglo XX, autores proclives a ella como Caillet-Bois y Ruiz Guiñazú, sostienen que “la muerte de Luis XVI y la persecución sufrida por el clero francés provocaron un vuelco en la opinión pública”[3] ante “las amenazantes proyecciones del cataclismo francés”. De la misma opinión es el catedrático de la Universidad de Londres, John Lynch al decir que “a medida que la Revolución francesa se volvía más radical y se conocía mejor, atraía menos a la aristocracia criolla. La vieron como un monstruo de la democracia”[4].
Como el P. Furlong trae a colación la sesión del 22 de diciembre de 1810, por insistencia de Moreno, el Cabildo había adoptado el “Contrato Social” de Rousseau como texto obligatorio para las escuelas; la medida, al parecer, había sido sacada entre gallos y medianoche, pues apenas un mes y medio después reflexionaron los cabildantes y determinaron que “no era de utilidad a la juventud y antes bien pudiera ser perjudicial”[5].
El mismo presidente de la Junta, Cornelio Saavedra denunciaba en 1811 en carta a Feliciano Chiclana, cómo ya se intentaba pintar lo que había sido una revolución patricia y monárquica con un barniz francés: “el sistema Robesperriano que se quería adoptar en ésta (por Mariano Moreno) a imitación de la Revolución Francesa que intentaba tener por modelo, gracias a Dios ha desaparecido” siendo sus máximas “detestables”[6].
[1] Vicente Fidel López, La Gran semana de Mayo de 1810. Crónica de la Revolución de Mayo, Eudeba, Buenos Aires 1961, 12-13. Seguimos aquí en el desarrollo y las citas la monumental obra de Enrique Díaz Araujo, Mayo revisado (3 vols.), UCALP, La Plata 2010.
[2] Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la Emancipación Sud-Americana, La Nación, Buenos Aires 1887, 56,60. En honor a la verdad, también embarró la cancha la “Memoria Autógrafa” ni más ni menos de Cornelio Saavedra, escrita dos meses antes de su muerte (en 1829) y veinte años después de Mayo, donde acomodándose políticamente y quizás para quedar como un “precursor de la independencia”, veinte años después también habló de escarapelas azules y blancas en Mayo y conflictos entre españoles y americanos, amén de otras verdades que ya sonaban como parte del mito.
[3] Ricardo Caillet-Bois, Ensayo sobre el Río de la Plata y la Revolución Francesa, Buenos Aires 1929, 117.
[4] John Lynch, Los orígenes de la independencia hispanoamericana, en Leslie Bethell, ed.,Historia de America Latina. 5. La Independencia, Crítica, Barcelona 1991, 37.
[5] Guillermo Furlong, “Francisco Suárez fue el filósofo de la revolución argentina de 1810”, en Atilio Dell’Oro Maini y otros, Presencia y sugestión del filósofo Francisco Suárez. Su influencia en la revolución de Mayo, Instituto Vitoria y Suarez, Buenos Aires 1959, 202, n. 68.
[6] Enrique Ruiz Guiñazú, El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810, Estrada, Buenos Aires 1960, 544-545.
(19/5/2015)
Para poder darnos cuenta de lo que se respiraba en el aire por aquellas épocas, nos baste con leer las siguientes estrofas de cierta “Canción Patriótica” aparecida en el diario “La Gazeta de Buenos Ayres” del 28 de Octubre de 1810 y escritas por el poeta Valdenegro[1]:
No es la libertad
que en Francia tuvieron
crueles regicidas
vasallos perversos.
Si aquellos regaron
de su patria el suelo
con sangre, nosotros
flores alfombraremos.
La infamia y el vicio
fue el blanco de aquellos
heroica virtud
es el blanco nuestro.
Allí la anarquía
extendió su imperio
lo que es en nosotros
natural derecho.
Nuestro Rey Fernando
tendrá en nuestros pechos
su solio sagrado
con amor eterno.
Por rey lo juramos
lo que cumpliremos
con demostraciones
de vasallos tiernos.
Mas si con perfidia
el Corso sangriento
a nuestro Monarca
le usurpase el Cetro
muro inexpugnable
en unión seremos
para no admitir
su tirano imperio.
Si la dinastía
del Borbón excelso
llega a recaer
en José Primero
nosotros unidos
con heroico esfuerzo
no hemos de adoptar
su intruso gobierno.
De allí, si se quisiera colocar a la Revolución Francesa y su ideología como una “causa” de la Revolución de Mayo, habría que aclarar que operó justamente en sentido contrario a lo que vulgarmente se afirma, es decir, influyó por rechazo a ella y no por imitación.
b. Segunda falsa causa: el modelo y la ayuda de USA
Hace ya varios años que un lamentable ministro de relaciones exteriores argentino lanzó esta frase que quedó inmortalizada. Al ser preguntado en Washington sobre cuál iba a ser la relación entre ambos países, respondió:
“No queremos tener relaciones platónicas: queremos tener relaciones carnales y abyectas”.
El deseo o la libido dominandi del canciller Di Tella en realidad no era propio, sino que estaba en la misma savia que lo había visto crecer: la liberal. Sus predecesores también deseaban compartir la intimidad de esos Estados Unidos en las revoluciones emancipadoras pues si “los defensores de la democracia y la libertad” nos habían ayudado, íbamos por buen camino.
Nada más falso.
Durante los sucesos de Mayo el gobierno de los Estados Unidos no sólo decidió ser absolutamente neutral sino que jamás ayudó en lo más mínimo. Así lo afirman sus mismos autores al decir que “el tema general de las revoluciones hispanoamericanas no fue considerado por el Congreso de los Estados Unidos hasta fines de 1811”[2]. Para esa época “los Estados Unidos ni piensan en el reconocimiento de la Independencia de nuestra Patria, son, por lo demás, celosos de su neutralidad” pues “la mayoría de los hombres cultos de la época no aspiraban ni preveían otro sistema (que la monarquía). El ejemplo republicano de Norteamérica no estaba presente ni difundido”[3].
Tampoco –como dijeron algunos– influyó en Mayo de 1810 la Constitución estadounidense de 1787, pues la primera traducción al castellano por estas tierras, se conoció recién en 1816.
Pero entonces…, ¿por qué? ¿por qué una nación imperialista como USA no se interesó en influir para que nos independizáramos de España y fuésemos libres?¿acaso no hubiese sidomás fácil para ellos lidiar con varias republiquetas sueltas y no con la legendaria España? La pregunta es correcta, pero nos olvidamos de dos datos clave: el primero es que para 1810 los nacientes Estados Unidos se encontraban en tratativas con el gobierno español para la compra o donación de las Floridas (concretada en el Tratado Adams-Onis de 1819); para ese entonces, John Quincy Adams, secretario de estado y luego presidente, había resuelto no inmiscuirse en absoluto con Hispanoamérica a riesgo de perder las tratativas; más vale pájaro en mano…
El segundo es que al hacer esto peligraban las relaciones comerciales con España, como lo señala el afamado historiador Pierre Chaunu: Estados Unidos “sacrificó sus simpatías por los sublevados a su papel de proveedora (de España). El provecho obtenido en el comercio peninsular aventajaba a lo obtenido en las Indias”[4]. El Tío Sam no participó.
c. Tercera falsa causa: la ayuda inglesa
“Mayo fue posible gracias al influjo benéfico de Inglaterra. ¡God save the Queen!”, dicen los anglófilos. Si Gran Bretaña nos había ayudado, entonces estamos en deuda eternamente con ellos.
Para ello se apela a la figura del conocido embajador que Inglaterra tuvo por aquella época en Río de Janeiro, Lord Strangford, a quien se agradece haber no sólo apañado sino hasta dirigido la revolución de Mayo para conquistar políticamente lo que no habían podido dominar por las armas en 1806-1807 (durante las invasiones inglesas). Pero no sólo esto; entre las intenciones de Inglaterra en nuestra autonomía e independencia, se alegan los deseos que la corona inglesa tenía de conseguir la libertad de comercio por estas tierras.
Para despejar el primer equívoco hay que decir que la libertad de comercio no hacía falta buscarla en 1810; gracias a las gestiones del Dr. Mariano Moreno, abogado de Liga de comerciantes londinenses presidida por Alex Mackinnon, el virrey Cisneros había decretado en 1809 la libertad de comercio.
En cuanto a lo que se dice respecto de Lord Strangford, justamente lo que aconsejó fue lo contrario, es decir, un statu quo con la España ocupada por Napoleón; nunca la emancipación o independencia. Pero, podríamos preguntarnos al igual que con Estados Unidos: ¿acaso no les convenía?¿No habían sido los ingleses los que, sólo tres años antes habían intentado tomar Buenos Aires?
Hay un dato fundamental que muchos ignoran (o quieren ignorar) y es el cambio profundo en las relaciones entre España y de Inglaterra por aquellos años.
La tierra del Quijote se encontraba en decadencia no sólo moral sino política. Desde hacía tiempo que, con los Borbones, había comenzado a adoptar lo peor de sus vecinos en ascenso: Inglaterra y Francia; fue especialmente unida a esta última que su antigua Armada Invencible (como se llamaba a la flota española) había sido derrotada en Trafalgar (1805) por los barcos ingleses. Todo esto llevaba a que Gran Bretaña se viese convertida prácticamente en dueña y señora de mares continentes, cosa que se vio en la práctica en Buenos Aires durante las invasiones inglesas.
Pero la enemistad entre España e Inglaterra duraría poco.
En 1808 y luego de la invasión de las tropas napoleónicas en España, el rey Fernando VII se vio obligado a deponer su trono en manos de José Bonaparte, hermano de Napoleón. Dicha intromisión hizo que, especialmente en el sur de España, se intentase un movimiento restaurador que lograse buscar la alianza con Gran Bretaña para que acudiese en su ayuda. Es aquí entonces cuando Inglaterra pasa de ser enemiga a protectora y, por ende, lo que menos desea es una rebelión en las Indias occidentales. Quizás, lo que no había logrado con las armas, podría obtenerlo con la diplomacia luego de un par de años de política internacional.
De ahí se entiende por qué, como bien señala un historiador norteamericano, “los estadistas británicos vieron con malos ojos los movimientos de rebelión en la América hispana. Estaban empeñados en una lucha terrible contra Napoleón y les molestaba todo disturbio que tendiera a debilitar a su aliado español”[5]. Así lo declaraba el mismo Lord Srangford a la Primera Junta a un mes de los hechos de Mayo de 1810: “Las autoridades de Buenos Aires pueden descansar que no serán incomodados de modo alguno siempre que la conducta de esa capital sea consecuente y se conserve a nombre del Sr. Dn. Fernando 7º y de sus legítimos sucesores”[6].
Es un hecho pocas veces narrado, pero se encuentra en todos los documentos de la época. Inglaterra era aliada de España contra Francia. Quizás los que más han contribuido en la confusión o silencio de esta realidad hayan sido los mismos historiadores españoles, a quienes duele aceptar que España, en ese momento desgraciado de su historia, había pactado ni más ni menos que con su antigua enemiga.
En este sentido, Inglaterra no sólo no es neutral como USA sino que, al estar aliada con la regencia española, es nuestra enemiga.
Entonces, las tres supuestas grandes causas, ideológicamente inventadas, desaparecen ante los hechos: ni las ideas de Francia, ni Estados Unidos con su gobierno y su constitución, ni Inglaterra con su comercio y su embajador en Río de Janeiro[7].
[1] Carlos Ibarguren, Las sociedades literarias y la Revolución Argentina (1800-1825), Espasa-Calpe, Buenos Airs 1937, 157-158.
[2] Harold F. Peterson, La Argentina y los Estados Unidos 1810-1960, Eudeba, Buenos Aires 1970, 18.
[3] Héctor Tanzi, Juan José Paso. El político, Ciudad Argentina, Buenos Aires 1998, 56
[4] Pierre Chaunu, Historia de la América Latina, Eudeba, Buenos Aires 1964, 75.
[5] Fred Rippy, La rivalidad entre Estados Unidos y Gran Bretaña por América Latina (1808-1830), Eudeba, Buenos Aires 1967, 3.
[6] Archivo General de la Nación, Correspondencia de Lord Strangford y la estación naval británica en el Río de la Plata con el gobierno de Buenos Aires, Buenos Aires 1941, 80.
[7] Las otras “causas” que se alegan pero que ni vale la pena repetir son por ejemplo las que dicen que Mayo fue la conclusión de un proceso revolucionario indígena que comenzó con Túpac Amaru… (si hubo quienes no tuvieron ninguna intervención en Mayo fueron los indígenas). Tampoco se trató de la opresión de los españoles contra los criollos que “no tenían acceso a los cargos públicos”. Para esto basta ver cómo se conformó la Primera Junta, con mayoría de criollos. En realidad, la división entre “españoles americanos” y “españoles europeos” (como se los llamaba antaño) será después de 1810 y acicateada por las facciones liberales.
(21/5/2015)
Mayo fue, primero que nada, autonomía y no independencia. Se trató de un tema institucional; “autonomía” quiere decir el “gobierno propio”, darse la propia ley como en este caso, donde el Virreinato del Río de la Plata, resolvió darse el gobierno por sí mismo, pero no se trató en absoluto de un “quiebre” con la madre Patria, España. La Junta Provisional, a nombre de nuestro señor don Fernando VII, se establece justamente para preservar sus derechos, es decir, de ninguna manera se socava la soberanía del rey, si no que, al contrario, se la resguarda con esta creación autonómica.
Un recurso a la paradoja sería: si el 25 de Mayo fue la “independencia de España” ¿qué diablos celebramos en el 9 de Julio?
La pregunta no tiene respuesta y tanto se ha machacado sobre esto que, al adjudicar a Mayo los ideales republicanos, democráticos e independientes, se quedan sin saber qué discurso dar en los actos del colegio con el cuadro de la casita de Tucumán de 1816. Se intenta condensar como en una torta la independencia, la república y la bendita democracia. La palabra a rescatar y repetir será entonces “autonomía”. ¿Y por qué autonomía? Veamos
Esta palabra que parece nueva ahora estaba en boca de todos allá por 1810, al menos de todos los seres medianamente instruidos. El Virreinato del Río del Plata se regía por las Leyes de Indias de 1680; allí, en la ley 1, titulo 1, libro 3º, se decía que el rey por donación de la Santa Sede Apostólica, y otros justos y legítimos títulos, eran señores de las Indias Occidentales, islas y tierras firmes, en el mar océano, descubiertas y por descubrir, y que estaban incorporadas a su la corona real de Castilla. A continuación, se decía que en ningún momento podían ser separadas de la real corona, por ningún caso, ni en favor de alguna persona. “Prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa o razón o en favor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal la declaramos”.
Sucede que, como narra el historiador Jaime Delgado, “América no constituía una colonia de España, algo externo a ella que pudiera ser vendido o canjeado”[1], de ahí que ya Carlos V en 1520, había sancionado que las Indias eran inalienables e inenajenables a la corona de Castilla, en concordancia con las antiguas disposiciones contenidas en la ley de Las Partidas de Alfonso X, el Sabio, es decir, un código fundamental tanto en la península como en América; allí se decía que estando vacante el trono por enfermedad o incapacidad del rey, y si éste no había dejado regente, el poder volvía a los pueblos, no en el sentido filosófico del término, sino pragmático, es decir, de gobierno. Y fue lo que sucedió en Mayo.
“Se vivía muy bien en Buenos Aires… los virreyes que se sucedieron desde 1777 no fueron tiranos… Al comienzo del siglo XIX, a pesar de la propaganda filosófica, a pesar del ejemplo de la independencia de los Estados Unidos, a pesar de las declaraciones de la Revolución francesa que afirma el derecho de los pueblos a disponer e sí mismos… no existe, salvo en algunos exaltados, el deseo de emancipación”[2].
¿Qué fue lo que pasó entonces?
En Mayo de 1810 la corona estaba vacante; el rey Fernando VII, como dijimos más arriba y que detentaba la corona de Castilla, había sido apresado en castillo de Valençay por Napoleón Bonaparte sin dejar ningún regente, es decir, un representante. El trono entonces, se reputaba vacante, por lo que, según las leyes, la potestad volvía a los Cabildos.
La doctrina del regreso del poder a los pueblos era ampliamente conocida y se enseñaba en toda América, al menos en las facultades de Leyes y era completamente conocida en la Universidad de Charcas, de Chuquisaca donde habían estudiado entre otros, Juan José Castelli y Mariano Moreno, ambos abogados en el Río de la Plata, por citar sólo a algunos.
Fue por ello que el proceso comenzado en 1810 se dio de modo pacífico y generalizado, no sólo en Bs.As., sino también en Caracas, Bogotá, Santiago de Chile, es decir, en casi todas las capitales de las Indias Occidentales, convirtiéndose no en un suceso asilado, sino americano, donde la doctrina aplicada sería la misma: a trono vacante y sin regente,autonomía provisoria. La argumentación era irrebatible.
Vale la pena aclarar que, como dijimos más arriba, no se trata acá de una doctrina filosófica o política de la “soberanía del pueblo” o de que el “poder viene del pueblo”. En este caso las doctrinas de Rousseau o Suárez no tuvieron la menor injerencia en cuanto a la aplicación práctica. Se trataba aquí de una norma de derecho público hispano y hasta de supervivencia, pues no se puede vivir sin ser regidos de algún modo. Como bien señala Díaz Araujo, cuando el Cabildo decrete la autonomía no por esto estará en contra de España y su legado: “no repudiaban a Quevedo, Tirso de Molina o a Fray Luis de León; tampoco las Cruzadas, la Reconquista o el Descubrimiento colombino, sino al ilegítimo Consejo de Regencia”[3].
Por esto, en 1810, como dijimos, no se reparten escarapelas con colores de una nueva bandera, sino una cinta blanca en señal de unión entre “españoles europeos” y “españoles americanos”, y la prueba es la unión que existe por aquí en la misma Junta Provisional, donde dos “españoles europeos” participan: Matheu y Larrea.
No existía esa “discriminación” de la que se habla ahora; la mitad del cabildo de Buenos Aires era criollo. Obispos, encargados del Consulado, de la Superintendencia de Real Hacienda, de las Comandancias de Armas, los jefes de los regimientos, casi todos ya eran “españoles americanos”, es decir, criollos.
Los “tres siglos de despotismo hispano” que muchos ideológicamente intentan ver, es sólo el trasladado intelectual que hacen del Contrato Social de Rousseau a estas tierras. En América del Sur no había ningún despotismo; al contrario. Sólo con esta prueba baste: en Buenos Aires, el Virrey disponía sólo de un Regimiento seguro, el de Dragones, que no tenía más de 700 hombres para controlar, por lo pronto, a la ciudad de Buenos Aires que tenía por aquél entonces unos 60.000 habitantes. Si hubiese habido una rebelión, con ese número era imposible contrarrestarla. La realidad es que la convivencia era pacífica. ¿Por qué? Porque se aceptaba la autoridad del rey, simplemente por eso, todos eran monárquicos, todos eran realistas y acataban al rey.
Y al rey se lo acataba porque no solamente era el rey por el cargo de que venía por dinastía, hereditario, sino que también era el señor de América por la donación papal, y principalmente era considerado el padre de la familia imperial, de todos los súbitos del imperio.
La causa principal de la autonomía es la crisis del imperio español. El imperio español que había dominado el mundo en tiempos de los Austria, había sido veinticuatro veces más grande que el imperio romano, un imperio enormemente justo que, ya en tiempos de Felipe II y antes de Marx, se había impuesto la jornada legal-laboral de ocho horas; un imperio enormemente culto que, mucho antes que los norteamericanos tuvieran la universidad de Harvard, ya había en la América hispana 16 universidades.
Como bien dirá Don Agustín de Iturbide en su proclama del 24 de Febrero de 1821: “Trescientos años hace la América Septentrional de estar bajo la tutela de la nación más católica y piadosa, heroica y magnánima. La España la educó y la engrandeció, formando ciudades opulentas, esos pueblos hermosos, esas provincias y reinos dilatados que en la historia del universo van a ocupar lugar muy distinguido”[4]. Este gran imperio que estaba extendido por toda la tierra y por todos los mares empezó a decaer ya en tiempo de los Austria, y sobre todo se acentuó esta decadencia en tiempo de los Borbones, como dijimos.
Este imperio va a caer en crisis, como leímos más arriba por la situación política y el rey Fernando VII va a ser detenido en Valençay; no hay regente. ¿Qué hace España entonces? La Junta local, es decir los Cabildos que hay en España, resuelven asociarse, y crear una Junta Central, que se la va a conocer como la Junta Central de Sevilla que se atribuirá, sin que el rey lo permitiera, la representación del rey, por lo que carece de legitimidad. Sea como sea, Buenos Aires jurará –malamente pero lo hará– fidelidad hasta esa Junta.
Dicha Junta Central, de tinte liberal, declarará entre sus primeros actos la igualdad de todos los españoles de los diversos continentes, lo que era una enorme injusticia, pues hacía que las Indias Occidentales perdieran los privilegios que poseía desde 1520, al poder gobernarse con leyes propias. De todas partes de América, entonces, se produjo una respuesta al unísono: “estáis usurpando el derecho de América con el pretexto de hacernos iguales”.
Dicha Junta Central, a diferencia de lo que sucede en América, sí toma la ideología francesa y se alía, como dijimos más arriba con Inglaterra. Sin embargo, luego de la toma de Sevilla por parte los franceses, la Junta Central termina por disolverse en enero de 1810.
Algunos diputados, escapándose de allí, terminan refugiándose en la Isla de León (Cádiz), bajo la protección de los barcos ingleses, donde intentan dar vida a una nueva Junta que nacerá abortada. Viéndose acorralados, sus integrantes decidirán escapar a Inglaterra y aquí entrará en juego un personaje inglés, el vicecónsul John Hooklam Frére quien, los obliga a fundar un Consejo de Regencia bajo su guía; es decir, bajo la guía de Inglaterra. Tal era la sumisión de estos políticos españoles que el será el mismo Hooklam quien les dicte los nombres de cuatro de los cinco integrantes de ese Consejo de Regencia…
Para todo esto, podemos imaginar la nula legitimidad de este supuesto gobierno. Este es el gobierno que aquí, en América, querían que se acatara… Ya no había que obedecer a la corona de Castilla, sino a los designios de un vicecónsul inglés… Como bien señala José María Rosa, “Los españoles luchaban por su independencia contra Napoleón pagando el precio de abandonarse a la dependencia británica… y hacia Mr. Hooklam Frére. En realidad, en febrero de 1810 sólo quedaban las apariencias de España”[5].
Como documento indiscutible se encuentran las mismas memorias Saavedra, de la cual ya hemos hablado. Allí, hablándole al virrey que aún pedía sumisión, el presidente de la Junta dirá de España:
“Todas sus provincias y plazas están subyugadas por aquel conquistador (Napoleón), excepto Cádiz y la isla de León, como nos aseguran las gacetas que acaban de venir… -¿Cádiz y la Isla de León son España?¿Este territorio inmenso, sus millones de habitantes, han de reconocer soberanía en los comerciantes de Cádiz y en los pescadores de la Isla de León?¿Los derechos de la corona de Castilla a que se incorporaron las Américas, han recaído en Cádiz y la Isla de León…? No señor; no queremos seguir la suerte de España, ni ser dominados por los franceses; hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos. El que dio a V.E. (la Junta Central) autoridad para mandarnos ya no existe; por consiguiente tampoco V.E. la tiene ya”[6].
Ese Consejo de Regencia no fue reconocido en ninguna parte de América, y esa es la causa de la revolución de Mayo. Se declara en toda América que el Consejo de Regencia instalado en Cádiz es usurpador, y no tiene ningún derecho a gobernarnos, por ello, cuando llegó la noticia de la instalación de esta supuesta “regencia” se terminó en estas tierras la obediencia, la lealtad, el fidelismo a esos gobiernos españoles pero no al rey.
Pero volvamos a Buenos Aires.
Las noticias de la caída de Junta Central de Sevilla, a la que aún se le debía cierta obediencia y a la que se había jurado, llegó a estas costas alrededor del 18 de Mayo de 1810. Las “brevas están maduras”, diría Cornelio Saavedra, reputado siempre el más prudente de la Junta. La élite patriota o los criollos más encumbrados, se venían reuniendo ante los sucesos que se desarrollaban para ver qué se haría cuando llegase la noticia, pues se sabía que España del sur sería derrotada y que Napoleón iría a gobernar toda España y que, por ende, ya Napoleón ya Inglaterra, querrían apoderarse de estas tierras americanas.
Era necesario actuar y actuar con rapidez. Se trataba de implantar un gobierno a la defensiva; a la defensiva de la Francia napoleónica y de Inglaterra.
Dos partidos se reúnen con sus principales líderes: el de Patricios, por el Regimiento que llevaba ese nombre, cuyo jefe era el teniente coronel Cornelio Saavedra y el partido de los letrados, es decir, de los abogados, cuyo jefe era Juan José Castelli.
Había un tercer partido importante, que había intervenido el año anterior, queriendo establecer una junta, también autonómica, el partido del alcalde de primer voto, don Martín de Álzaga, quien por ese entonces se encontraba en una actitud dubitativa sin saber qué actitud tomar.
Además, había un cuarto partido: el de los funcionarios, que es un modo de denominarlos, es decir, el partido correspondiente al Virrey Cisneros y los que trabajaban para él (oidores, los principales funcionarios, etc.), que intentarán, naturalmente, hacer todo lo posible para que todo entre en una pausa para mantener sus cargos (nada de esto será posible, pues sus cargos habían cesado desde el momento en que la Junta Central había desaparecido).
[1] Jaime Delgado, La Independencia Hispanoamericana, Instituto de Cultura Hispánica, Madrid 1969, 80.
[2] Raymond Ronze, Nacimiento de una nación. La Reconquista (1806), la Defensa (1807) y el 25 de Mayo de 1810, en “Trabajos y Comunicaciones”, Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Humanidades, Departamento de Historia, La Plata 1969, nº 9, 150.
[3] Enrique Díaz Araujo, op. cit, t. 1, 57.
[4] Mariano Cuevas. Historia de la Nación Mexicana, México 1940, 227.
[5] José María Rosa, Historia Argentina II. La Revolución (1806-1812), Juan C. Granda, Buenos Aires 1964, 115-116.
[6] Cornelio Saavedra, “Memoria autógrafa, t. 1” en AA.VV., Los años de la emancipaciónpolítica, Editorial Biblioteca, Rosario 1974, 71-72.
(23/5/2015)
El 20 de Mayo, comenzó en realidad la Revolución cuando Cisneros, luego de convocar a los comandantes de la guarnición recibe por respuesta: “Virrey, su cargo ha terminado y usted debe deponer su cargo”. Todo podría haber terminado allí, pero no iba a ser tan fácil pues el virrey no quería entregar tan pacíficamente el mando sin antes oponer cierta resistencia. Fue entonces cuando una delegación de los núcleos revolucionarios, con Martín Rodríguez y Juan José Castelli, le hacen entender al virrey que todo estaba terminado y que no había porqué ofrecer resistencia.
Cisneros no era ni tonto ni cobarde (había quedado sólo combatiendo en la batalla de Trafalgar) pero no tenía fuerzas para oponerse a la revolución que comenzaba, pues sólo contaba con el Regimiento de Dragones (o también llamado de Fijos). Sin embargo, aunque carecía de fuerza, tenía a dos asesores criollos, Julián de Leiva y Faustino de Lezica, que eran cabildantes y que lo ayudarán para ganar tiempo.
– “No Sr. Virrey”, le habrán dicho. “Espérese un poco; esto que le están pidiendo de renunciar, vamos a verlo. Sabemos que Saavedra quiere hacer un congreso, un Cabildo Extraordinario para nombrar un nuevo gobernante. Llamemos a ese cabildo, a un Cabildo Abierto y ahí, sin contar con el poder de las armas pero sí con el poder de las palabras, daremos vuelta la cosa”.
¿Por qué apelaron a esta salida? Los asesores de Cisneros sabían que la mayor parte de la población de Buenos Aires, no tenía idea de lo que estaba pasando y pretendían invitar a dicho Cabildo Abierto a los vecinos principales, boicoteando el ingreso de los llamados “patriotas” para que no pudieran asistir a las reuniones.
A Cisneros lo convenció la idea, pues era una medida (la última que le quedaba) para retener el cargo, de ahí que en realidad, el llamado a Cabildo Abierto fue una idea de los “realistas” y no de los “patriotas”, contrariamente a lo que se enseña. Todo esto surge de las Actas del Cabildo.
Para poder realizar esto, como bien anota Cisneros en su Informe a España, había que colocar “una compañía en cada bocacalle de las de la plaza, a fin de que no se permitiese entrar en ella ni subir a las casas capitulares a persona alguna que no fuese de las citadas” según refiere el mismo Mitre[1]; es decir, los realistas estaban dispuestos a hacer fraude. Para ello, la función de patovicas en la Plaza la haría el Regimiento “Fijo”, afín a Cisneros; pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Los patriotas se adelantaron y quienes hicieron el papel de custodios de la “legalidad”, fue el Regimiento de Patricios, afín a Saavedra y a cargo de Eustoquio Díaz Vélez, es decir que cuando venía alguno que se sabía que era partidario del virrey, a ése no lo dejaban pasar. A fraude: fraude y medio…
El día 22 de Mayo se da la exposición pública y los argumentos que ya se conocían: el rey depuesto, las Leyes de Indias, la acefalía, la ilegalidad de la Junta de Cádiz y del Consejo de Regencia, el poder que vuelve a los cabildos, etc. Y comienzan los discursos, que más o menos resumidos podrían haberse dado de este modo, a nuestro parecer y según los documentos.
El Arzobispo de Buenos Aires, don Benito Lué y Riega, español y partidario del Virrey, dice:
– “Acá el virrey debe permanecer. Sucede, señores, que no sabemos si en España ha quedado un miembro de la Junta Central, esa Junta a la cual todos nosotros rendimos juramento y mientras haya un miembro de Junta Central que esté libre, el Virrey sigue teniendo legitimidad pues ha sido nombrado por ésta”.
La historia fabulesca y anticlerical comenzada por Vicente Fidel López y seguida en los manuales escolares, hacen decir al Arzobispo lo siguiente: “mientras quede un español europeo en América, éste debe gobernar porque las Indias pertenecen a ellos y no a los americanos”. Imagínense que, de haber dicho esto en público y frente a la mayoría del Cabildo (gracias al fraude, lleno de patriotas), lo que menos le hubiese correspondido es ser enviado de una patada al Uruguay, o más lejos. No, no fue así y como señala Roberto Marfany con los documentos del Cabildo en la mano, la frase “es pura invención del historiador López” para desprestigiar a la Iglesia[2]. No olvidemos que la historia de la semana de Mayo escrita por López no era sino una novela popular sin fundamentos históricos serios, según su mismo autor lo declarara.
El razonamiento del clérigo era correcto: Si aún había alguien de la Junta de Sevilla vivo, hay que obedecerlo y por lo tanto, también al Virrey.
Alguien debía recoger el guante ante la objeción válida de Lué y Riega; fue Castelli quien apareció en escena:
– “Mire, monseñor, ud. sabe bien que la Junta Central ha desaparecido, y que está en su remplazo, el Consejo de Regencia al cual nadie ha jurado ni tiene legitimidad para actual. Ya hemos visto Las Leyes de Indias, las Leyes de Partidas; todo el problema está resuelto: el rey está preso, no hay regente, el poder recae en los cabildos, en los pueblos”.
El obispo Lué no tenía respuesta. Era así nomás.
Interviene entonces otro abogado, el Dr. Villota que era Fiscal de la Real Audiencia.
– “Tiene toda la razón el doctor Castelli, y eso es así. Pero él está omitiendo un pequeño problema, el Virreinato del Río de la Plata no sólo está constituido por el Cabildo de Buenos Aires; hay otros cabildos, y mientras no se reúnan todos los cabildos no podemos resolver qué se hace con el virrey o qué gobernante asume el mando; no podemos tomar medidas porque esto es de todo el conjunto”.
La intervención parecía atinada; Castelli no tenía respuesta. Debió intervenir entonces otro abogado, no muy culto pero sí muy rápido para interponer chicanas jurídicas, que fue Juan José Paso, quien dijo:
– “Yo he oído acá, de parte del obispo, de parte del fiscal, que en España se han tomado todas las medidas luego de la deposición del Rey don Fernando por razones de urgencia y por el peligro. Aquí en las Indias el peligro y la urgencia siguen estando. Es cierto lo que ha dicho el Dr. Villota, de que el gobierno definitivo del Río de la Plata va a ser efectivo, cuando todos los pueblos, todos los cabildos hayan resuelto este tema, pero, mientras tanto, y para evitar daños mayores, nosotros en Buenos Aires podemos establecer un gobierno provisional. El gobierno general va a venir después, pero el provisional hay que establecerlo aquí y ahora”.
Tan lúcida y vehemente fue la intervención del Dr. Paso que las memorias de la época dicen que el Dr. Villota se puso a llorar; habían destruido su argumento.
Finalmente, intervino un militar, el marino Ruiz Huidobro que no era abogado sino hombre de armas y dijo:
– “Bueno Señores. ¿qué estamos esperando? Votemos si deponemos o no al Virrey”.
Se habían impreso 600 invitaciones al Cabildo, sin embargo, gracias a los preparativos y a las invitaciones selectas que se habían repartido, sólo 251 asistieron, de los cuales votaron 225. De este número, 164 apoyaron la “subrogación” del Virrey. Como ha dicho el Padre Furlong, “hay quienes hablan de democracia en la Semana de Mayo… Todo esto es muy bello pero no es histórico… aquellos hombres no obraron democráticamente, pero reconocemos que obraron cuerda y sensatamente”[3].
Ya lo diría el mismo Domingo Matheu al anotar que en Mayo “no hubo revolución ni movimiento popular; lo que hubo fue un necesidad social y doméstica para asegurar la personalidad pública”[4]; lo mismo escribirá un autor liberal y biógrafo de Mariano Moreno al decir que “no fue una turba, ni una masa, ni una multitud, ni una muchedumbre”[5] la que hizo la revolución; más bien “era una revolución patricia, realizada por una élite que hablaba en nombre del pueblo sin consultarle”, como dijera John Lynch[6].
El mismo Mitre, que no puede ser puesto en duda dado el partido que representa, lo dice en su Historia de Belgrano:
“El nombre de ‘pueblo’ se daba a un pequeño grupo de gentes… en el cuartel de Patricios… esto era lo que llamaban pueblo, cuando es absoluta y notoria verdad que (en la Plaza)… el número apenas alcanzara a trescientas personas con ocho caudillos que llevan la dirección del proyecto”[7]. Mitre se refiere aquí a los agitadores French y Berutti, quienes eran los encargados de manejar a los “chisperos” o “manifestantes” que habían quedado en la Plaza.
La inmensa mayoría, entonces, vota contra el virrey y se determina llamar a una Junta para el día 24, en la cual se resuelve que el depuesto Cisneros sea el presidente, con los siguientes miembros que lo acompañen: Castelli (por los letrados) Saavedra (por parte de la milicia) el Padre Nepomuceno Solá (por el clero) y José Santos Inchaurregui representando al Comercio.
El Dr. Julián de Leiva, quizás de los hombres más astutos que existían en entonces por Bs.As., intenta una segunda argucia. Explica que si bien Cisneros había renunciado a su cago de Virrey, no lo había hecho a los otros títulos que poseía, por lo que aún seguía teniendo el mando en cuestiones de Económica, Justicia y Guerra, es decir, la Comandancia de Armas. Es un invento de Leiva pero tanta fuerza hizo con esta chicana que hasta la hizo notificar por escrito a los cuatro miembros de la recién creada Junta provisoria. Inmediatamente, al recibir la noticia, los cuatro secretarios recién nombrados terminan por renunciar y obligan a hacerlo al propio Cisneros.
Fue allí entonces cuando se realiza la designación de la junta del día 25, esta vez, sin contar con Cisneros.
Y llegamos al 25. La nómina de la nueva Junta debía estar milimétricamente armada, cosa que le llevó toda la noche a Feliciano Chiclana para elaborar un listado donde estuviesen representados los tres grupos principales: patricios, letrados y el de Álzaga.
Los cargos, puestos en orden de importancia y no al azar, tenían su razón de ser:
1) Presidente: Cornelio Saavedra (partido de los patricios).
2) Primer vocal: Juan José Castelli (partido de los letrados).
3) Segundo vocal: Manuel Belgrano (si bien era del partido de los letrados, estaba allí porque era el abogado auditor del Regimiento de Patricios, luego, funcionaba como un elemento de unión entre ambos partidos.
4) Miguel Azcuénaga (partido de los patricios).
5) El padre Alberti (representando al clero).
6) Juan Larrea (comerciante español).
7) Domingo Matheu (comerciante español).
Además, por necesidad, se nombran dos secretarios:
8) Juan José Paso (letrado)
9) Mariano Moreno (abogado partidario de Álzaga).
Dos detalles a tener en cuenta: en todos los manuales de historia, cuando se enuncie la Primera Junta, se colocará inmediatamente después de su presidente, Cornelio Saavedra, a Mariano Moreno en segundo lugar (pocas veces lo encontramos en tercer lugar, luego de Paso). Esta falacia, a fuerza de repetición, ha quedado grabada en la memoria de los argentinos como si se tratara de un equipo futbolístico desde la escuela primaria. ¿Por qué?¿acaso no estuvo Moreno en la Junta? Claro que sí, aunque muerto de miedo y sin demasiada participación, estuvo allí, pero su puesto era el último, no el segundo y así actuó, pues apenas si abrió la boca durante los sucesos de Mayo, como luego veremos.
En la Junta del 25 de Mayo se apersonan algunos “representantes del pueblo”; ¿quiénes eran? Según las Actas, quien se hizo presente fue el comandante Martín Rodríguez, del Regimiento de Húsares.
El Dr. Leiva, una vez más interviene y se da este diálogo realmente interesante entre un militar y un letrado que nosotros recreamos:
– “Muy bien lo de la Junta, pero ¿pero quién la pide?¿Quién la avala?” – pregunta Leiva.
– “El pueblo” – responde Rodriguez.
– “El pueblo… ¿por qué no me traen entonces una lista de los vecinos que piden esto?” – alega Leiva.
Rodriguez se retira y dirigiéndose al Regimiento de Patricios hacen firmar una proclama con las siguientes palabras: “los vecinos, comandantes y oficiales de los cuerpos voluntarios de esta capital de Buenos Aires, que abajo firmamos, y a nombre del pueblo, piden la instalación de la Junta”.
¿Quiénes eran los “vecinos”?
Francisco Antonio Ortiz de Ocampo, Comandante del Batallón de Infantería; Esteban Romero, Comandante del Segundo Batallón de Infantería Patricios; Bernabé de San Martín, Mayor del Batallón de Artillería Volante; Martín Rodríguez, Comandante del Escuadrón de caballería de Húsares del Rey; Florencio Terrada, Comandante del Batallón de Infantería Granaderos de Fernando VII; Juan José Viamonte, Mayor del Primer Batallón de Patricios; Vicente Carballo y Goyeneche, Capitán del regimiento de Dragones, etc. y sigue la lista hasta formar 258 “vecinos muy respetados. Ese es el pueblo que “quería saber de qué se trata”[8].
Al ver tal listado de “vecinos” Leiva, con enorme valentía, se atreve aún a decir:
– “Entonces que vengan a la plaza”.
Nuevamente con enorme buena voluntad, Martín Rodríguez y los suyos se retiran; y buscan que vayan a la plaza, pero la movilización de tal cantidad de militares no era posible sin una enorme confusión del pueblo.
Pasa el rato y como nadie aparecía en la Plaza, el Dr. Leiva se asoma y dice su celebérrima frase:
– “¿Dónde está el pueblo?”
Esto era suficiente; Juan Ramón Balcarce, que se encontraba en el Cabildo como representante del pueblo, le dice
– “Usted se ha pasado. Si quiere saber dónde está el pueblo, tocamos generala en los cuarteles y en cinco minutos tiene acá al “pueblo”.
Leiva que no era tonto comprendió rápidamente y entonces se nombró oficialmente la Primera Junta.
Para mal que les pese, entonces, a muchos la Revolución del 25 de Mayo fue hecha por las Fuerzas Armadas, como lo dejó por escrito la misma Junta el 28 de Mayo. Díaz Araujo señala: “Lo que sí quedó absolutamente claro es que las Fuerzas Armadas –invocando al ‘pueblo’ por supuesto– se constituyeron en el poder real en la Semana de Mayo de Buenos Aires, en 1810”[9].
¿Qué finalidad tuvo entonces la proclamación de la Primera Junta? No hace falta investigar en demasiados libros pues basta con ir a la circular del día 27 de Mayo que se encuentra en el Registro Oficial de la República Argentina. Allí, clarísimamente, se explica todo esto: el rey está preso, no hay regente, el gobierno de España no tiene autoridad para gobernar las Indias, la regencia es usurpadora, que está el peligro de que nos entreguen a los ingleses o a los franceses, y que por eso se establece esta autonomía, con la Junta Provisional, a nombre del Rey.
Otra de las cláusulas que se establecen es el respeto absoluto por la religión católica y al rey, como podemos leer en la “Proclama” del mismo 26 de Mayo de 1810 donde la Junta prometía:
“Por todos los medios posibles la conservación de nuestra religión santa, la observancia de las leyes que nos rigen, la común prosperidad y el sostén de estas posesiones en la más constante fidelidad y adhesión a nuestros muy amado Rey, el Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores en la corona de España”[10].
De modo que, el gobierno de Mayo no está imbuido de las ideas de la Francia revolucionaria. Es un gobierno que sigue con la tradición hispánica, confesional, legal y legítimo.
El curso que la Revolución tomará a partir de Julio, será otro cantar pues quienes intentarán tomar las riendas de la Patria sí tendrán ideas contrarias a España y revolucionarias en el peor sentido del término. Como consecuencia, en pocos meses Saavedra quedará solo contra todos los demás, que formarán un solo partido bajo el nombre de “morenistas” o “letrados”.
Será este partido, con el último secretario a la cabeza, quien decretará el protervo asesinato del gran héroe de las Invasiones Inglesas, Santiago de Liniers.
La que se expuso es una larga síntesis del proceso de Mayo. Proceso que merece nuestro respeto y nuestra admiración no sólo porque se hizo conforme a la ley, sino porque fue un proceso pacífico y armonioso. Si todo hubiese seguido como comenzó, la historia argentina sería distinta. Pero no sólo el liberalismo tomó las riendas sino que luego, con el tiempo, se fue inventando un Mayo liberal, un Mayo “a la carta”, para mostrar que los fundamentos de nuestra nación no estaban enraizados con la España monárquica y católica, sino con las ideas progresistas y el comercio internacional.
El inicio, el origen de Mayo, es perfectamente defendible y completamente legítimo. A tener cuidado entonces, para…
[1] Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, t. 1, Editorial Juventud, Buenos Aires-Barcelona 1945, 430.
[2] Roberto Marfany, El Cabildo de Mayo, Macchi, Buenos Aires 1982, 50.
[3] Guillermo Furlong, “Francisco Suárez fue el filósofo de la revolución argentina de 1810”, en Atilio Dell’Oro Maini y otros, Presencia y sugestión del filósofo Francisco Suárez. Su influencia en la revolución de Mayo, Instituto Vitoria y Suarez, Buenos Aires 1959, 63, 99.
[4] Citado por Enrique Díaz Araujo, op. cit, t. 1, 131.
[5] Julio Delfín Marino, Vida de Mariano Moreno, Buenos Aires 1954, 122.
[6] Enrique Díaz Araujo, op. cit, t. 2, 11.
[7] Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, t. 1, Editorial Juventud, Buenos Aires-Barcelona 1945, 429, 431, 432, 434.
[8] Cfr. Roberto Marfany, El pronunciamiento de Mayo, Theoria, Buenos Aires 1958, 57.
[9] Enrique Díaz Araujo, op. cit, t. 2, 49.
[10] Registro Oficial de la República Argentina, tº 1, 23; en Enrique Díaz Araujo, op. cit, t. 2, 266.