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viernes, 28 de diciembre de 2012

UNIDAD de ESPAÑA (Iberia-Hispania): Patria Peninsular Romana Católica Transoceánica Imperial-Marcelino Menéndez Pelayo (700)


EPÍLOGO A ESPAÑA

El cristianismo dio la unidad a España. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus santos, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos Nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes nacidas para presa de cualquier pueblo codicioso. 

No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores: la hicieron los dos apóstoles, Santiago y Pablo, y los siete varones apostólicos. La regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia de Mérida y Engracia de Braga, las innumerables legiones de mártires de Zaragoza, el centurión Marcelo de León, su esposa Nonia, su hijo mayor Claudio y sus once hermanos.

Los Padres de Iliberis (Granada) la escribieron en su draconiano código. Brilló en el concilio de Nicea sobre la frente del obispo Osio, y en Roma sobre la frente del papa San Dámaso. La cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico. Triunfó del maniqueismo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano. Civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación de Occidente.

Escribió en las Etimologías la primera enciclopedia, inundó de escuelas los atrios de nuestros templos. Comenzó a levantar, entre los despojos de la antigua doctrina, el alcázar de la ciencia escolástica por manos de Licinio, de Tajón y de San Isidoro de Sevilla.

Borró en el Fuero Juzgo la inicua ley de razas, llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares. Dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun. Mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia. Dio maestros a Gerberto y amparó la ciencia semítico-española bajo el manto del arzobispo Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII de León y Castilla.

¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas?

Si en la Edad Media no dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sóla cosa que nos juntaba, a pesar de las aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes.

El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros.

Dios nos conservó la victoria y premió el esfuerzo perseverante, dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora, Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.

España era o se creía, el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades de América; el hundir en el golfo de Lepanto las soberbias naves del tirano otomano, por ministerio del joven Juan de Austria, y salvar así la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bávaras con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.

España: evangelizadora de la mitad del orbe, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...Esa es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra. El día que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones, o de los reinos de taifas. A este término vamos caminando y ciego será quien no lo vea.

Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, lo anárquico, lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie cada día con más pujanza. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades. Y, aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos. El español que ha dejado de ser católico es incapaz de creer en cosa ninguna, a no ser en cierto sentido común y práctico, las más de las veces burdo, egoísta y groserísimo.

Mientras España guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que le precedieron, aún puede esperarse su regeneración, aún puede esperarse que torne a brillar para España la gloria del Señor.


Biografía
Marcelino Menéndez Pelayo (Santander 1856-1912) fue un polígrafo, político y erudito español, consagrado fundamentalmente a la historia de las ideas, la crítica e historia de la literatura española e hispanoamericana y a la filología hispánica en general, aunque también cultivó la poesía, la traducción y la filosofía.  Hijo de Marcelino Menéndez Pintado, catedrático de Matemáticas en el Instituto de Santander y alcalde de la ciudad durante el bienio progresista.

Estudió el bachillerato en el Instituto Cantábrico de su ciudad natal, donde destacó por su buena memoria. Posteriormente, completó su formación en la Universidad de Barcelona (1871–1873) con Manuel Milá y Fontanals, en la de Madrid (1873), donde una arbitrariedad académica del catedrático Nicolás Salmerón, que hizo repetir curso a sus alumnos sin ni siquiera haberlos examinado, le habría de enemistar a muerte con el krausismo post-kantiano y los hegelianos en general, y en Valladolid (1874), donde intimó con el que sería su gran amigo, el conservador Gumersindo Laverde, que le apartó de su inicial liberalismo y le orientó hacia el partido más conservador, el de los llamados neocatólicos. Hizo un viaje de estudios a bibliotecas de Portugal, Italia, Francia, Bélgica y Holanda (1876–1877) y fue catedrático de la Universidad de Madrid (1878) tras pasar por un tribunal en el que estaba otro gran culto y crítico, Juan Valera, a cuya tertulia nocturna, en su casa, acudiría posteriormente.

Fue elegido miembro de la Real Academia Española (1880), diputado a Cortes (1884–1892), Director de la Biblioteca Nacional de España entre 1898 y 1912, propuesto para el Premio Nobel en 1905, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (1889), de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1892) y director de la Real Academia de la Historia (1909). Fue el único español de la época que perteneció a las cuatro Academias.

Murió en su ciudad natal, a cuyo municipio legó su rica biblioteca particular de cuarenta mil volúmenes. Su paisano el cardenal Ángel Herrera Oria, quien se consideraba en cierta medida su discípulo, de la forma más laudatoria resumió su labor: «Consagró su vida a su patria. Quiso poner a su patria al servicio de Dios».

Perfecto conocedor de la cultura europea, trabajador infatigable, escritor de una corrección y de un nervio insuperables, va a llevar a cabo un gigantesco esfuerzo de investigación y de exposición de nuestra cultura nacional, con la que se muestra radicalmente identificado. Sus estudios y trabajos constituyen la más seria aportación de la época de la Restauración al conocimiento de la Historia de España.

La consideración del catolicismo como eje y nervio de nuestra cultura nacional; el formidable esfuerzo de documentación que respalda cada una de sus afirmaciones; el talante polémico y apasionado de muchas de sus páginas, explicable por la circunstancia histórica en que hubo de forjar su obra; la amplitud de espíritu y el esfuerzo permanente de comprensión humana son, tal vez, los caracteres más notables de su personalidad y de su trabajo.

Marcelino Menéndez y Pelayo
Vestíbulo Biblioteca Nacional

Escribió La ciencia española (1876), reivindicación de la existencia de una tradición científica en España. Horacio en España (1877) es un análisis de las traducciones de Horacio en la literatura española, muy acorde con los gustos clasicistas de su autor. Es justamente famosa su Historia de los heterodoxos españoles (1880–1882), todavía hoy en día muy apreciada, donde estudia la tradición cristiana a través de la historia de España, desde la Edad Media hasta finales del siglo XIX, y desmenuza la labor de todos los pensadores y escritores contrarios a la tradición católica española, asumiendo el punto de vista del catolicismo. En su segunda edición corrigió algunos de sus puntos de vista, pero no, por ejemplo, sus jocosos comentarios e ironías contra los krausistas y los hegelianos, en especial contra Emilio Castelar. Historia de las ideas estéticas en España (1883–1891) son cinco tomos muy actualizados en los que explora, compendia y reinterpreta la bibliografía existente sobre estética literaria y artística en distintas épocas de la tradición cultural española.

Menéndez Pelayo emprendió tres largos trabajos que le ocuparán casi hasta su muerte. Uno es la publicación de las Obras de Lope de Vega (1890–1902) en 13 tomos. El segundo es la Antología de poetas líricos castellanos (1890–1908), otros 13 tomos consagrados a la poesía medieval salvo el último, dedicado a Juan Boscán, y que, pese a su título, integra también poesía épica y didáctica, convirtiendo la Antología en una verdadera Historia de la poesía castellana en la Edad Media, como la tituló al reimprimirla en 1911. El tercero es su estudio sobre Orígenes de la novela, tres tomos publicados en 1905, 1907 y 1910, con un cuarto tomo póstumo donde se examinan las imitaciones a que dio lugar en el siglo XVI La Celestina. Simultáneamente, publica Antología de poetas hispano-americanos (1893–1895), 4 tomos que son en realidad una Historia de la poesía hispanoamericana como la tituló al reeditarla en 1911. Corrigió en esta edición sus apreciaciones sobre el Perú después de un contacto con el Marqués de Montealegre de Aulestia. El de 1911 es un estudio general de toda la poesía hispanoamericana que sirvió para congraciar a las ex colonias con la antigua y decadente potencia peninsular, y reimprimió en 5 tomos sus Estudios de crítica literaria (1892–1908) y unos Ensayos de crítica filosófica (1892) de forma paralela, a su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional de Madrid. (Fuente: Wikipedia).

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