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sábado, 18 de diciembre de 2021

Crisis postconciliares ante la Humanæ vitæ. Por: P. José María Iraburu

Origen de las Disidencias Católicas
Crisis postconciliares, incomodidades ante la 
Humanæ vitæ, Oposición de algunos teólogos
Por: P. José María Iraburu 
Fuente: Catholic

Enseñar la verdad, más que condenar el error

El Beato Juan XXIII (papa 1958-63), en el Discurso inaugural del Concilio Vaticano II (1962-65), afirma que éste dará «un magisterio de carácter prevalentemente pastoral».

Sin embargo, la Iglesia quiere que el Concilio «transmita la doctrina pura e íntegra, sin atenuaciones, que durante veinte siglos» ha mantenido firme entre tantas tormentas. Los errores nunca han faltado. Y «siempre se opuso la Iglesia a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos» (n.14-15; 11-XI-1962).

Una enseñanza, que se relaciona con la anteriormente subrayada, la hallamos en la Declaración conciliar Dignitatis humanæ, sobre la libertad religiosa:

«...la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas» (DH 1).

Juan Pablo II considera que éste es un «principio de oro dictado por el Concilio» (1994, cta. apost. Tertio Millenio adveniente 35).

Y ciertamente el Papa Pablo VI (1963-1978) se atiene a ella a lo largo de todo su pontificado. En efecto, así como en la enseñanza de la verdad y en la refutación de los errores muestra admirablemente su Autoridad apostólica docente, cohibe ésta en buena parte a la hora de frenar a los causantes de errores y abusos. Quizá, probablemente, esperaba que en años más serenos, pasadas las crisis postconciliares, se darían circunstancias favorables para ejercitar con más fuerza la potestad apostólica de corregir y sancionar.

Crisis postconciliares

En los años que siguen al Concilio, sin embargo, la situación de la Iglesia se va haciendo gravemente alarmante. Los errores doctrinales y los abusos disciplinares proliferan en esos años y van creciendo hasta producir conflictos muy fuertes.

Un caso de grave resistencia a muchas verdades y normas de la Iglesia se produce, por ejemplo, en el Catecismo Holandés y en el Concilio pastoral de Holanda (1967-1969).

Las propuestas doctrinales y disciplinares de éste le dejan a Pablo VI «perplejo» y le parece que «merecen serias reservas» (Cta. al Card. Alfrink y a los Obispos de Holanda, «L´Osservatore Romano» 13-I-1970).

El Cardenal croata Franjo Seper, en 1972, siendo Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, escribía estas palabras al padre Mikvlich:

«Me causa gran gozo que esté usted empeñado en el buen combate de la ortodoxia en materia de educación religiosa. No hay duda de que [...] se han traspasado todos los límites de lo tolerable. Hace poco tuve en las manos un “Catecismo” holandés, que no tenía nada que ver con la religión cristiana. [...]

«Soy incapaz de adivinar cuánto tiempo durará entre los católicos la locura actual. Por el momento, abunda la literatura sobre el ecumenismo; pero, en realidad, la crisis doctrinal católica es, al presente, un terrible obstáculo para el ecumenismo. El año pasado, en el día de Sábado Santo, tenía a mi mesa a un pastor protestante de Holanda, que me aseguraba que sus feligreses holandeses, protestantes, no tenían idea alguna de los interlocutores con quienes pudieran dialogar, pues no pueden discernir quién representa la doctrina católica. Y recientemente, si no me equivoco, un profesor ortodoxo griego se expresaba exactamente en el mismo sentido en un artículo publicado en un boletín del patriarcado serbio.

«Pienso que un día nuestros católicos volverán a la razón. Pero, ¡ay!, me parece que los obispos, que han obtenido muchos poderes para ellos mismos en el Concilio, son muchas veces dignos de censura, porque, en esta crisis, no ejercen sus poderes como deberían. Roma está demasiado lejos para intervenir en todos los escándalos, y se obedece poco a Roma. Si todos los obispos se ocupasen seriamente de estas aberraciones, en el momento en que se producen, la situación sería diferente. Nuestra tarea en Roma es difícil, si no encuentra la cooperación de los obispos»

Quejas semejantes ha expresado recientemente el Cardenal Ratzinger, también Prefecto de la Congregación de la Fe.

No podemos alargarnos ahora en la descripción y análisis de las tormentas doctrinales y disciplinares aludidas. Pero al menos examinaremos aquí con cierta atención la crisis, especialmente significativa, ocasionada por la encíclica Humanæ vitæ (1968).

La crisis de la Humanæ vitæ

Quizá el acto más valioso de todo el pontificado de Pablo VI fue la publicación de la encíclica Humanæ vitæ. «En virtud del mandato que Cristo Nos confió» (6), él enseña «la doctrina de la Iglesia» sobre el matrimonio (20, 28, 31). Haciéndolo, ha de de contrariar, en medio de una inmensa expectación de la Iglesia y del mundo, a la gran mayoría de los opinantes. En aquella ocasión, la autoridad de su Magisterio supremo actúa ciertamente ex sese, y no ex consensu Ecclesiæ, según los términos del Vaticano I.

Pablo VI en su encíclica enseña «la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza» (6). No hace, en efecto, sino continuar la doctrina de la tradición católica, de la Casti connubii (1930) de Pío XI, de las enseñanzas de Pío XII, las mismas que Juan Pablo II reitera después en la encíclica Familiaris consortio (1981) y en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992).

Publicada la encíclica, inmediatamente se le viene encima a Pablo VI el mundo y buena parte de la Iglesia. Ya se lo esperaba:

«Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces -ampliadas por los modernos medios de propaganda- que están en contraste con la de la Iglesia» (HV 18).

Oposición de algunos teólogos

La grave maldad de la anticoncepción había sido hasta el Concilio unánimemente enseñada por los autores especializados en teología moral católica.

El P. Häring, por ejemplo, en La Ley de Cristo (I-II, Barcelona, Herder 19654), enseña que el uso de preservativos «profana las relaciones conyugales». Del onanismo -refiriéndose aquí con ese término al mal uso del matrimonio- dice que «sería absurdo pretender que tal proceder se justifica como fomento del mutuo amor. Según San Agustín, no hay allí amor conyugal, puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta» (II,318). Por el contrario, «la continencia periódica respeta la naturaleza del acto conyugal y se diferencia esencialmente del uso antinatural del matrimonio» (316).

Ésta era, conforme al Magisterio apostólico, la enseñanza unánime de los moralistas. Pero en torno al Concilio se habían suscitado expectivas generalizadas de que la Iglesia, como no pocas confesiones protestantes, iba a aceptar la anticoncepción, al menos en ciertas condiciones. Por eso la Humanæ vitæ ocasionó en muchos indignación y rechazo. La rebeldía no se hizo esperar.

Mes y medio después de publicada la Humanæ vitæ, el P. Häring hace un llamamiento general a resistirla:

«Si el Papa merece admiración por su valentía en seguir su conciencia y tomar una decisión totalmente impopular, todo hombre o mujer responsable debe mostrar una sinceridad y una valentía de conciencia similares... El tono de la encíclica deja muy pocas esperanzas de que [un cambio doctrinal] suceda en vida del Papa Paulo... a menos que la reacción de toda la Iglesia le haga darse cuenta de que ha elegido equivocadamente a sus consultores y que los argumentos recomendados por ellos como sumamente apropiados para la mentalidad moderna [alude a HV 12] son simplemente inaceptables... Lo que se necesita ahora en la Iglesia es que todos hablen sin ambages, con toda franqueza, contra esas fuerzas reaccionarias» (La crisis de la encíclica. Oponerse puede y debe ser un servicio de amor hacia el Papa: «Commonweal» 88, nº20, 6-IX-1968; art. reproducido en la revista de los jesuitas de Chile, «Mensaje» 173, X-1968, 477-488).

Una parte importante de los moralistas coincide en esos años con la postura del P. Häring. Una declaración, por ejemplo, de la Universidad Católica de Washington, encabezada por el P. Charles Curran, y apoyada por unos doscientos «teólogos», rechaza la doctrina de la encíclica («Informations Catholiques Internationales», n. 317-318, 1968, suppl. p.XIV).

También en España muchos profesores de teología se han opuesto y se oponen a la doctrina de la Iglesia en temas de moral conyugal.

Oposición de algunos episcopados

En 1968 se produce en Francia, y un poco en todo el mundo, la Revolución de mayo. Y ese mismo año, en julio, estalla en la Iglesia la crisis de la Humanæ vitæ. Es un momento en el que la esperanza se pone en la rebeldía y el cambio.

El padre Marcelino Zalba, jesuita, en su estudio Las Conferencias episcopales ante la Humanæ vitæ (Cio, Madrid 1971), deja claro que son muchas más las Conferencias episcopales que aceptan claramente la encíclica, que aquellas que se muestran más o menos reticentes o a la defensiva, como si la encíclica fuera a ser causante de graves problemas de conciencia en los fieles.

Si se mira el número de Obispos de las diversas Conferencias, se aprecia que son muchos más los Obispos que aceptan claramente la inmoralidad absoluta de la contracepción que aquellos que se muestran reservados o reticentes: «hemos calculado grosso modo que [son] unos 1300 frente a unos 300-350» (Zalba, 192).

La posición, sin embargo, de los reticentes iba a tener una consecuencia histórica enorme. Con diversos matices y argumentos, varios Episcopados, como los de Alemania occidental, Austria, Bélgica, Canadá, Escandinavia, Francia, Holanda, Indonesia, Inglaterra y Gales, Rodhesia, aunque en esa hora crítica aceptan doctrinalmente la encíclica, consideran pastoralmente que, al no ser una declaración pontificia infalible, no cabe excluir absolutamente un posible disentimiento, de modo que, en casos gravemente conflictivos, habría que remitir el discernimiento del problema a la propia conciencia. Así, por ejemplo, los Obispos escandinavos: «que ninguno, por tanto, sea considerado como mal católico por la sola razón de un tal disentimiento».

Estas actitudes, producidas sobre todo en los países más ricos e influyentes de la Iglesia, van a ocasionar que la disidencia contra la moral conyugal católica, más o menos acentuada, se vaya haciendo en esos años primero lícita, y poco más tarde casi obligatoria para los católicos ilustrados o para cualquier movimiento de renovación y vanguardia.

La doctrina católica, sin embargo, da una verdad muy clara: que «es intrínsecamente mala “toda acción que se proponga como fin o como medio hacer imposible la procreación”» (Catecismo 2370; cf. Humanæ vitæ 14). Por el contrario, muchos todavía pretenden que se siga buscando y buscando argumentos teológicos -conflicto de deberes, mal menor, primacía de la conciencia, ideal y gradualidad, etc.- hasta que pueda afirmarse finalmente con toda paz lo contrario de lo que la Iglesia ha enseñado y enseña con absoluta firmeza:

«Pablo VI -afirma Juan Pablo II-, calificando el hecho de la contracepción como “intrínsecamente ilícito”, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá convertir un acto así en un acto de por sí ordenado» (12-XI-1988), es decir, moralmente lícito.

El «caso Washington»

Vengamos a un caso concreto, antes aludido, muy especialmente significativo. George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta detalladamente cómo fue la crisis de la Humanæ vitæ en la archidiócesis de Washington, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).

«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O´Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O´Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos».

Los sacerdotes apelan a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomienda «urgentemente» al arzobispo de Washington que levante las aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones entre el Cardenal O´Boyle y la Congregación romana.

«Según los recuerdos de algunos testigos presenciales, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».

La disidencia tolerada

Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica (Código de Derecho Canónico c.1371) a quienes en la docencia o en la predicación pastoral y catequética se opusieran a la enseñanza de la Iglesia.

Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano con estas sanciones, si ello podía traer escándalos o aunque solo fuere tensiones y conflictos en la convivencia eclesial.

También los profesores de teología, religiosos y laicos líderes aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa. Se hacía posible, pues, enseñar, predicar y escribir contra la doctrina propuesta solemnemente por el Papa como doctrina de la Iglesia, sin que ello trajera sanción alguna.

La presunta licitud de la disidencia corrió por los ambientes universitarios y pastorales de la Iglesia como una buena nueva.

Conocimos, por ese tiempo, el caso de un moralista que al publicarse la encíclica Humanæ vitæ resolvió en conciencia abandonar la enseñanza que venía impartiendo en una Facultad de Teología. Pero poco más tarde decidió continuar en su docencia, al comprobar que estaba permitido disentir públicamente de la doctrina de la Iglesia.

La disidencia privilegiada

En pocos años la disidencia teológica, al menos dentro de ciertos límites, pasó de ser tolerada a ser privilegiada en bastantes medios eclesiales. Es la situación actualmente vigente en no pocas Iglesias del Occidente. En ellas es difícil que un teólogo sea prestigioso si no tiene algo o mucho de disidente respecto de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a la doctrina y a la tradición de la Iglesia será generalmente estimado como adherente a una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marcará en el curriculum de los autores un punto de excelencia.

El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989, exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia» 1989, 440-443). Efectivamente, fundamentalmente diversos e irreconciliables.

Y aún tuvo ánimo para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada [...] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohibe en todo caso cualquier tipo de contracepción» («The Tablet» 23-X-1993).

En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel, puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo moralista católico del siglo XX».

Otro caso similar, de disidente próspero, es el de E. Schillebeeckx, que, después de ser amonestado por la Congregación de la Fe en varias ocasiones (1979, 1980, 1986), publica años más tarde una antología de sus errores en el libro Soy un teólogo feliz (Sociedad Educación Atenas, Madrid 1994).

La ortodoxia perseguida

Tiempos singulares en la historia de la Iglesia, en los que «teólogos» dura y largamente enfrentados con el Magisterio apostólico pueden ser considerados por muchos como los mejores.

Tiempos recios, en los que la fidelidad estricta a la doctrina católica puede llegar a ser una condición desfavorable o excluyente para enseñar en un Seminario o en una Facultad del Occidente ilustrado. Lo cual es lógico, por lo demás. Introducir en el ámbito predominantemente liberal y disidente de un Seminario o Facultad a un formador o a un profesor ortodoxo es admitir en él una bomba de relojería, pues es probable que cause graves problemas en cualquier momento.

«Tiempos recios», en la expresión de Santa Teresa. ¿Cómo está la Iglesia allí donde servir a la verdad católica y defenderla es sumamente arduo y peligroso, mientras que callar discretamente ante errores y abusos es condición para «guardar la propia vida» en la paz y la estima general? Un cierto grado de disidencia o al menos de respeto por las tesis de los disidentes es un pasaporte absolutamente exigido en muchos ambientes. Ante errores y abusos, a veces enormes, se responde con un silencio comprensivo y tácitamente anuente. En esa actitud tan frecuente, lo eclesial y académicamente correcto es no alarmarse por nada.

¿Cómo está la Iglesia allí donde un grupo de laicos que crea en la doctrina católica sobre Jesucristo, la Virgen, los ángeles, la Providencia, la anticoncepción, el Diablo, etc., y se atreva incluso a «defender» estas verdades agredidas por otros, sea marginado, perseguido y tenido por integrista?

Describir aquí, por ejemplo, el calvario inacabable que pasan ciertos grupos de laicos que pretenden difundir en sus diócesis, según la Iglesia lo quiere, los medios lícitos para regular la natalidad, excede nuestro ánimo. Se ven duramente resistidos, marginados, calumniados. Mientras otras obras, quizá mediocres y a veces malas, son potenciadas, ellos están desasistidos y aparentemente ignorados por quienes más tendrían que apoyarles.

En las Iglesias enfermas de disidencia liberal, por supuesto, sufren ese mismo calvario los Obispos, presbíteros, los religiosos y los laicos, fieles a la ortodoxia católica.

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