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jueves, 7 de junio de 2018

MANIFIESTO a la NACIÓN española: España o Antiespaña. Pensar en derechas o izquierdas es un suicidio cuando la casa de todos empieza a arder

ESPAÑOLES: Días Decisivos
SERTORIO
5-junio-2018
España o Antiespaña
Pensar en derechas o izquierdas es absurdo
cuando la casa de todos empieza a arder
El problema principal de este fin de legislatura no se encuentra en Cataluña, sino en Madrid, donde un gobierno extremadamente débil, rehén del marxismo y de los separatistas, va a tener que tomar decisiones muy graves en una situación histórica que sólo admite ser comparada con 1808. Nos jugamos el ser o el no ser de España, su configuración para las próximas generaciones, quizás su extinción, pues un país sin Cataluña, Vasconia, las Baleares o Navarra ya no será ni se podrá llamar España.
Lo peor de este caso es que el problema principal se encuentra en Madrid, pero la decisión no depende de Madrid. Recordemos que la independencia ya ha sido proclamada en octubre, que en Cataluña ya impera otra legislación y, sobre todo, otra legitimidad. Los separatistas ni son mayoría ni representan a Cataluña, pero tienen unidad de propósito, combaten a un enemigo perfectamente perfilado –España–, movilizan muy bien a sus secuaces y, sobre todo, la debilidad de Madrid desmoraliza a quienes son mayoría en la región: los catalanes fieles, ahora perfectamente conscientes de que se les ha entregado al enemigo. Como los pieds noirs y los harkis argelinos, los leales que se manifestaron contra la traición del gobierno de la Generalidad quedan expuestos a la venganza del separatismo.
No podemos ser tan ilusos como para creer que el diálogo que se va a iniciar entre los separatistas y el gobierno, ese que ellos han instalado en Madrid, va a servirse de la Constitución de 1978 como instrumento que conforme los límites de lo que se puede alcanzar. No lo será por dos razones: los separatistas, en las dos décadas precedentes, han conseguido mucho más de lo que la Constitución tolera. Por otro lado, la Carta Magna es historia, un fósil con validez jurídica pero sin virtualidad política. Ni los separatistas, ni la extrema izquierda, ni el gobierno que ellos sustentan pueden evitar quebrantar la ley de leyes. La negociación que se avecina se fundará en hechos consumados (no en un Estatuto que el separatismo tiró a la papelera hace años) y en el rechazo de Madrid a aplicar la fuerza para defender la integridad de la Nación.
Es una incógnita saber qué vendrá después, pero seguro que habrá una República catalana, independiente de forma plena o asociada a una fantasmal Commonwealth hispánica. Que a esto se unan los separatistas vascos, navarros y baleares es muy posible, aunque el gran escollo para los abertzales es que todavía un altísimo número de navarros están dispuestos a defender su identidad y no tienen la menor intención de convertirse en el granero de Euzkadi. El propósito separatista de los bizkaitarras no es viable sin gobernar en Pamplona y dominar con una amplia mayoría su parlamento.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? El error esencial del régimen todavía en vigor fue querer incluir dentro de él y dar una representación exagerada en las instituciones a quienes siempre han querido destruir a España, porque jamás han ocultado sus fines. Ejerciendo una larga paciencia y valiéndose de la absoluta cortedad de miras de la casta política, han conseguido con una tenacidad y una inteligencia dignas de encomio debilitar por completo al Estado o, por lo menos, comprar a sus más altos representantes. Para ellos, lo que pactaron en 1978 no era un fin, sino un medio, una etapa en el camino hacia la construcción de su propio Estado. Hoy están muy cerca de su tierra prometida: la independencia o la obtención de una ciudadanía de primera clase que les privilegie aún más frente a los españoles del común.
Las izquierdas no hacen un secreto de su intención de cambiar el régimen y avanzar hacia una especie de República confederada. Desde hace más de treinta años, los partidos marxistas han sido cómplices entusiastas del separatismo, cuyos excesos aprobaban en sus feudos autonómicos para conseguir ventajas en la política nacional. Las derechas, por otro lado, han cedido todo lo que fuera necesario para disfrutar de una engañosa tranquilidad, esa que les ha estallado en las manos durante el último año. Pero el rechazo de la izquierda a la Constitución, el persistente desafío a su legitimidad y a su validez por parte de sectores cada vez más amplios del progresismo hispano, favorece la idea de ruptura de los pactos nacionales de 1978 y la vuelta a los fantasmas de 1936. Sin embargo, los pensadores de la izquierda nunca se han parado a pensar que la ruptura tiene dos caras. Sí, ellos pueden quebrar los pactos constituyentes de hace cuarenta años, pero sus adversarios, desde ese momento, no se sentirán vinculados por un acuerdo que los herederos del Frente Popular destruyen. Es decir, sus rivales también pueden romper la Constitución, están tan legitimados como ellos. Ninguna lealtad les obligaría. La baraja está rota y la situación se torna revolucionaria, tanto para unos como para otros.
El pasado no vuelve. Lo que fue nuestra realidad durante el último medio siglo se ha acabado. No ser consciente de ello llevó al gobierno recientemente depuesto a su ruina y desprestigio. Tampoco valen ni los hombres ni los partidos de antes. Hoy sólo existen dos campos: España o Antiespaña. Pensar en términos de derechas o izquierdas es absurdo cuando la casa de todos empieza a arder.
Necesitamos un acuerdo nacional que tenga como fundamento algo de lo que los españoles carecemos: el sentido del Estado. Somos una nación que disfruta del privilegio, muy raro en Europa, de no haber sido invadida en los últimos doscientos años. Situada en una posición marginal del continente, neutralizada por las grandes potencias e insignificante como poder mundial, España tuvo el buen sentido de aislarse de los grandes conflictos de otros, en los que no nos jugábamos nada. La carencia de enemigos externos, la pobreza del país, su lacerante injusticia social con su cortejo de ignorancia, brutalidad y rencor, hicieron de España una nación envuelta en rencillas privadas, en odios cainitas, en egoísmos sociales y en particularismos aldeanos que llegaron a la degeneración cantonalista. No entendemos, porque carecemos de las tristes experiencias de los otros europeos, la necesidad de un Estado que vertebre a una nación española que está viva, que vale más que sus dirigentes y que debe ser defendida por el poder soberano que de ella misma emana y que se denomina Estado. Francia, Rusia, Polonia, Hungría, Alemania, no hay nación en Europa que no haya desarrollado ese instinto nacional que la razón preserva mediante la edificación de un poder estatal. Ese mismo poder y ese mismo espíritu, por cierto, que el globalismo mundialista quisiera hoy liquidar.
Pero ¿no tenemos ahora un Estado enorme, que abarca una cantidad inmensa del producto nacional y genera deuda, empleo, leyes, impuestos y multas? Sí, sufrimos un Estado obeso, inflado con mil competencias que debería dejar a los particulares, que se preocupa por los micromachismos, el maltrato animal, el lenguaje inclusivo, el estatuto de la comunidad LGTBI en Mozambique, el cambio de nombre de las calles o la financiación de centenares de engendros de dudosa utilidad pública, pero que ignora el fin esencial de su existencia: la defensa de la comunidad política, de su unidad en el espacio y de su continuidad en el tiempo. Tenemos la herramienta, no muy eficaz, por cierto, pero no sabemos manejarla, no entendemos su espíritu, su razón de ser, al revés de lo que sucede con franceses y rusos. Para el español, el Estado es una máquina recaudatoria, una voraz y autoritaria tragaperras, y también una fuente de empleo estable. Patriota instintivo, sin una cultura de lo nacional, que ha sido cuidadosamente censurada por el régimen aún imperante, el español que siente el amor a la Patria es incapaz de pensarla, porque se le ha educado durante medio siglo precisamente para eso. El pueblo debe saber que la soberanía nacional es algo muy importante, de lo que dependen sus derechos, su pan y su libertad, y que está ligada sin remedio a un Estado que sea consciente de su tarea, no a un mero laberinto administrativo, repleto de una legislación descomunal, inútil, contradictoria y estúpida. 
Se ha pretendido aguar el amor a España con engendros ridículos como el patriotismo constitucional o la inmersión en Europa. No hace falta saber mucho de historia para comprobar que España preexiste a sus Constituciones, que ha tenido más de una decena de ellas y que aún seguirá existiendo con las que vendrán. Difícilmente podrá un código legal suscitar el menor patriotismo en un país tan desconfiado de la ley como el nuestro. Pocos refranes más usados entre nuestra gente como "Allá van leyes, do quieren reyes". Sólo los viejos fueros y la religión, lo opuesto al constitucionalismo moderno, han suscitado un sentimiento semejante. Respecto al patriotismo europeo, basta con asistir a lo que sucede en Francia, Italia, Hungría, Polonia y Gran Bretaña como para saber que se trata de una ficción burocrática, de un ente de razón que sólo existe porque beneficia a una oligarquía financiera.
¿Somos, como afirman los frívolos, una nación de naciones? En pura lógica no se puede ser parte y todo. Pero razonamientos al margen, una nación es, por lo que nos dicen, un sentimiento: son connacionales los que así se sienten. El pequeño problema de esto surge cuando dentro de esa nación surge otro territorio con otra gente que no se siente de esa nación, sino que quiere ser otra. ¿Somos entonces una nación de naciones de naciones de naciones? Eso ya pasó en 1873 y acabó como acabó. Mal. Muy mal.
¿Qué es, pues, una nación? Un sentido, un espíritu de siglos, una legitimidad permanente de raíz histórica, una comunidad política con voluntad de serlo y de pervivir, que se encarna materialmente en un Estado al servicio de esa comunidad, de su concepción del mundo y de su bienestar y de su seguridad material. España es una nación porque la avala una historia y la confirma la comunidad de sus pueblos. Pero si renunciamos a nuestra historia, a nuestra concepción de mundo, a nuestras raíces culturales, si relativizamos lo que somos, dejaremos de ser una nación y nos convertiremos sólo en un ente proveedor de servicios al consumidor, en una circunscripción administrativa de la Unión Europea, que es el fin de la política de este régimen que agoniza. Las naciones viven, pero también mueren. O las asesinan. 
Una nación es lo que es mientras tenga voluntad de permanencia, mientras combata a sus enemigos con todas las armas de las que sea capaz de valerse. No hay nación sin Estado. Sin él, el hecho nacional es sólo una fantasía, el proyecto utópico de unos revolucionarios. El Estado es su encarnación material, la estructura que la confirma, defiende y otorga un sentido. Sobre todo, es la garantía de la existencia de la comunidad. Como encarnación de un poder soberano, es único, no se puede dividir. No es posible una soberanía compartida ni tampoco parcelarla. El Estado que acepta semejante práctica es un esclavo de otro poder. 
La soberanía fue la gran cuestión política de los siglos XVIII y XIX. Hoy vuelve a ocupar nuestras inteligencias. Si España es una nación libre y soberana, debe ejercer su potestad única e indivisible. No puede admitir ni la posibilidad de un reto a su integridad. Si el régimen actual es nocivo a la patria, es el régimen y no la patria quien debe desaparecer.
Vivimos una situación revolucionaria en lo político, no en lo social. De momento. En estas circunstancias tenemos perfecto derecho a defendernos de los enemigos de la patria. Si la Constitución es un obstáculo, hagamos otra que combine de manera armoniosa la unidad nacional con la autonomía regional, pero dejando muy claro y sin equívocos posibles que toda la soberanía pertenece a todo el pueblo español.
No podemos renunciar a defendernos y a hacerlo con todo el vigor y la energía que sean necesarios. El diálogo no es un valor absoluto: hay asuntos que no se negocian, y la integridad del Estado es uno de ellos. Para defenderla cualquier medio es legítimo. Es un bien supremo que supone la supervivencia de toda la comunidad política.
Nuestro tiempo nos llama a la lucha, al combate sin cuartel contra un enemigo taimado que abusó durante mucho tiempo de la vileza de quienes, en aras de un diálogo que siempre acababa en capitulación, han debilitado mortalmente a España. La cobardía es ya imposible. Es hora de combatir. 
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