Santa TERESA de JESÚS
(Ávila 28-3-1515)
Santiago Clavijo
15/10/19
Obras Completas
Teresa de Jesús-Serie TVE
Audiencia General
2-febrero-2011
Santiago Clavijo
3-10-2011
Teresa nació el 28 de marzo de 1515 en Ávila, ciudad amurallada en la vertiente norte de la sierra de Guadarrama, baluarte de la cristiandad en la reconquista de España contra la invasión mahometana.
Fue su padre el noble castellano Don Alonso Sánchez de Cepeda, fervoroso defensor de la fe de sus antepasados que tenía una elevada concepción del honor y educaba a sus hijos con libros edificantes: vidas de santos y crónicas de los héroes medievales.
La madre de Teresa, doña Beatriz de Ahumada, observaba los deberes de madre y esposa como sus antepasadas, era hermosa y vivaz, confinada en su lecho frecuentemente, devoraba la novela del caballero Amadis de Gaula, que la llevaba a protagonizar aventuras mundanas por tierras lejanas en sus vigilias por insomnio.
Las historias ejemplares del padre y las novelerías de la madre formaron la despierta mente de Teresa y marcaron su personalidad con cierta dualidad, en la que las aspiraciones espirituales estaban combinadas con los intereses del mundo.
A los siete años, Teresa era una niña de imaginación viva que dirigía los juegos de numerosos hermanos y primos: campos de batalla donde piadosos caballeros luchaban valientemente contra los moros infieles o padecían la muerte de un mártir atado a una columna. La fantasía infantil de Teresa la llevó a identificar juego y realidad: convenció a su hermano preferido Rodrigo de 10 años para abandonar secretamente su hogar en dirección al país de los moros para sufrir la muerte de los mártires a manos de los infieles. Tomaron el camino de Salamanca hasta que un primo de su padre les encontró cuando caía la tarde y tenían los pies destrozados. Después de esta desafortunada aventura, Teresa imaginó un juego nuevo de “monjas y monjes” que sustituyó al de “cristianos y moros” que había sido el favorito. En el centro colocaban una capillita, en la que rezaban, permanecían en silencio y rechazaban todo alimento.
A los diez años, Teresa era una muchacha delgada de aire un tanto indómito, con profundos ojos oscuros y una expresión seria que suavizaba su sonrisa amistosa. Había hecho voto de que llegaría a ser realmente una monja y que induciría a sus hermanos y primos, con su ejemplo, a abrazar también una vida espiritual de renuncia al mundo.
A sus catorce años era ya una precoz señorita cuya belleza y jovialidad cautivaba a todo el mundo, quería agradar, ser cortejada y admirada. la severa etiqueta española no toleraba ningún contacto entre los jóvenes de distinto sexo, a no ser que fueran parientes. Ahora, el patio era el centro de reuniones juvenilesal que todos los “caballeritos” de Ávila deseaban ser invitados, para lo que tuvieron que descubrir parentesco con Teresa.
Teresa se enamoró por primera vez a los quince años, una prima mayor pasaba a hurtadillas los primeros billetes amorosos del admirador y organizó una cita secreta. Teresa estuvo a punto de sacrificar su virtud, pero su conciencia le llevó a confesar todo a su padre.
La madre de Teresa había muerto y María, la hija mayor de la primera esposa de su padre, estaba próxima a casarse. No había ninguna mujer madura en la casa que pudiera ayudar a la joven inexperta a evitar los peligros de la adolescencia.
Don Alonso decidió confiar el cuidado de su hija a las monjas agustinas de Ávila, un convento-escuela que conservaba la disciplina tradicional. Cuarenta monjas protegían la virtud y cuidaban del bienestar de las jóvenes pupilas. En vez de coqueterías y melindres debía haber rezo y relatos edificantes. Al principio, Teresa se sintió desgraciada en su piadosa prisión. Al cabo de pocas semanas, Teresa era la favorita de las monjas y un rayo de luz en los sombríos corredores del convento.
Y acabado el año de enclaustramiento, las buenas monjas trataron de inducir a Teresa a que tomara el velo. En época posterior confesó: “Era muy contraria a hacerme monja”.
Teresa acababa de cumplir dieciséis años. Había sido una muchacha sana, estaba llena de proyectos para cuando abandonara el convento, pero fue súbitamente vencida por la enfermedad. Comenzó por una extrema debilidad, un punzante dolor por todo el pecho que se extendió al abdomen, a los miembros y a todo el cuerpo. Las monjas pensaron que iba a morir, pero a los pocos minutos los dolores se apaciguaron inesperadamente. Poco después sobrevino otra vez el ataque, que se repitió muchas veces. Precisamente este mal espantoso iba a ser la primera fase de su santidad. Su tormento era el heraldo de una inopinada bienaventuranza. Teresa tenía que aprender a soportar su dolorosa enfermedad antes de que pudiera ser una predestinada de Dios.
Don Alonso la llevó de vuelta al hogar pensando que se restablecería fuera de la disciplina del convento, pero esto no sucedió. La casa ya no era la misma, estaba triste y sombría. La mayor parte de sus primos habían dejado Ávila para dedicarse al comercio en Sevilla, capital marítima del imperio, o siguieron a los conquistadores hacia países lejanos. De sus hermanos, sólo Lorenzo y Antonio, los más jóvenes, permanecían en el hogar. La mayor parte de sus amigas estaban casadas y vivían en otras ciudades. Juana, su favorita, había tomado el velo en Ávila.
Don Alonso, el padre de Teresa, afrontó la enfermedad de su hija con impotencia y turbación. Teresa tenía dieciséis años cuando dejó el internado en el convento-escuela y volvió al hogar paterno. Como su salud no se recuperaba, decidió enviarla al cuidado de su hermanastra María que vivía en un ambiente rural a dos días de viaje en mula. En el camino se detuvieron en casa de su tío Pedro de Cepeda que llevaba años dedicado a la vida ascética de un hombre entregado a Dios. Conversaron únicamente sobre las cosas sagradas y don Pedro pidió a Teresa que leyera algunos pasajes de los escritos de san Jerónimo, sabio ermitaño del siglo IV. La joven sufriente encontró en el mensaje del reino de los cielos un gran consuelo para sus sufrimientos. Al otro día, cuando prosiguió el viaje pidió a su tío que le prestara uno de los volúmenes de san Jerónimo. En las vidas piadosas la santidad y la grandeza nacen a menudo a través de las fatigas del dolor y de la enfermedad.
Lo mismo que Teresa, el despreocupado y alegre hijo del rico mercader Juan Bernardone fue separado por la enfermedad de sus enredos mundanos y guiado en su camino para llegar a ser san Francisco de Asís.
Igualmente, el caballero Íñigo López de Recarte, consagrado a las vanidades del mundo, comprobó en el curso de su penosa segunda convalecencia que las ambiciones humanas no tienen valor y trocó sus designios terrenos por miras celestiales llegando a ser san Ignacio de Loyola.
Ni los tiernos cuidados de su hermanastra, ni las distracciones de la vida campesina restituyeron su jovialidad. Sólo era feliz cuando la dejaban a solas en su cuarto, absorta en su libro de san Jerónimo. Sus palabras de promesas acerca del reino de los cielos resucitaron en ella el viejo sueño del vestir el hábito de monja. Otro día, leyó las amenazas sobre los tormentos del castigo en el infierno.
Poco después sufrió otro grave ataque, parecía estar en estado agónico. María pasó la noche entera junto al lecho de Teresa, que se recuperó a la mañana siguiente. En época muy posterior explicó que la enfermedad cesó aquella noche cuando decidió volver la espalda al mundo y hacerse monja.
Por temor a que su plan fracasara, lo mantuvo en secreto. A su vuelta a Ávila, se confió a su amiga íntima Juana que podría ayudarla desde su convento carmelita de La Encarnación. Cuando tuvo todo preparado para entrar en el convento como novicia, informó a su padre que quedó anonadado y manifestó su disconformidad.
Teresa había sido siempre una hija obediente, pero el infierno era una cosa muy seria. A los diecisiete años volvió a huir del hogar paterno como en su infancia cuando se fue a tierra de moros para ser mártir. Don Alonso se halló ante un hecho consumado y tuvo que otorgar su tardía bendición porque era un buen cristiano.
En el convento carmelita de la Encarnación, aislado del mundo por gruesas paredes, Teresa se creyó a cubierto de todas las tentaciones. Era celosa y jovial en el cumplimiento de sus deberes como novicia, la renunciación la llenaba de alegría. Pero la felicidad inicial duró muy poco, el temor al infierno que le había impulsado a tomar el velo, y el fervor conque proseguía su camino hacia el cielo, avivaron sus ojos por lo que estaba sucediendo a su alrededor. Con gran consternación comprobó que en el convento adonde había huído aún estaba en el mundo del que quería escapar. El principal enemigo era el espíritu de los tiempos. Las paredes del convento eran medievales pero las monjas eran hijas de los tiempos modernos, habían consagrado su vida al Señor con votos de castidad y obediencia, pero gozaban de vacaciones con parientes o amigos fuera del convento. Las piadosas hermanas podían recibir visitas en el locutorio que tenía un enrejado que separaba los cuerpos en el espacio pero que era atravesado por la vista y el oído. Las habladurías del mundo con sus vanidades y tentaciones contaminaban la vida de oración.
Entonces comenzó a dudar del acierto en su elección del convento. Fue el primer indicio de que Teresa estaba predestinada para ser la reformadora de la Orden del Carmelo. Por el momento, no era más que una humilde y obediente novicia.
Después de profesar sus votos como monja, sus ataques volvieron con furia implacable, ninguna parte de su cuerpo estuvo a salvo del ardiente dolor, su cuerpo permanecía frío y rígido. A medida que los ataques volvieron, la enfermedad afectó a la vida entera de Teresa. La tregua entre un ataque y el siguiente se acortaba cada vez más; al principio era cosa de semanas, por último sólo de días.
Teresa estaba predestinada a convertirse en la santa del éxtasis y su enfermedad era el instrumento de Dios, pero esto era todavía invisible para los demás.
Don Alonso retiró a su hija del convento y solicitó la ayuda de los mejores médicos de Castilla. Discutieron largamente sobre la causa de la enfermedad pero no pudieron descubrir ningún defecto orgánico. Las convulsiones y la tensa rigidez muscular era un caso no previsto en los tratados de medicina y los tratamientos aconsejados no trajeron el menor alivio. Puesto que la ciencia había fracasado, don Alonso decidió llevar a su hija a una famosa curandera de Becedas, en las cercanías de Béjar (Salamanca), que gozaba de la reputación de haber curado muchos casos desesperados. Era naturista y ejercía únicamente en primavera, cuando brotaban las hierbas. Como era invierno, se decidió que Teresa pasara los meses que faltaban en el campo con su hermana María. Nuevamente visitó de camino a su tío Pedro que le regaló un libro del monje franciscano Francisco de Osuna, que enseñaba una forma mental no hablada de oración. Llegó a ser su guía en el viaje hasta Dios.
Durante su estancia en el campo, los ataques cedían a veces y permitían a Teresa practicar la oración mística, que le producía un intenso gozo.
Al llegar la primavera Teresa viajó a Bercedas, la cura era primitiva a base de vómitos y purgantes para limpiar el organismo. La curandera juzgaba a la enfermedad como a un maligno demonio por lo que también empleaba fórmulas mágicas a modo de exorcismos.
No obstante, el demonio de la enfermedad de Teresa no sólo no se dejó intimidar por la hechicería de la curandera sino que redobló sus ataques. Los procedimientos de la curandera resultaron más desastrosos que la misma enfermedad. En el verano de 1537, el padre de Teresa la trajo de nuevo al hogar de Ávila. Era una ruina humana, Teresa anhelaba la muerte para liberarse de su tormento por lo que pidió la confesión. Don Alonso se negó porque su cariño le indujo a pensar que ello aceleraría su muerte.
Privada del consuelo del sacramento, Teresa sufrió el más fuerte ataque; en su angustia y dolor vociferó y se mordió la lengua para después entrar en coma. Transcurridas veinticuatro horas sin la más leve señal de vida, sin pulso, los médicos diagnosticaron: ¡Está muerta!
Pasada una segunda noche, Teresa continúa igual, por lo que comenzaron los preparativos para el funeral. Dos hermanas de la Encarnación velaban y oraban a la cabecera de Teresa. En el cementerio del convento las monjas cavaron un sepulcro y en la capilla fue oficiada una Misa por el alma de la muerta.
Don Alonso se negó a que Teresa fuera colocada en el ataúd; a la tercera noche desde el ataque, su hermano que la velaba se durmió. Despertó al amanecer y vio el féretro en llamas. La priora se encaminó por segunda vez a casa de Teresa para reclamar el cuerpo y proceder al entierro en el convento. Al entrar en la cámara mortuoria encontró a Teresa tranquilamente sentada sobre su féretro hablando con su padre en tono de voz claro y natural. Había pasado cuatro días en coma.
Después de que Teresa confesó y recibió la Eucaristía sintió un gran alivio en el alma, pero su debilidad física permaneció invariable. De conformidad con sus deseos, fue llevada al convento el domingo de Ramos del año 1537, a los veintidos años de edad.
Durante ocho meses, Teresa yace en la enfermería del convento, totalmente inmovilizada y atormentada por dolores implacables. Después, cuando los padecimientos cedieron algo y pudo arrastrarse, fue llevada a su celda, donde pasó más de tres años en estado de parálisis parcial y de dolorosas contracciones musculares, llevando la vida de una inválida sin señales de mejoría.
Finalmente, Teresa vióse libre del tullimiento cansado por la enfermedad pero siguió sufriendo. Tuvo vómitos durante veinte años que la impedían alimentarse hasta más del mediodía y algunas veces sufría fuertes dolores de corazón.
Tenía Teresa diecisiete años cuando sufrió el primer ataque, cuarenta y tres cuando experimentó el primer arrobamiento de éxtasis.
En 1540, Teresa se restableció de un día para otro, ella lo atribuyó a la fuerza de la oración. Las monjas del convento pensaron en un milagro cuando la vieron caminar. Alexis Carrel, premio Nobel de Medicina (1912) acepta el poder curativo de la oración concentrada sobre las perturbaciones funcionales del organismo.
Fuente:
René Fülöp-Miller. “Teresa de Ávila, la santa del éxtasis”. Espasa-Calpe
Transverberación de Santa Teresa
En la teología y en la espiritualidad católica la transverberación es considerada un regalo espiritual otorgado a personas que logran una intimidad mística con Dios, consistente en una «herida espiritual en el corazón». En el caso de Santa Teresa de Ávila, el fenómeno es descrito en su obra autobiográfica "Libro de la Vida", en el que relata una visión que tuvo hacia 1562 cuando un ángel se le apareció y clavó una flecha ígnea en su corazón:
«Ví a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla. [...] No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan ecendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman Querubines [...]. Viale en las manos un dardo de oro largo, y al fin de el hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios» (Libro de la Vida. Capítulo XXIX).
Si bien el caso de santa Teresa es el más conocido, la tradición católica le atribuye este don divino a otros santos tales como Catalina de Siena, Margarita María Alacoque, Pío de Pietrelcina, Francisco de Sales, Verónica Giuliani, entre otros.
Patricio Lennard: Cuando el 12 de marzo de 1622 Teresa de Jesús fue canonizada, no había ninguna santa con su nombre en el martirologio cristiano. Su cadáver incorrupto, exhumado por primera vez en 1584, dos años después de su muerte, no hizo entonces más que acrecentar la fama de santa de esa mujer que, cansada de las liviandades que admitía la vida en el convento al que había ingresado a los veinte años (y en el que las monjas podían pagar por una celda más cómoda y tener criadas, y hasta vestir con telas delicadas y recibir visitas), llegó a fundar treinta y seis monasterios a lo largo de toda España bajo una regla basada en la oración, la pobreza, el silencio y la clausura, que dio origen a la Orden de los Carmelitas Descalzos, una de las más estrictas y austeras congregaciones que existen.
Miguel de Unamuno decía que en Avila, ciudad en la que Teresa nació y que es célebre por sus imponentes murallas, no había otra forma de crecer que no fuera hacia el cielo. Un destino anunciado en la devoción con que Teresa construía, de pequeña, ermitas en el jardín de su casa familiar y jugaba a ser monja. En las vidas de santos, ese género extinto que tuvo su apogeo durante la Edad Media en la recopilación Legenda aurea de Santiago de la Vorágine, no son pocas las escenas de infancia en las que sus protagonistas dan señal de su condición atípica. Así, siendo sólo un niño, San Francisco de Asís fue agriamente reprendido por su padre por tirar el dinero, y Santo Domingo vendió, en tiempos de hambre, sus libros de estudio para ayudar a los pobres. Leyendo una Vida de Santos justamente, Teresa planeó a los siete años, con uno de sus hermanos, huir a tierra de moros a hacerse decapitar, presa del deseo de morir como mártir. Un arrebato piadoso y a la vez extemporáneo (ya en el siglo IV los mártires eran figuras del pasado y el ascetismo comenzaba a ser un modelo de santidad y perfección alternativo) que concluyó cuando uno de sus tíos los sorprendió cerca del puente que conducía a las afueras de la ciudad y los llevó, sin demoras, de regreso a casa.
Con esta hermosa escena de iniciación principia el Libro de la Vida de Teresa de Jesús, cumbre de la literatura mística y centro de una obra cuya hondura teológica fue revalidada en 1970 cuando Pablo VI nombró a la santa doctora de la Iglesia, convirtiéndola en la primera mujer en recibir ese honor en la historia del catolicismo. Un libro que ella terminó de escribir en 1562, en Toledo (más allá de que luego le realizó algunos agregados), y en el que narra el viaje a las profundidades de su alma y sus encuentros con Dios, y las circunstancias que la llevaron a fundar el convento de San José en Avila, el primero que albergó la nueva orden carmelitana. Un ímpetu reformador, el de la santa, que de entrada provocó grandes resistencias y enconos entre los carmelitas “calzados”. Intrigas entre las que figura el secuestro de Juan de la Cruz, quien pasó nueve meses en la prisión que la orden no reformada tenía en Toledo, en un agujero sin luz, sin poder cambiarse de ropa, hasta que un guardia apiadado le permitió escaparse, es sin duda el hecho más escabroso.
Preparada como estaba para exceder el mero registro de su espiritualidad que su confesor de turno solía pedirle que pusiera por escrito (“con este tipo de mujeres se podía terminar en el tribunal de la Inquisición”, apunta Rosa Rossi, biógrafa de la santa), Teresa pudo emprender la escritura de su Vida recién cuando se hubieron disipado los temores en torno de sus raptos místicos. “Es sin duda que tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo”, escribía Teresa en tiempos en los que no se podía “ni hablar ni callarse sin peligro”, según el humanista Juan Luis Vives se quejaba en una carta a Erasmo de Rotterdam. No por nada, entre 1559 y 1562, se realizaron muchos de los autos de fe que acabaron con la vida de miles de personas en las hogueras de la Inquisición y que evitaron que el protestantismo se enraizara en España. La misma época en que Teresa ya transitaba con ardor su sendero místico.
Transverberación de Santa Teresa-Lorenzo Bernini
El álgebra del éxtasis: En "La gravedad y la gracia", Simone Weil sostiene que uno de los grandes dolores de la humanidad es que mirar y comer son dos operaciones diferentes, mientras que la beatitud eterna es un estado en que mirar y comer son una y la misma cosa. Pensando en la vida de los ángeles, Swedenborg se figuraba que cualquier acción que fuera placentera se deterioraría gradualmente si tuviéramos que experimentarla eternamente sin respiro. Cinco siglos antes, Santo Tomás postulaba que la única actividad de los bienaventurados en el Cielo será la contemplación de la divinidad pues “nada que se contemple con admiración puede producir aburrimiento”. Casi con seguridad Maimónides consideraba, cuando escribió que “lo único que percibimos de Dios es que es, no lo que es”, la misma imposibilidad del tedio.
Todo esfuerzo místico consiste en reducir (o agrandar) a Dios a su esencia. Tanto Santa Teresa como San Juan de la Cruz exponen en sus obras la discreción con que los místicos suelen referirse a lo que se nos depara después de la muerte. Incluso, para Juan de la Cruz, el objetivo de la experiencia mística es la privación de imágenes (“la noche oscura del alma”): despojarse de todo aquello (voces, visiones, éxtasis) que justamente signa la mística de Teresa.
Sobre las interioridades del vínculo de la santa con Dios abunda el Libro de la Vida. Sobre todo, después de que se exponen, en los primeros capítulos, los prolegómenos de su empresa autobiográfica y, más adelante, una extensa teoría sobre la oración que ella amplía y reformula en dos libros posteriores, Camino de perfección y Las moradas. El retrato de su padre, hombre caritativo, que nunca se permitió tener esclavos (y del que omite revelar sus ascendientes conversos); la evocación de su madre, que murió joven, y que supo disponerla a la oración y al gusto por los libros de caballerías; el recuerdo de cómo las vanidades de la adolescencia dieron lugar al deseo, resistido por su padre, de ingresar a un convento; las cruentas enfermedades que en su juventud la pusieron al borde de la muerte, y el deslumbramiento que le provocó la lectura de las Confesiones de San Agustín, libro que fue modelo para su Vida, son algunas de las cosas que allí se nos cuentan.
León Bloy, ese católico inconformista al que le pesaba vivir en un tiempo en el que era poco probable conocer a un santo, creía que para ver a Dios era necesario “invertir nuestros ojos y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones”. Un movimiento que ya había descrito Agustín de Hipona (la mente debe concentrarse en el alma e ir hacia adentro a fin de alcanzar a Dios en un “golpe de vista trepidante”) y que Teresa experimentaba en la oración de quietud cuando el alma entraba dentro de sí misma. Allí, el entendimiento y la imaginación se veían desbordadas, y seguía un recogimiento de las potencias espirituales al que es imposible sustraerse. Algo que Dios confería a unos pocos elegidos, cuando tomaba el alma como “las nubes cogen los vapores de la tierra”.
El centro de la experiencia mística de Teresa, no obstante, se halla en sus visiones. Su Vida es un catálogo de ellas. Un expediente sobre el que erige el edificio de su santidad, pero en el que también se inscriben la acechanza y los miedos. Así, a medida que las visitas de Jesús se vuelven recurrentes, hay confesores que declaran su aprensión a asistirla. “Tan cierto les parecía que tenía el demonio, que me querían conjurar algunas personas.” Esos escrúpulos, no obstante, ya se habían disipado cuando acaece el fugaz “descenso” a los infiernos que relata en el capítulo XXXII. Una instancia en la que Dios le muestra de dónde la ha librado su misericordia y en la que comprueba que aunque allí “no hay luz, sino sólo tinieblas”, puede distinguirse “lo que a la vista ha de dar pena”. Algo que Santo Tomás imaginaba cuando decía que la tenue luz que hay en el infierno sólo servirá para aumentar el dolor de los condenados, al dejarles ver el horror que los circunda.
Pero es Cristo, en realidad, el objeto casi exclusivo de las visiones de Teresa. Visiones que dice percibir con “los ojos del alma”, en tanto las que se tienen con los ojos corporales son consideradas las más bajas y “adonde más ilusiones puede hacer el demonio”. Su transverberación, como es sabido, es la más famosa entre todas ellas. No por nada el diccionario de la Real Academia Española sólo registra esa palabra en referencia a la santa y Bernini le consagró su escultura más hermosa. Lo que le sucede en la transverberación es lo siguiente: Teresa siente que su corazón es atravesado por un dardo de oro que le arroja un ángel, y que le inflige un dolor de enorme intensidad, que condensa el álgebra del éxtasis. De allí precisamente Bataille extrae su teoría de que el desfallecimiento no sólo es el aspecto central de la sensualidad humana, sino también de la experiencia de los místicos.
Es el “deseo de morir para sí”, pues, que traduce la aspiración a la vida celeste (de vivir de manera anticipada en la inmortalidad, de morir por no morir, de morir desviviéndose), el núcleo ontológico y paradojal de la existencia mística. Así se entiende esa “ideología despreciativa del cuerpo” de la que habla Barthes en relación con los místicos y que Plotino expresaba en la vergüenza que le causaba el simple hecho de tener un cuerpo.
“Querría ya esta alma verse libre. El comer la mata, el dormir la congoja”, apunta Teresa en el Libro de la Vida. Y es ese cuerpo que para el alma es un “mal huésped”, esa existencia que se concibe como martirio, esa “vida contra natura”, la formulación de su experiencia de los límites. Esa que resume luminosamente en un bello poema que comienza diciendo: “Vivo sin vivir en mí, / Y de tal manera espero, / Que muero porque no muero”.
Conversiones: Sin duda la lectura más extraordinaria que ha suscitado el Libro de la Vida es la que una muchacha judía realizó una noche del verano de 1921, en la finca de un matrimonio amigo en las afueras de Bergzabern, Alemania. En esa ocasión, su anfitriona la instó a que tomara cualquiera de los libros que había en su decorosa biblioteca y, luego de elegir uno al azar, la muchacha abrió un volumen cuyo título era Leben der Heiligen Theresia von Avila. “Comencé a leer y quedé al punto tan prendida que no lo dejé hasta el final”, escribió varios años después, evocando esa experiencia que le cambiaría la vida. Un acontecimiento que determinó que ella, una vez que franqueó la última página del libro, y mientras observaba cómo los primeros rayos del sol iban filtrándose por la ventana del cuarto, exclamara para sí: Das ist die Warhrheit! (“¡Esto es la verdad!”) y ahí mismo se supiera convertida.
Así como San Agustín encontró en las palabras de la carta de San Pablo a los romanos la revelación que lo impulsó a seguir una vida santa, Edith Stein halló lo propio en el Libro de la Vida. Nacida el 12 de octubre de 1891 en Breslavia, en el seno de una familia judía, Stein fue la discípula dilecta de Husserl y la primera mujer en desempeñarse como asistente de una cátedra de filosofía en Alemania. Si bien su acercamiento a la fe católica había comenzado unos años antes, su epifánica lectura fue lo que la llevó a bautizarse un mes más tarde y lo que despertó en ella un hondo deseo de hacerse carmelita. Su ingreso al carmelo de Colonia, en 1933, fue una decisión que tomó una vez que pudo lidiar con la férrea negativa de su madre. El 2 de agosto de 1942, cuando la Gestapo la sacó de la clausura que por entonces cumplía en el carmelo de Echt, en Holanda, en represalia por un escrito de los obispos de ese país que denunciaba la deportación de judíos, Edith Stein comenzaba a transitar el destino de mártir que se le reconoció oficialmente en 1987, cuando fue beatificada, y por el que encontraría la muerte en una cámara de gas de Auschwitz-Birkenau el 9 de agosto de 1942.
En uno de sus textos religiosos (muchos de los cuales terminó de escribir como monja de clausura), Stein se detiene en la insistencia con que Santa Teresa declara que no todas sus hijas podrán acceder a la oración en sus grados más altos. Una advertencia que, en parte, se debía a los casos de monjas que en algunos carmelos se habían dado en dedicarse a la oración de manera compulsiva, apartándose de la vida comunitaria y postergando sus demás obligaciones. Con su famosa reconvención de que también “entre los pucheros anda el Señor”, Teresa pretendía así demostrar que incluso en la cocina bien podía rezarse y mitigar, de paso, la ansiedad religiosa. Esos escrúpulos que a algunas carmelitas no les permitía aceptar el reverente silencio de Dios, su “retraso en el signo” (Barthes). O, como dijo Rilke alguna vez, “la intimidad ardiente de su ausencia”.
El beneficio de la duda: En Muestrario (1918), en lo que puede ser leído como una irónica visión del panteísmo, Ramón Gómez de la Serna escribe: “No hay ningún creyente que llegue, por amor a Dios, a los límites que debería llegar. Nadie llega a las elevaciones que están más allá de las monotonías de las oraciones. Nadie ve a Dios inventándolo todo, nadie, al leer una bella poesía, cree que la ha escrito Dios como debiera creerlo, olvidando el nombre del autor”.
Que Santa Teresa ponga a Dios como interlocutor permanente en el Libro de la Vida es, en esencia, una prueba palpable de que lo que dice es cierto. “¿Cómo podría falsear o disimular nada ante quien conoce el reino de los corazones?”, se pregunta Jean Starobinsky, a propósito de las Confesiones de San Agustín. Que ella procure como testigo y depositario de su discurso a un ser omnisciente (amén de lo redundante que esto pueda resultarnos: Dios no necesita recibir lo que El ha dado) no sólo garantiza la verdad autobiográfica sino que inscribe esa verdad más allá del “yo”. La tantas veces mentada inspiración divina de los escritos teresianos (que les otorga un grado de veracidad incontrastable: Dios es la Verdad, la Verdad no puede mentir, etcétera), se declara cada vez que la santa se coloca a sí misma como médium y repite el estribillo en que agradece (e invoca) la elocuencia que la divinidad le concede. Capacidad expresiva, para ser más exactos, que busca verbalizar una experiencia que impele a confesar a las palabras lo que, en última instancia, no pueden decir.
Menéndez Pidal (con quien no es difícil acordar cuando valora a Teresa de Jesús como la más original escritora religiosa) ve en su “estilo descuidado” –plagado de anacolutos, elipsis, parentéticas y razonamientos inconclusos– un ejercicio extremo de improvisación. Una “escritura torrencial” que exhibe, según él, el modo en que la santa escribía movida por el rápido fluir de las ideas, sin volver nunca atrás a releer o corregir. Sea esto cierto o no; sea cierta o no la “indomable espontaneidad” de la que habla Menéndez Pidal, lo interesante tal vez sea ver en ese mito de escritora (que es el mismo, hasta cierto punto, que en Homero, Virgilio y Dante circunscribe el acto creativo a un poder sobrenatural) una justificación estilística de la escritura de Dios. Jacob Boehme, un místico protestante y teósofo nacido en Alemania a fines del 1500, prefirió abandonar la idea de la omnipotencia de Dios, antes que aceptar que sea responsable del mal. Inclinémonos nosotros por dudar, tan siquiera, de que el Libro de la Vida lo haya escrito una santa que los tiempos recuerdan como Teresa de Jesús.
El Éxtasis de Santa Teresa es un grupo escultórico en mármol, obra del escultor y pintor Gian Lorenzo Bernini, de estilo barroco. Fue realizada entre 1647 y 1651, por encargo del cardenal Cornaro, para ser colocada donde iría su tumba, en la iglesia de Santa María de la Victoria en Roma, donde actualmente se encuentra. Está considerada una de las obras maestras de la escultura del alto barroco romano. Retrata la imagen de santa Teresa de Ávila durante el don místico de la transverberación que describe en su Libro de la Vida.
La obra de Juan Lorenzo Bemini, que se puede contemplar en la iglesia carmelitana de Santa María de la Victoria, en una rica capilla, fundada por el cardenal Federico Cornaro. Bajo un torrente de luz, lanzado por una ráfaga celeste, aparece el grupo marmóreo de la Santa transverberada por el arpón de oro llameante del querubín, que parece descender del cielo en aquel instante, lleno de gozo con tan feliz embajada. Está Teresa desfallecida, casi tendida entre las nubes que la alejan de la tierra. Bajo los pesados párpados se revelan los ojos cegados. Sus labios están entreabiertos, casi se oye respirar, emitiendo aquellos quejidos involuntarios que ella misma confesó (Vida 29,13). Parece bastante claro que el ángel ya ha traspasado su corazón con la flecha flamígera. La mano izquierda cuelga insensible mientras sus pies desnudos están suspendidos en el aire. Nadie jamás reflejó mejor ese dulce tormento del fuego divino, que Teresa describe.