La carta del Padre Custodio Ballester
a los Obispos catalanes, que los pone a los pies de los caballos
22 OCTUBRE 2018
Enhorabuena Padre Custodio, por su Fe en Dios y en España, por su fidelidad al Evangelio a su Ministerio Sagrado, y su ejemplo de todas las virtudes cristianas la teologales y las cardinales, sobre todo su Fortaleza. Que Dios le premie en esta vida, ya, y cuando se presente ante el Divino Juez.
Los OBISPOS CATALANES, difícilmente pueden dirigir la Iglesia si ellos no cumple el PRIMER MANDAMIENTO DE LA LEY DE DIOS: AMARÁS AL SEÑOR POR ENCIMA DE TODAS LAS COSAS- Estos incalificables personajes tienen un primer MANDAMIENTO, que cumplen a rajatabla AMARÁS A CATALUÑA SOBRE TODAS LAS COSAS, despreciar e ignorar a los que no hagan lo mismo, sobre todo si son charnegos.
Señores Obispos, ya que no creen en Dios ni en sus MANDAMIENTOS, váyanse a Bélgica con ese "cabrón con pitas y caguetas" y no engañen al pueblo católico de Cataluña. Si tienen un adarme de vergüenza dejen de profanar los templos de la Iglesia Católica Universal y española, renuncien a sus poltronas y déjennos en paz a los españoles catalanes y no catalanes.
Y ahora queridos lectores, les dejo con las carta del catalanísimo – sus apellidos no le traicionan como a los Cortés y Compañía—españolísimo y catolicísimo P. Custodio Ballester párroco del Hospitalet del Llobregat en bajo la protección de María bajo su advocación españolísima, tanto que el Papa Pío IX que proclamó el Dogma quiso agradecer a España su defensa a ultranza a lo largo de los siglos de ese Dogma Mariano, y la Plaza de España de Roma y su Embajada son lugar de cita para la Iglesia Universal en ese día.
Con los saludos de Gil de la Pisa Antolín
CARTA DE UN CURA DE A PIE A LOS OBISPOS
Custodio Ballester Bielsa, Cura párroco de la Inmaculada Concepción de Hospitalet de Llobregat
Reverendísimos Sres. Obispos de Cataluña:
La Nota del 11 de mayo firmada por todos ustedes me ha dejado sumido en la más absoluta perplejidad y tristeza. Afirman sin embozo que se sienten herederos de la larga tradición de nuestros predecesores, que les llevó a afirmar la realidad nacional de Cataluña, y al mismo tiempo nos sentimos urgidos a reclamar de todos los ciudadanos el espíritu de pacto y de entendimiento que conforma nuestro talante más característico. Seguidamente, para que no haya lugar a dudas, vuelven a insistir: Por eso creemos humildemente que conviene que sean escuchadas las legítimas aspiraciones del pueblo catalán, para que sea estimada y valorada su singularidad nacional, especialmente su lengua propia y su cultura, y que se promueva realmente todo lo que lleva un crecimiento y un progreso al conjunto de la sociedad, sobre todo en el campo de la sanidad, la enseñanza, los servicios sociales y las infraestructuras.
Perplejidad y tristeza, sí. Porque durante meses se me ha conminado a evitar cualquier connotación, en mis palabras y actuaciones, que pudiese ser interpretada como un posicionamiento a favor de la unidad de España, que forma parte de las legítimas aspiraciones de la mitad del pueblo catalán; porque se me indicó que cualquier manifestación pública en ese sentido podía provocar crispación y división entre los fieles católicos que viven en Cataluña. Por tanto, que la procesión con el Cristo de la Buena Muerte de la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios en Hospitalet estaba fuera de lugar; que la Santa Misa celebrada por los difuntos en acto de servicio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no era de mi competencia; que la atención pastoral prestada a los nonagenarios socios de la Hermandad de la División Azul y el posterior acto académico eran una provocación en toda regla; y que la manifestación contra la cristianofobia y por la libertad de culto y de expresión en la Plaza de San Jaime –con la imagen de Cristo crucificado– no era conveniente que estuviera acompañada por ningún sacerdote porque producía crispación social.
Me siento profundamente engañado por unas palabras que llegué a considerar hasta sinceras por el empeño que se ponía en hacérmelas comprender casi al precio de parecer tonto. Y referidas en cualquier caso a actuaciones meramente evocativas, sin una directa operatividad política y social. Capítulo aparte merecen los posicionamientos y actuaciones de algunos obispos ante mi participación en las manifestaciones mensuales contra el aborto en el Hospital de San Pablo, intentando desactivarlas a causa de la incomodidad que les generan.
Perplejidad y tristeza, sí. Porque ustedes, señores Obispos, se han posicionado públicamente a través de su Nota afirmando la realidad nacional de Cataluña, concepto no pastoral sino político, no fermento de unidad, sino de discordia. Porque consideran legítimas y ahora legitimadas por ustedes, las aspiraciones de menos de la mitad de los catalanes (aunque por bastante más de la mitad del poder político y eclesiástico) a estimar y valorar una singularidad nacional fabricada hace cien años por Prat de la Riba y las Bases de Manresa. Aspiraciones ahora concretadas en el empeño de esos poderes por un referéndum para consumar la destrucción de una unidad que ha durado siglos. Unidad no sólo de España, sino también de Cataluña, en la que el autodenominado «pueblo catalán» pretende someter a los que tan atinadamente llamó Candel «els altres catalans». De momento, mediante un referéndum que los enfrente y los confronte.
Ustedes, Sres. Obispos ¿se sienten herederos de la larga tradición de sus predecesores que les llevó a afirmar la realidad nacional de Cataluña? Pues yo también me siento heredero, junto con esa otra mitad de catalanes silenciados también por la Iglesia, de una tradición muchísimo más larga y más catalana que la suya.
Me siento heredero de aquellos que en las Navas de Tolosa unieron las fuerzas de toda la España cristiana –Asturias, Castilla y León, Navarra y Aragón– para defender la libertad de profesar la fe verdadera frente a la intolerancia sanguinaria del Islam. Me siento heredero de aquellos sacerdotes y obispos que enviados por Isabel y Fernando al Nuevo Mundo, evangelizaron las Américas y confirieron la dignidad de hijos de Dios a hombres y mujeres de otras razas que se convirtieron por la fe no en esclavos, sino en súbditos libres de su Madre Patria, iguales en derechos a los demás españoles.
Me siento heredero del Somatén de Sampedor que se levantó con el timbaler del Bruch el dos de mayo de 1808 para defender una patria española que, invadida por los ejércitos de la atea Ilustración francesa, amenazaba con destruir la fe de una nación constituida sobre ella. Me siento heredero también de Mossén José Palau, Sacristán mayor de Nuestra Señora de Belén, bárbaramente mutilado y quemado vivo en su iglesia cuando la multitud anarquizada arrasó con todos los templos de Barcelona el 19 de julio de 1936, y arrebató la vida de cientos de sacerdotes y religiosos, a los que siguieron luego varios miles bajo el mandato de Companys. Me siento heredero de aquellos catalanes que bajo la advocación de la ahora profanada Virgen de Montserrat, levantaron la bandera de la Tradición catalana y regaron con su sangre los campos de España, muriendo por Dios y por su Rey católico. Soy heredero de aquellos hombres y mujeres honrados que prefirieron permanecer fuera, vigilantes, a cielo raso, antes que participar en los restos desabridos de un banquete sucio. Me siento heredero de aquellos que se jugaron la vida para sacar a la luz las catacumbas de Cataluña, y para dar testimonio de la Fe de Cristo en sus calles y en sus plazas; y de aquellos que murieron en un sucio paredón de cara a la madrugada con la mirada puesta en su Dios y en su Patria.
Con el mismo derecho que ustedes se declaran «herederos» de los unos, me declaro yo heredero de estos otros como catalán que soy. Con el mismo derecho con que ustedes toman una opción tremendamente discutible, yo tomo la contraria y lo hago también públicamente desde mi conciencia de sacerdote y de cristiano, de la cual ni siquiera la Iglesia puede juzgar. Soy heredero de una tradición que me ha hecho, por la gracia de Dios, ser lo que soy. ¿Ustedes obran en conciencia? Yo también. No les juzgo, no me juzguen ustedes a mí. Dios ya lo hará con todos. Pero ese «pueblo catalán» que está en el poder y aspira a ver reconocida su singularidad nacional, no deja de ser una elucubración hegeliana al servicio de ese poder absoluto e intolerante, no sólo político, sino también moral (desde la perspectiva católica, inmoral) que en Cataluña impide toda discrepancia, hasta la de los obispos. Pero insisten en que se ha de dialogar con ellos. ¿Sobre qué? ¿Sobre el calendario de imposición de la corrupción moral?
Ustedes, Sres. Obispos, mantienen impertérrito el ademán ante la «Constitución» inmoral y anticatólica del nuevo Estado Catalán que parecen aceptar de buena gana, con la única condición de un pacto y un entendimiento que saben que no llegará nunca por la absoluta incompatibilidad de principios y por el carácter rabiosamente totalitario de ese poder. ¿Debemos entonces aceptar que se abra el camino a todos los sacerdotes, religiosos de sus diócesis para que se pongan al servicio incondicional del nuevo Estado inmoral y tiránico que se quiere refrendar contra la mitad del pueblo catalán y contra el resto de España? Me duele profundamente que en su nota conjunta, los obispos de Cataluña no hablen del Pueblo de Dios (que es el que la Iglesia nos confió), sino sólo del pueblo de Cataluña (el medio pueblo de Cataluña que tiene el poder y por el que parecen apostar) elevándolo así a categoría teológica; me duele que no se nombre en ningún momento ni a Cristo ni a su Iglesia y se prescinda del anticristianismo radical de ese «pueblo de Cataluña» que ha profanado ya los símbolos más sagrados de nuestra fe.
Y resulta sorprendente, Sres. Obispos, que apuesten ustedes por una Cataluña cuyos servicios sociales, tan fuertemente anclados en el progreso que ustedes desean, ofrecen niños en adopción al Lobby LGTB; que apuesten por una sanidad que cultiva el aborto, la eutanasia y la experimentación con embriones humanos; y por una enseñanza que adoctrina ya hoy en ideología de género y en plurisexualidad desde la educación primaria. De momento, han conseguido ostentar la tasa más alta de abortos –también en hospitales participados por la Iglesia– pagados con dinero público por la Generalitat. Este progreso que ustedes, señores obispos, desean que se promueva, se cimienta en la nueva Cataluña sobre la más deplorable corrupción moral: contra la que ustedes evitan toda crítica; y se quedan en la calderilla de la corrupción económica. ¿De Cataluña? No, del «conjunto del Estado»: que para eso pertenecen a la Conferencia Episcopal Española. La calurosa felicitación de Carles Puigdemont no se hizo esperar.
Podría haber desahogado mi tristeza y perplejidad en cualquier tertulia de sobremesa en una recóndita casa parroquial. Prefiero hacerlo así, públicamente, como ustedes lo han hecho y con la lealtad de aquel que no puede ni debe esconderse, pues no ha dicho nada ni contra la doctrina ni contra la moral cristiana. Sólo he roto el bozal del pensamiento único y he entrado en la arena del ruedo por la puerta que ustedes mismos me han abierto.
Si defienden la legitimidad moral de todas las opciones políticas que se basen en la dignidad inalienable de los pueblos y de las personas, espero que respeten también la mía y de tantos otros, pues ustedes ya se han posicionado con la suya; y que no reduzcan al silencio a los discrepantes, con el argumento de autoridad de la obediencia debida.
Ya sé que la discrepancia contra el pensamiento único se castiga severamente. Ya han visto cómo han reaccionado contra el autobús discrepante. Estoy dispuesto a pagar el precio con que se castiga ésta. La defensa de la verdad tiene un precio, ya muy alto en esta sociedad que galopa hacia el totalitarismo. En la refriega en que estamos, es difícil evitar el fuego enemigo, tan fanático. Por eso daré gracias a Dios si consigo esquivar el fuego amigo. Y me aplico el cuento del cartel de esos reivindicadores del derecho a decidir (sólo lo que el poder decida que podemos decidir): Procura que tu prudencia no se convierta en traición. En mi caso, traición al Evangelio, a la Iglesia y al Pueblo de Dios.