Doctrina tradicional de las relaciones Iglesia y Estado (y II)
24/01/2023
Independencia, no separación
Cada una de estas potestades, en la esfera de su competencia, debe gozar de plena libertad. La Iglesia reconoce esta libertad al Estado en los asuntos propios de la esfera civil; pero pide que el Estado, a su vez, respete la suya en su ámbito propio. Porque en el cumplimiento de su misión divina no puede depender de voluntad ajena ninguna[1].
Pero esta independencia de los dos poderes nada tiene que ver con la doctrina llamada de la separación, que está abierta y explícitamente condenada por los Papas como contraria a aquel principio de relación unitiva que los vincula como cosas por naturaleza inseparables[2].
Proposición es ésta anatemizada en el Syllabus[3]: la Iglesia debe estar separada del Estado, y el Estado debe estar separado de la Iglesia. Separación hostil que se decreta en nombre de la libertad y desemboca en la negación de la misma libertad que se promete. La Iglesia, por principio, o sea, en tesis, no puede aprobar la separación completa entre los dos poderes, entendiendo por tal la completa independencia de la legislación política respecto del poder legislativo religioso, la absoluta indiferencia del poder secular con relación a los intereses y los derechos de la Iglesia; esto es, que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, las funciones públicas, la educación de la juventud, etc., queden al margen de la Iglesia, como si ésta no existiera, como si no hubiera razón en el mundo moderno para obedecer a la Iglesia.
Los católicos, por consiguiente, se guardarán bastante de admitir tal separación[4].
Concordia en materia mixta
El poder político y el religioso, aunque tengan fines y medios específicamente distintos, al ejercer sus respectivas funciones, pueden llegar, en alguno casos, a encontrarse; por ejemplo, al legislar de una misma materia, aunque por razones distintas. Tal es el caso, entre las más importantes, de la educación de la juventud, materia que pertenece conjunta, ente a la Iglesia y al Estado, si bien bajo diferentes aspectos.
La norma para resolver estas cuestiones es la mutua concordancia acerca de tales materias de jurisdicción común, aunque, en último extremo, el poder humano se subordinará como conviene al poder divino. Esta es la principal razón de ser de los Concordatos[5], expresión escrita de ese espíritu de colaboración entere Iglesia y Estado y norma sistemática de las relaciones jurídicas entre ellos, singularmente por lo que atañe a las materias de mixta jurisdicción.
El Concordato es, jurídicamente, un pacto o contrato bilateral que obliga a ambas partes a observar inviolablemente todas las cláusulas. Debe garantizar a la Iglesia una estable condición de derecho y de hecho dentro del Estado con el que se concierta y firma.
Los Concordatos, como todo tratado internacional, se rigen por el derecho de gentes y de ninguna manera pueden anularse unilateralmente. Desde el Syllabus viene condenada la proposición de que el poder civil tiene autoridad para rescindirlos.
Queda por decir, en materia de relaciones entre Iglesia y Estado, que el estatuto de libertad de la Iglesia alcanza a las Ordenes y Congregaciones religiosas y otras instituciones y organizaciones. Textos explícitos de los Papas así lo
establecen y lo recuerdan desde la encíclica Quas Primas hasta los discursos de Pío XII. Son derechos de la Iglesia y son derechos de las almas.
La Iglesia y la política
La Iglesia celosa de su libertad y de su independencia, respeta las del Estado y no trata de sobrepasar a costa de él su órbita propia. La Iglesia no tiene ninguna mira de universal dominación[6].
Acusada la Iglesia muchas veces de ambiciones políticas y solicitada para mezclarse en la política activa de los Estados, los Papas han denunciado aquella calumnia y se han negado a ese requerimiento[7]. La Iglesia no puede ponerse al servicio de intereses meramente políticos y tiene el derecho y el deber de rechazar de plano toda pasión partidista.
No es la Iglesia enemiga del Estado, ni usurpadora de sus derechos, ni invasora del campo político. El reconocimiento de su autoridad divina no merma en nada los derechos de las legítimas autoridades humanas. Por ello, con la mayor autoridad condena las extralimitaciones del Estado cuando pretende éste tenerla sujeta, privarle, por la fuerza, de su libertad civil, someter su acción a la vigilancia del Estado, exigiéndole su previo permiso o su asentimiento como si fuera una mera asociación civil.
Errores liberales
El Syllabus[8] anatematiza la proposición que atribuye a la autoridad civil un poder, aunque indirecto y negativo, sobre las cosas sagradas, y aquella otra que le reconoce la facultad de determinar por sí los derechos de la Iglesia y los límites de estos derechos, como si ellos dependieran del favor de la autoridad civil y fuesen los eclesiásticos funcionarios del Estado.
Tales errores tienen su fuente en la doctrina liberal de la separación, que llega hasta a tribuir la tutela del culto público no a la jerarquía divinamente establecida, sino a una supuesta asociación civil a la cual el Estado da forma y personalidad jurídica.
Fórmulas engendradas de tal errónea concepción son las siguientes: la inmunidad de la Iglesia tiene su origen en el derecho civil y puede ser derogada; el fuero eclesiástico debe ser suprimido; corresponde al poder civil por sí mismo el derecho de presentación de obispos -otra cosa es lo que se hizo en España, por benévola concesión de la Iglesia- y el de deponerlos; los obispos necesitan del permiso del gobierno para publicar sus letras apostólicas; la autoridad civil puede impedir la comunicación de los fieles con los obispos y de unos y otros con el Papa; puede el poder civil limitar numéricamente el clero de una nación, prohibir la profesión de los religiosos o romper sus votos solemnes y aun suprimir las Congregaciones religiosas o disolver las que hagan un voto de obediencia al Papa; los decretos de los Romanos Pontífices necesitan la sanción o, al menos la aquiescencia del poder civil…
Todas estas proposiciones han sido condenadas por los Papas.
[1] “No es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial”. Immotale Dei [5]. León XIII.
[2] “Nada hay más alejado de la Iglesia que la pretensión de usurpar los derechos de la autoridad política; pero ésta, a su vez, debe mostrarse respetuosa de los derechos de la Iglesia y guardarse de toda usurpación”. Preclara Gratulationis [10]. León XIII.
[3] Syllabus [55]. Pio IX.
[4] Au Milieu Des Sollicitudes [40]. León XIII.
[5]“ Los concordatos son… una expresión de la colaboración entre la Iglesia y el Estado.” Libertas Praestantissimum [14]. León XIII
[6] “La Iglesia no puede ponerse al servicio de intereses meramente políticos.” La Decimaterza [6]. La aportación de la Iglesia a la paz. 1951. Pío XII.
[7] “La Iglesia… como no solo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier otra sociedad humana, tiene el derecho y el deber de rechazar de plano toda pasión partidista y todo servilismo a las cambiantes curvas de la vida política.” Sapientiae Christianae [15]. León XIII.
[8] Catálogo de errores modernos. Pío IX