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sábado, 29 de febrero de 2020

Glorias de España en la conquista de América: Colón, Cortés, Pizarro, Narváez...


Glorias de España
 21/02/2020 
Alejandro Magariños Cervantes 
(Uruguay 1825-1893) 

Mucho mal han dicho nacionales y extranjeros de la conquista y población de América: esta época, no obstante, presenta una faz verdaderamente poética y grandiosa, al que la examina con cuidado, exento de preocupaciones, y con la calma indispensable para hacerla pasar, sin mutilarla, por el crisol de la crítica y la verdad. Es decir, para no creer sino lo que está probado, o se pueda probar con la historia, y lo que dicta la razón apoyada en el conocimiento de los hechos. Nosotros encontramos esa faz poética y grandiosa, que, a juicio nuestro, no ha sido bien apreciada todavía, donde quiera que volvemos los ojos siguiendo la huella trazada por el carro victorioso de Cortés y Pizarro; huella que como una faja de luz, circunvala el continente americano, y que ha dejado escrito en caracteres indelebles el nombre español, en las llanuras, en los ríos, en los bosques, en los valles, y en las más encumbradas montañas; allí, donde solo el cóndor levanta su gigantesco vuelo.

Remontémonos al fin del siglo XV, y en medio de los himnos gloriosos que celebran el triunfo de la cruz, cuya sombra desde los minaretes de Granada, se extiende ya hasta tocar las opuestas orillas del Atlántico, sigamos al través de las encrespadas olas las fugitivas velas, donde el genio más grande de aquella época lleva el victorioso estandarte de Castilla, que flameará en breve con el signo del Redentor sobre las áureas playas de un nuevo hemisferio. La sombra de Colón, grande como los Andes, majestuosa e imponente como el Océano, se levanta del seno de las olas, extiende una mano hacia la Europa y con la otra se apoya en la sien del Chimborazo. El mar que brama a sus pies, apenas da una ligera idea de las luchas, pesares y contratiempos que amargaron su borrascosa existencia, y el cielo diáfano y rutilante que se eleva sobre su cabeza, las nubes de carmín, de ópalo y oro que ciñen su frente como una aureola, son una imagen descolorida de los sublimes pensamientos que le asaltaron y el gozo inefable que inundó su alma, al ver convertidas en realidad sus esperanzas, y al oír el himno universal con que la tierra cantaba su apoteosis, al mirarle regresar triunfante a las costas ibéricas. El genio no tiene personificación más alta que Colón; y después de Jesucristo, difícilmente encontrará el artista un hombre cuyos hechos encierren más poesía y sublimidad.

Poco trabajo nos costará demostrar lo que avanzamos, sin necesidad de invocar el auxilio del célebre escritor y poeta que tan elocuentes páginas ha consagrado a la memoria del inspirado genovés; pero en el plan que nos hemos trazado, apenas podemos dedicar algunas cortas líneas a cada uno de los personajes que figuran en esta breve reseña: de lo contrario escribiríamos un libro, y no un artículo de periódico. Después de Colón, la figura más grande que columbramos en América, es la del conquistador de Méjico, quemando sus naves, guiando su reducida hueste en las calzadas de la ciudad imperial, en aquella infanda noche triste en que otro capitán menos experto y valeroso hubiera sucumbido; y derribando con su invencible espada el ídolo de Huitzy-lopoztli en el templo de Tenochtititlam.

Hernán Cortés
Nuñez de Balboa
Dejemos a Cortés ganando un laurel imperecedero en Otumba, y volvamos la vista al otro lado del istmo. Allí Vasco Núñez de Balboa y sus compañeros escalan la terrible cordillera de los Andes, abriéndose camino por medio de dificultades y peligros, que solo aquellos hombres de hierro sabían arrostrar y vencer, según una bella frase del señor Quintana. Contemplemos a este valiente cuanto infortunado adalid, al acercarse a la montaña, término de sus afanes, ordenar a su gente que se detuviese, y correr él solo a la cumbre, tender sus ojos hacia el Mediodía y mirando el mar del Sur, caer de rodillas embargada la voz y alzar las manos al cielo, como si quisiera poner bajo su salvaguardia el insigne descubrimiento con que galardonaba su esfuerzo, como si orase por la redención de América. Pequeña pero esforzada cohorte avanza en columna cerrada… ¿A dónde va? Al Perú, y gime el aire, y retiembla el suelo, y el firmamento se oscurece, al verla descender de las montañas, rápida y tremenda como el rayo mensajero de la cólera de Dios.

Francisco Pizarro
Francisco Pizarro marcha a su frente, el mismo indomable caudillo que en medio de sus soldados, ya postrados por tan largos sufrimientos, próximos a abandonarle, sacó su espada, y trazando una línea en el suelo, marcóles de un lado la senda de la gloria y la riqueza, y del otro la de la oscuridad y miseria; y ahora los lleva a conquistar un rico y floreciente imperio, donde hay soles e imágenes de oro en los templos, y fuentes y cañerías de plata maciza; donde el Inca para calmar la sed de esos preciosos metales que devora a los conquistadores, cubrirá de ellos el pavimento de su vasta prisión hasta la altura de un hombre.

Y no solo para los capitanes célebres hemos de reservar el tributo de nuestra admiración y aplausos: también otros que no alcanzaron tan alto renombre, merecen ser inscriptos con letras diamantinas en el templo de la gloria, por humilde y oscuro que sea su nombre. Ercilla ha inmortalizado la heroica lucha sostenida por los araucanos, y el intrépido Fajardo y sus compañeros han encontrado un historiador digno de narrar sus proezas en el consumado literato don Rafael María Baralt.

Esto en lo que se refiere a Chile y Venezuela: en cuanto a Méjico y el Perú, los recomendables trabajos de Washington Irving y William Prescott, han puesto a buena luz los insignes hechos de armas que honrarán eternamente el nombre español en aquellos remotos climas. No ha cabido igual suerte al Río de la Plata, cuando quizá en ninguna parte de América, incluso el mismo Chile, han encontrado más obstáculos los españoles, ni hecho tal vez hazañas más dignas de celebrarse, cuando su rey no les daba honores, sueldos, armas ni municiones, ni aun vestuarios ni cosa alguna. Y no obstante, un geógrafo que alcanza grande aceptación, puesto que sirve de texto en las aulas de España y América, afirma paladinamente que la conquista de aquel gran territorio costó poco, porque los indígenas eran de condición pacífica, o porque carecían de patriotismo no teniendo pueblos fijos.

Para desmentir las gratuitas suposiciones de Mr. Letronne, y de los que repiten con distintas palabras lo que ven en el primer autor que les cae a la mano, no hay más que echar una rápida ojeada sobre la historia del argentino río desde su descubrimiento hasta los últimos años de la dominación española. El primero que puso el pie en él, Solís, murió en una emboscada a manos de los charruas que le devoraron (1515), en una isla llamada de San Gabriel, frente a la colonia del Sacramento. Nuño de Lara perece con todos sus compañeros en el fuerte de Sancti-Spiritus, fundado por Gaboto sobre el Paraná, sorprendido alevosamente por los indios, y después de matar con su propia mano a su caudillo Mangora, Mangoré o Marangoré.

Terribles son las circunstancias que acompañaron a esta espantosa carnicería: el castillo fue incendiado mientras dormían los españoles, y en medio de las llamas, trabose un combate desesperado en el que estos fueron impíamente inmolados uno a uno por los indios. Más feliz Oyolas, resiste solo con cincuenta soldados por espacio de quince días en la fortaleza de Corpus Christi, a más de dos mil salvajes que le atacan sin tregua y renuevan el asalto con más furor cada día, siendo constantemente rechazados, hasta que los cadáveres de los que sucumben forman alrededor del muro una especie de parapeto que cierra el paso y llena de terror a los mismos infieles.

En Buenos-Aires los indios disputan el terreno palmo a palmo a los conquistadores, y en breve los reducen al estrecho recinto que abarca la ciudad: don Pedro de Mendoza se embarca desesperado para España, y los soldados que allí deja se ven reducidos a tal extremo de hambre y miseria, que llegan a comer carne y hasta excremento humano. Asimismo salen de sus atrincheramientos y libran sangrientas batallas: su arrojo y heroísmo superan a la constancia de los salvajes en defender el nativo suelo. Algún tiempo después, la defensa de Córdoba por Castañeda, en el sitio que puso a dicha ciudad el cacique Juan Caschaquí, recuerdan los gloriosos episodios de Sagunto y Numancia, de Zaragoza y Gerona. Hasta las mujeres toman parte en esta heroica defensa, y hacen prisionera en una salida a la hija del mismo cacique.

Al hablar de Córdoba, involuntariamente se nos viene a la memoria el acto caballeresco que precedió a su fundación. El caudillo español (Cabrera) hace formar en cuadro a su gente en el sitio destinado a la edificación de la nueva ciudad, y antes de abrir sus cimientos manda anunciar por tres veces en los cuatro costados, y a son de trompa, su intención de ocupar aquel punto, provocando a sus legítimos poseedores, si los había, a producir y sostener sus derechos. Nadie se presentó, y entonces Cabrera puso la primera piedra declarando que fundaba aquella ciudad a nombre y bajo los auspicios de Felipe II. Otro ejemplo más bello y notable del espíritu caballeresco que animaba a los hombres de aquel siglo nos ofrece el fundador de Corrientes. He aquí como lo refiere el señor don Pedro de Angelis en su erudito Apéndice a la Argentina de Rui Díaz de Guzmán.

Juan Vera de Aragón
«Juan de Vera de Aragón, adelantado de estas provincias, sale de la Asumpcion con veinte y ocho (otros dicen sesenta) individuos, y en el punto más poblado de la costa, planta la cruz, como desafiando a las hordas salvajes que la ocupan. Cargan los indios de todas partes para rechazarlos, y no pudiendo vencerlos por la fuerza, los atacan con las llamas. Los españoles, encerrados en una cerca de fuego, sin víveres, y a veces sin agua, en las orillas de dos grandes ríos, resisten muchos días, renovando los prodigios de valor de los compañeros de Godofredo en Palestina. Por fin triunfan completamente, y alrededor de esa misma cruz, que habían defendido con tanto arrojo, abren los cimientos de la nueva ciudad que la adoptó por su emblema.»

Rasgos semejantes se reproducen a cada paso, y justifican el merecido título de valiente entre los valientes, que en todos tiempos y países ha sabido conquistar el esfuerzo castellano. Juan de Garay, aquel intrépido adalid de quien decía el escritor de la conquista con tanta verdad como poesía: «…fortuna Si el espitan Garay viera tu rueda Bien con su lanza audaz la clavaría!»

ataca en sus propias, inaccesibles guaridas a las innumerables huestes de Oberá, ¡sólo con ciento treinta hombres! El teniente Bazán atraviesa el Chaco de un extremo a otro, nada más que con cuarenta soldados; el Chaco, ese inmenso desierto, poblado hoy mismo de numerosas tribus, tan guerreras como feroces!

Hernando Arias de Saavedra
Finalmente, don Hernando Arias de Saavedra, lucha cuerpo a cuerpo y vence en singular combate, a presencia del ejército hispano y el infiel, al jefe de este último, bárbaro agigantado, de robustas fuerzas y terrible aspecto, que vino a desafiarle proponiéndole de este modo resolver la contienda. Así triunfa la causa de la civilización; así los bosques sombríos ceden su lugar a ciudades populosas que se levantan de sus cenizas; así la raza española avanza por diferentes senderos, arrojando en su camino las semillas fecundas del progreso. El soplo de Dios la empuja, y ella, irresistible como el destino, sigue adelante, arrollando en su veloz carrera cuanto intenta detenerla.

La multitud de sus contrarios, los rigores del clima y los peligros siempre renacientes que la rodean, parecen oponer a su anhelo una barrera insuperable; pero el hierro, el plomo, el fuego, aniquilan o dispersan la muchedumbre; sus músculos de acero resisten las nieves de los Andes y el sol abrasador de los Trópicos; su audacia y superior inteligencia evitan los peligros o encuentran en ellos nuevas ocasiones de poner a prueba el vigor de su brazo y el temple de su alma. No de otro modo el cóndor, sorprendido en el llano por aleves cazadores, remonta su majestuoso vuelo, y envuelto entre una nube de flechas, de balas y de humo, cabalga tranquilo y sereno sobre el abismo que ruge en torno suyo, hiende la argentina sábana que forma al caer la inmensa catarata, y ya en la altura, ensordece con un grito de gozo la montaña, pliega las alas, y contempla con insolente desdén a sus menguados enemigos que en vano pugnan y se desesperan por llegar con sus dardos donde él está.

Esa es la historia de los conquistadores del Nuevo Mundo, y en cualquiera dirección que sigamos su marcha los veremos, guiados por un instinto invencible, impelidos y sostenidos por un poder sobrenatural, derramarse, como la lava de un volcán, por todas las regiones que alcanzan sus ojos, luchando do quiera, ya con los elementos conjurados, ya con la encarnizada resistencia de los indígenas, celosos de su salvaje libertad, ya con la codicia extranjera, que repetidas veces intenta en vano arrebatarles aquel suelo fertilizado con el humor de sus venas. Aquel puñado de valientes, desprovistos totalmente de recursos, vence innumerables ejércitos, conquista imperios, domina a la misma fortuna, y deja impreso en todas partes el sello de su poder y fortaleza. E

sa es la historia de los conquistadores, repetimos, y los que los acusan de crueles, avaros y sanguinarios, no ven o no quieren ver al reverso de la medalla. La misma clase de gente que en los primeros tiempos pasó al Nuevo Mundo, –la escoria de la Península y de Europa,– su escaso número, la necesidad de mantener en obediencia a los indios por un vínculo tan violento como el terror, su fanatismo, y las ideas dominantes entonces, pesan tanto en la balanza como la crueldad y codicia de los que por desgracia se abandonaron a tan criminales excesos; excesos que se han visto antes y después en todas las colonias europeas, y que jamás justificaremos; pero que tampoco nos impiden reconocer lo que hubo de verdaderamente grande y glorioso en la conquista de América bajo el aspecto militar. Ocupémonos ahora de otros hechos análogos, aunque de diversa índole, en el orden religioso, político y social, y que todo el que sienta correr sangre española por sus venas, recordará siempre con placer, con entusiasmo y orgullo.

Al mencionar rápidamente algunas de las hazañas que tanto lustre dieron a las armas españolas en el hemisferio de Colón, hemos pasado por alto los combates sostenidos en mar y tierra contra los piratas y filibusteros, azote de América largo tiempo; las guerras con las potencias extranjeras; la eterna lucha con Portugal, motivada por las continuas usurpaciones de los gobernadores y virreyes del Brasil; el célebre levantamiento de los guaranís a mediados del siglo XVIII; el no menos famoso, en el reinado de Carlos III, del indio o mestizo José Gabriel Tupac-Amaru, último descendiente de los Incas del Perú, que llegó a reunir bajo sus banderas hasta cuarenta mil rebeldes, y que ya entonces puso a dos dedos de su ruina el poder de España en América. Así en próspera como en adversa fortuna muchos y merecidos laureles ganaron los españoles en esos diversos combates; y si hubiéramos de enumerarlos todos, especificando las circunstancias que los realzan, este artículo se haría interminable.

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Santiago de Liniers
Por la misma razón, nada diremos de la heroica defensa y reconquista de Buenos-Aires por el esforzado general don Santiago Liniers. Las mejores tropas inglesas, doce mil veteranos, fueron vencidos y obligados a deponer las armas, en las calles de aquella capital, por algunos centenares de paisanos y milicias improvisadas.

Poco después estalló la guerra de la independencia; guerra terrible y sangrienta, en la que, por más que se diga, combatieron heroica y desesperadamente los compatriotas de Cortés y de Pizarro: y si sucumbieron fue porque así estaba escrito; fue porque ya era imposible encadenar el torrente de las ideas desbordado; fue porque los insurgentes peleaban animados por el santo amor de la patria, y marchaban a su cabeza jefes como Bolívar, Artigas, Belgrano y San Martín.

Asimismo allí se vio a un teniente (Sáenz), solo con sesenta y cuatro infantes, hacer retroceder a mil cuatrocientos jinetes! Allí se vio a un general (Latorre) y a sus soldados, exponerse a morir sofocados entre el torbellino de humo y fuego de las sábanas abrasadas de las llanuras de Caracas, metidos en un gran pantano, con el fango hasta la cintura, antes que entregar su espada! Allí se vio a Rodil y su tropa capitulando en el Callao, cuando la mayor parte de sus heroicos soldados apenas podían sostener el fusil con que se defendían! Allí se vio a un comandante (Sinosiain) en una terrible sorpresa en un desfiladero, entre Saldiá y Chillan, en que fueron completamente arrollados y deshechos los realistas, arrojarse valerosamente con su escuadrón desde la retaguardia, acuchillar y dispersar a los vencedores, y abrir paso a toda una columna que le debió su salvación! Allí se vio a este mismo intrépido español, cuando ya todo se había perdido, cuando el hosanna triunfal resonaba de un confín a otro el suelo americano, cuando ya ni siquiera era razonable abrigar la más remota esperanza, seguido de ciento cincuenta hombres, refugiarse entre los indios de las montañas de Arauco; y allí, privado de todo, en la más completa desnudez, sin más alimento que la carne de yegua y de caballo, atemperándose a las costumbres de los indios, hacer una resistencia tan desesperada como tenaz y gloriosa por espacio de sesenta y nueve meses! Detengámonos…

Los hechos y las ideas se agolpan y crecen a medida que los vamos relatando, y ya hemos dicho que no caben en los estrechos límites que nos hemos trazado. La gloria de España sería incompleta, si al lado de sus timbres militares no pudiese ostentar otros de más precio a los ojos del pensador y el filósofo. Los laureles guerreros siempre van teñidos en sangre: deslumbran, admiran, suspenden el ánimo; pero rara vez dejan profunda huella en el corazón. Plácenos recordar a los piadosos misioneros que, en medio de los horrores que producen siempre las pasiones desencadenadas, se interponían entre sus compatriotas y los indefensos indios ya vencidos.

Entre ellos descuella el venerable obispo de Chiapa, Las Casas, a cuyo celo y religiosa piedad se debió la reparación de no pocos males. Otro tanto diremos de los jesuitas, de esos eminentes varones, en nuestro concepto, más calumniados que culpables. En las dos Américas vióse a los más feroces montaraces, humildes a su voz, cambiar el arco y las flechas por el arado, y prestarse sin murmurar a los más duros trabajos. Suyas eran las florecientes misiones del Uruguay y Paraguay, y mucho les debe la civilización en el vasto territorio que se extiende desde el Uruguay a los confines del Brasil, y desde el Plata hasta
las faldas de los Andes.

Nos faltan expresiones para encomiar la conducta de los primeros misioneros del Paraguay, víctimas de su cristiano celo, y la de sus compañeros, lanzándose en frágiles piraguas, sin más armas que un Crucifijo y la Biblia; arrebatados, sin saber donde iban, por las corrientes de los grandes ríos que atravesaban; resignados a una muerte al parecer inevitable, pero fuertes con la fortaleza del Dios que invocaban, haciendo estremecer las selvas con sus cánticos sagrados, y atrayendo así a las orillas del río millares de salvajes, que atónitos y embelesados con la majestad y dulzura de sus acentos, no se atrevían a impedirles que clavasen la cruz en medio de ellos… mientras ellos, los misioneros, caían de rodillas en torno al leño sagrado y alzaban un himno al Todopoderoso, suspensa sobre su cabeza la espada de Damocles. Escenas semejantes dejan en las almas sensibles y cristianas una impresión más agradable que el relato de las más cruentas batallas. Y si de la altura a que este espectáculo sublime remonta el espíritu, descendemos a consideraciones de otro género, ¡qué bello e ilimitado horizonte se ofrece a nuestras miradas!

No es solo la guerra y la desolación lo que llevan los españoles a América: también surcan el Océano, importando de otras regiones innumerables especies de animales y plantas, no solo útiles y de primera necesidad, como el trigo, el arroz, el plátano, …, sino algunas de tanta importancia, que hoy constituyen el principal ramo de riqueza de aquellos países, como la caña de azúcar y el café, en las regiones tropicales, los yerbales en el Paraguay, y los ganados vacunos y caballar en el Plata.

El rápido y asombroso incremento de estos últimos, atendido el escaso plantel que les dio vida, bien merece le consagremos algunas líneas y apuntemos aquí algunas curiosas noticias que hemos recogido sobre el particular en los cronistas e historiadores de aquella parte de América. A siete vacas y un toro introducidas por los hermanos Goes, deben su origen, según Rui Díaz de Guzmán, los innumerables rebaños del Paraguay. Lo mismo cuenta, sin especificar número ni persona, Guevara, aunque conviene que fue porte de la gente de Salazar. Azara dice terminantemente que el capitán Juan Salazar trasportó siete vacas y un toro desde Andalucía a la costa del Brasil, de donde los condujo por tierra hasta el Paraná, y llegaron a la Asunción en 1546, y que este fue el origen de todo el ganado del Paraguay.

En cuanto al ganado caballar, escribe Rui Díaz: «que los primeros pobladores de Buenos-Aires parece que dejaron en aquella tierra cinco yeguas y siete caballos, los cuales el día de hoy (el autor escribía a principios del siglo XVII) han venido a tanto multiplico en menos de setenta años, que no se pueden enumerar, porque son tantos los caballos e yeguas, que parecen grandes montañas, y tienen ocupado desde el Cabo Blanco hasta el fuerte de Gaboto, que son más de ochenta leguas, y llegan adentro hasta la Cordillera.». En la relación inédita del P. Rivadeneyra, perteneciente a la colección del Sr. Muñoz, se lee:

«… hay grandísima suma de caballos que se quedaron allí desde el tiempo de don Pedro de Mendoza que ha 45 años, i 44 caballos y yeguas que han multiplicado, cosa extraña, y en todo este tiempo no los han visto los españoles, más de la fama que dan los indios, que dicen que cubren las llanadas que es cosa de admiración.»

Aunque parezcan exageradas estas relaciones, son sin embargo exactísimas: todavía a principios de este siglo se veían tropillas de caballos salvajes que ascendían a 10.000; y los hacendados pagaban por que les matasen estas inmensas manadas de bagüales que infestaban sus estancias, y cuyas correrías ahuyentaban el ganado; y en cuanto al vacuno había tanto, al decir de Ulloa que las vacas y novillos eran del primero que se tomaba el trabajo de apoderarse de ellos. Hay motivo para dudar que esta asombrosa multiplicación deba su origen a un número tan reducido de animales como el que nos presentan la tradición y los primitivos historiadores.

En el Índice geográfico e histórico de la Argentina de Guzmán, notablemente adicionado por Angelis, este escritor afirma, sin manifestar los datos y autoridades en que se apoya, como suele con harta frecuencia, que el adelantado don Juan Torres de Vera y Aragón, en cumplimiento de las obligaciones contraídas por su padre político Juan Ortiz de Zárate, introdujo de Charcas 4.000 cabezas de ganado vacuno, 4.000 ovejas, 500 cabras y otras tantas yeguas y caballos, y añade que esta introducción de animales, muy considerable por aquel tiempo, fue lo que levantó el coloso de prosperidad del país. Este hecho habría adquirido doble certeza y desvanecido cualquier duda, si el señor Angelis hubiera querido indicar la autoridad en que se apoyaba. Nada le costaba haber dicho que Azara le suministró esta noticia; y decimos que habría adquirido doble certeza y desvanecido cualquier género de duda, porque el autor declara que tomó dicha noticia de una copia del archivo de Buenos-Aires.

En el tomo V de la Historia general del Perú, o sea Comentarios reales de los Incas (Madrid 1800), puede verse además, desde el capítulo XXXIII al LXVII inclusive, una relación detallada de los cuadrúpedos y volátiles, vegetales, plantas y arbustos que los españoles introdujeron en América y que no eran conocidos antes de la conquista. Allí se encuentran pormenores muy curiosos sobre los primeros introductores, el precio exorbitante de estos artículos y la manera asombrosa como se fueron propagando, hasta el extremo de venderse en 1559 a 17 duros las vacas y novillos que en 1554 valían 100, bajando a 5 en 1590. Títulos son estos a la gratitud de los americanos: si España se llevaba el oro y la plata de sus minas, en cambio arrojaba en sus desiertos campos, el germen fecundo de una riqueza más sólida y duradera.

El genio de la destrucción solo pudo arrasar gran parte de Méjico, al Cuzco, a Quito y alguna otra ciudad importante, pues el resto de América estaba poblado por tribus nómadas, o miserables rancherías diseminadas en una vasta superficie; y los españoles levantaron de sus escombros magníficas ciudades, pueblos y villas, con excelentes fortificaciones, calzadas, acueductos, etc., que nos han legado al espirar su dominio. Según los cálculos de Weis y Moreau de Jonnés, la población de América solamente costó a España sobre treinta millones de habitantes. Es indudable que una gran parte de los males que la han abrumado, los debe al descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo; pues estas dos causas influyeron muy poderosamente en la triple decadencia de su agricultura, industria y comercio, que comenzó bajo el reinado de la casa de Austria, y cuyos funestos resultados todavía se palpan en nuestros días.

Tales son los beneficios que América debe a España, prescindiendo de las leyes que en el orden de cosas existentes, eran buenas (aunque a la distancia perdían su fuerza); de la instrucción que dispensaba a las clases acomodadas, (aunque la índole del sistema colonial hacía casi inútiles sus ventajas); y de las demás disposiciones de que siempre se encontraron animados los monarcas de Castilla respecto de sus colonias, desde Felipe II hasta Carlos III, príncipe generoso y magnánimo, verdadero padre de sus pueblos, que tantas y tan útiles medidas de conveniencia pública llevó a cabo, deseoso de mejorar la condición física y moral de sus súbditos de Europa y ultramar.

Hoy que por fortuna han desaparecido completamente las causas que nos llevaron a la arena del combate, y vemos a los hijos de la joven España, fraternizando con la causa de la civilización y de la libertad, combatir a nuestro lado, verter su sangre entremezclada con la nuestra en las murallas de Montevideo, participar de nuestras alegrías e infortunios y sostener dignamente el nombre que con tanto heroísmo ganaron en aquella región sus mayores, sentimos un verdadero placer en recordar lo que estos hicieron por nosotros. Y al pensar en aquellos tiempos y en los tristísimos que alcanzamos, rodando en alas del huracán, empapados en sangre y lágrimas, sin saber donde asentar el pie; al desnudarnos de rancias preocupaciones y de ese americanismo mal entendido de que algunos hacen gala; al considerar en su conjunto los hechos citados y otros que la falta de espacio nos obliga a callar, nos consuela un tanto y sentimos un secreto orgullo en deber nuestro origen a una nación semejante.

Entonces no podemos menos de venerar la tradición histórica que eslabona nuestro presente a su pasado, nuestra vida a su vida; entonces no podemos menos de confesar con íntima satisfacción, con la noble arrogancia de un hijo que lleva un nombre ilustre y se ve en el caso de hacer valer los antecedentes de su padre, que a pesar de todo, sean cuales fueren nuestros mutuos errores y desaciertos, jamás como hombres de progreso y de corazón, como americanos hijos de la Europa y no de los infelices indios, debemos renegar nuestra nacionalidad de raza, ni olvidar nunca que es española la sangre que corre por nuestras venas! La razón de este sentimiento, (si es que los sentimientos se explican), ya la hemos dado en otra parte.

Aun cuando nuestros ascendientes no fuesen españoles, parécenos que siempre España tendría nuestras simpatías, porque España es el país clásico en grandes acontecimientos, y el pueblo en cuyo suelo privilegiado se han resuelto desde remotos tiempos, todas las grandes cuestiones políticas de la Europa, disputándose en su recinto el imperio del mundo Roma y Cartago, Julio César y Pompeyo, y la cruz y la media luna, la reina de los mares y el capitán del siglo… Y el pueblo que con el descubrimiento y conquista de América abrió una nueva era a la humanidad y legó otro mundo virgen al cristianismo, a la política, a la filosofía, a la historia, al comercio, a la industria, a todas las profesiones, ciencias y artes; el pueblo que elegido entre ciento por la mano invisible del Altísimo tuvo la indisputable, imperecedera gloria de iniciar ese gran movimiento socialista y humanitario, para marchar a su frente y empujar al nuevo y viejo mundo en una nueva senda tan dilatada e inmensa; tan superior a todo cálculo y previsión, como la perfectibilidad y el progreso de que es susceptible la humanidad en el girar de los siglos; ese pueblo ha hecho más por la civilización y el porvenir de la Europa y del mundo, que todos los que se han engrandecido con sus despojos, con su oro, con su sangre y su inteligencia! Seamos, pues, fieles a esas venerandas tradiciones, y no reneguemos jamás de nuestra nacionalidad de raza, no olvidemos jamás que es española la sangre que corre en nuestras venas.

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