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jueves, 26 de agosto de 2021

Afganistán como génesis de una geopolitica postoccidental. Por Guillermo Mas

Afganistán como génesis de una geopolitica postoccidental
26 agosto2021

Novus Ordo Seclorum: miles de palabras regurgitadas por la prensa para terminar reconociendo la evidencia de que quien pierde, ante todo, es el pueblo afgano. Y no por culpa de unos talibanes más o menos medievales, como se ha dado caprichosamente en denominarles, sino por culpa de unos occidentales del todo liberales que acaban de ser enterrados en los libros de historia. Sin ellos saberlo. El liberalismo —que es una religión política en no menor medida que fascismo, socialismo y comunismo—, se ha mostrado como una ideología inútil para mejorar las vidas de los hispanoamericanos que, antes que a Fujimori han preferido a Castillo. Y se ha mostrado como una ideología inútil cuando ha propuesto sustituir las mutilaciones genitales a niñas a manos de los talibanes por las mutilaciones genitales a niñas a manos de los transexuales. El pueblo afgano, descontento con la oferta de liberalismo y corrección política en el marco de un país empobrecido y una economía mundial devastada, se ha levantado en armas para expulsar al liberalismo de su país. El orgullo de una patria herida ha clavado en la picota las cabezas de sus arrogantes administradores: no es tiempo para lamentos pueriles puestos en la boca de esos mismos “filántropos” que luchan contra el “cambio climático” censurando los viajes en avión de la mayoría de la población mundial mientras ellos embarcan en su jet privado. Pongamos fin a la mascarada de nuestros despóticos tecnócratas.

El liberalismo y su apología de los valores relativistas —de forma dogmática— ha fracasado en el intento de generar un modelo universal: nadie debe sorprenderse demasiado por ello. No es el fin de la historia: es el fin del liberalismo encarnado en la humillación a la nación que se erigió sobre sus principios el 4 de julio de 1776. Ocultar ese hecho ha supuesto la unanimidad del espectro político liberal —ese que lleva décadas con discursos de “no a la guerra” y ahora quiere llenar las calles de Kabul de sangre en nombre del culto feminista profanado— en forma de lacrimógenos relatos sobre disidentes asesinados en la cama y mujeres expulsadas de la escuela. La realidad, mucho más abstracta, muestra como el testigo del dominio mundial es de rusos y chinos, a caballo entre la economía planificada, el liberalismo de grandes emporios —oligárquico y no de libre competencia— y del imperialismo de los antiguos tiranos. Una Nueva Normalidad inoculada tras el Gran Reseteo: ya sabemos en qué consiste la política de la Era Biden: en una vuelta a las andadas en la línea de Bush o de Obama tras el período de cesura que supuso la administración Trump con la primera etapa de paz en la historia de un Presidente de los EEUU desde 1980. Solo que el mundo no está dispuesto a volver a tolerarlo ni los USA están en condiciones de volver a proporcionarlo. No habrá más guerras patrocinadas por élites de tecnócratas, al menos no directamente. Es el tiempo de los nuevos aristócratas imperiales. A menos, claro, de que vuelvan los atentados y la hermenéutica de los ataques terroristas interpretados como actos de guerra —a semejanza de Sarajevo en 1914— y las armas de destrucción masiva que jamás fueron tales.

La historia geopolítica de nuestro mundo se puede narrar con Afganistán haciendo de hilo conductor: de los intereses británicos dada su esencial posición geográfica y, más tarde, la Primera Guerra Mundial en 1914 a la Primera Crisis Global incoada en 2020, que dura hasta hoy. En 1989 Afganistán había supuesto el Vietnam de la URSS: solo que mucho más letal. Y Afganistán supone un nuevo Vietnam para los EEUU no menos letal para el Imperio que aquel momento histórico en que el muro de Berlín quedó reducido a escombros. Porque la URSS tardó años en derrumbarse desde el desastre de Chernóbil, que evidenciaba un modelo fallido al año 89; porque los EEUU tardaron años en marcharse de Vietnam desde la Ofensiva del Tet en 1968 a la definitiva huida tras la Caída de Saigón en 1975; pero de Afganistán los norteamericanos se han marchado en apenas cuestión de unas horas de un territorio ocupado durante décadas. La velocidad endiablada que acorta los procesos civilizatorios, tecnológicos e históricos es un factor decisivo y singular de nuestro tiempo como bien supo ver Alan Moore en su documental Mindscape (2003). Nuestro cerebro y nuestra autoconsciencia como sociedad difícilmente pueden metabolizar el proceso histórico al que estamos sometidos.

Los talibanes son un fantasma asesino invocado por los estadounidenses en plena Guerra Fría para acabar con los ateos del materialismo soviético. Ese mismo islam fundamentalista que hoy rechazan por igual las plañideras feministas y los meapilas aburguesados al tiempo que piden la llegada de nuevos inmigrantes musulmanes, se usó estratégicamente como arma de inteligencia desde las oficinas de la CIA a modo de mecanismo de contrainteligencia anti-URSS. Ese engendro que acabó atacando, según la versión oficial, a los estadounidenses que les financiaron, armaron y entrenaron para combatir a los comunistas estaba generado en las propias universidades —véase: Osama Bin Laden— de donde ha surgido el marxismo cultural que alimenta la ideología de género en todo Occidente. La acusación del 11S a unos talibanes oriundos, en su mayoría, de Pakistán y entrenados en Afganistán por los propios norteamericanos resultó muy conveniente, tras el trauma inicial de toda una sociedad y precisamente gracias a él, para conseguir petróleo, reactivar toda la economía y muy especialmente la industria armamentística, poner la excusa de crear generosamente una nación donde no la había y, después, dedicarse con impudicia a los negocios a costa del pueblo afgano. Parece que, contra lo postulado por Thomas Friedman, esta vez el McDonald´s no ha evitado un conflicto bélico, y en unos días los useños tendrán que evacuar el suyo de Kabul. De la misma manera que, contra lo que creía el iluso de Francis Fukuyama —siguiendo a Kójeve—, la historia está muy lejos de haber terminado; más bien se ha terminado el liberalismo, aunque pueda tardar décadas en desplomarse.

Desde la Doctrina Monroe de 1823 que rezaba “América para los americanos” a la Pax Americana que quería imponer un estilo de vida material consumista, una mitología civil democrática y un imaginario psicosocial basado en el “american way of life” a todo el orbe, la política exterior estadounidense ha sido puro imperialismo protestante en busca de la autolegitimación, incluidos los 14 puntos del masón Woodrow Wilson y el Tratado de Versalles diseñado para reformular la convivencia europea por su “presidente en la sombra”, el también masón Edward Mandell House. Sin olvidar aquello que el Consejero de Seguridad Nacional del Presidente número 39 de los Estados Unidos —del masón Jimmy Carter—, Zbigniew Brzezinski, reconoció como verdad sobre “La Guerra de Afganistán” en una entrevista de 1998 concedida a una publicación francesa: “Según la versión oficial de la historia la ayuda de la CIA a los mujaidines se inició en el año 1980, es decir, luego de que el Ejército Soviético invadiera Afganistán, el 24 de diciembre de 1979. Pero la realidad, mantenida en secreto hasta hoy, es muy distinta: el 3 de julio de 1979, el presidente Carter firmó la primera directiva sobre asistencia clandestina a los opositores del régimen pro soviético de Kabul. Aquel día le escribí una nota al presidente en la que le explicaba que en mi opinión aquella ayuda provocaría la intervención de los soviéticos. No empujamos a los rusos a intervenir, pero conscientemente aumentamos las probabilidades. El día en que los soviéticos cruzaron oficialmente la frontera afgana escribí al presidente Carter lo siguiente: esta es nuestra oportunidad de darle a la URSS su Vietnam”. Y lo consiguieron: sólo que la historia no se quedó varada ahí.

Tras el fracaso de las operaciones en Libia (Gadafi) en 2011 y en Siria (Bashar Al-Assad) en 2014 —pieza cobrada con recochineo por Rusia—, Afganistán viene en 2021 a cerrar un capítulo geopolítico en la historia de Occidente. No debemos olvidar que Donald Trump trató de ejecutar una retirada planificada y en distintas escalas progresivas de las tropas estadounidenses en Afganistán. Después de la crecida de la violencia callejera mediante grupos controlados desde arriba como Black Lives Matter o el “Movimiento Antifa” en los Estados Unidos durante su mandato, ha venido el golpe de mano en las urnas para culminar la expulsión de quién, según la agenda de las élites, nunca debió ser elegido. A partir de ahí, la violencia ha proseguido su incremento entre los citados grupos de extrema izquierda perfectamente controlados a los delirantes asaltantes del Capitolio embutidos en piel de oso y, ojo, banderas confederadas. Todo ello solo ha llevado a una polarización que no habría sido posible sin el guerracivilismo de Obama, ese Zapatero useño —¿fue una casualidad que ambos presidentes coincidieran en el tiempo?— con un conflicto entre Norte y Sur que puede llevar a una nueva Secesión —reloaded— que podría finalizar, en un caso extremo, con una posible división de los Estados Unidos en distintos Estados fraccionados. Todo ello, lejos de llegar envuelto en una atmósfera de cataclismo milenarista, parece estar fraguándose con una sensación de levedad e irrelevancia que resulta escalofriante dada la importancia de los cambios hipotetizados. Trump ha explicado muy bien la caída de la popularidad de Biden en las encuestas tras el episodio Kabul: “Lo que Joe Biden ha hecho con Afganistán es legendario. Será una de las mayores derrotas en la historia de Estados Unidos”. Pero hay algo más: el pueblo americano todavía no ha comprendido su nuevo papel en el panorama mundial y, mucho menos, lo ha asumido. La transfiguración dejará riadas de sufrimiento sin cicatrizar en el orgullo de un “pueblo” —como les gusta autodenominarse— que todavía se cree el sheriff del globo con rescoldos financieros en activo que aún deliran con un New American Century. Ya despertarán: de la forma más dolorosa.

Israel se ha quedado como último bastión de defensa de Occidente en solitario sin el apoyo que históricamente le ha brindado EEUU en Oriente Medio: está rodeada de chacales hambrientos aunque no será un enemigo a batir fácilmente para nadie puesto que está decidida a morir matando con todo lo que eso implica. Pakistán, tierra de origen de los talibanes, queda incrustada como pieza fundamental que separa la India de los islamistas radicales —disculpen el pleonasmo—, y ya hemos podido anticipar estos días con el reconocimiento otorgado por parte de China a los talibanes qué clase de partida se va a disputar allí. A China le interesan ciertas materias primas —cobre— que se encuentran en Afganistán, sí, pero sobre todo le interesa disponer de Pakistán y de Afganistán para introducir el fundamentalismo musulmán como elemento disolvente que permita debilitar al competidor hindú desde el interior del país. Remover los conflictos religiosos de la India es una buena manera de sacarles del mercado y de debilitarles en caso de que la tensión fronteriza existente entre ambos gigantes económicos estalle en forma de conflicto militar. En Irán también hay materias primas que interesan a China —petróleo—, pero sobre todo hay droga proveniente de Afganistán, el mayor productor de opio, de heroína y de metanfetamina del mundo, que puede crear un tráfico sin precedentes en la historia que logre unir China —mercado por explotar gracias a una emergente clase media— con Afganistán; Irán con Hispanoamérica y, después, con Estados Unidos; e Hispanoamérica con el centro de Europa —Bélgica o Países Bajos—, por vía española. Estos últimos días también hemos visto operaciones aéreas de China en Taiwán, una pequeña isla con la que lleva en lucha no declarada desde 1949, con sus consiguientes amenazas de invasión que preanuncian un ataque a pesar del “escudo de silicio” implementado por Taiwán. Y, volviendo a Afganistán, habrá que tener cuidado con nuevos grupos terroristas emergentes que están directamente relacionados —financiación, sobre todo— con Arabia Saudí y el DAESH (o ISIS) que, contra lo que muchos creían, está lejos de haber muerto. Precisamente por eso podemos anticipar sin miedo a equivocarnos nuevas guerras y nuevos atentados en suelo occidental donde Occidente, que será la víctima con toda probabilidad, desempeñará en cambio papeles pasivos o muy secundarios en los principales conflictos por primera vez desde tiempos anteriores a Cristo.

Un poco más de geopolítica en este nuevo paradigma: comunicaciones y transporte de mercancías. Rusia y China llevan años buscando una alternativa al Canal de Suez y, el bloqueo insólito —casual o no—, que ha tenido lugar unos meses atrás solo ha servido para darles la razón y acelerar el proceso. A raíz de dicho bloqueo, Rusia ha puesto en marcha una Ruta Ártica con el que intentará adelantar varios días el proceso de transporte de mercancías y, así, dominar dicho mercado en competencia directa con una China que provee principalmente a la mayoría del mundo de casi todo, en buena medida gracias a la conocida como Nueva Ruta de la Seda —el “proyecto del siglo” según el emperador Xi Jinping— y sustentada sobre una gigantesca red de infraestructuras ferroviarias que atraviesa un vasto territorio por tierra y, paralelamente, también por mar. Pero los rusos tampoco son mancos en lo que a intenciones expansionistas se refiere: no es la primera vez que las tropas rusas avanzan sobre las fronteras ucranianas respaldadas por la Unión Europea en ocasiones anteriores. Y no sólo: volviendo a Afganistán, el tema que nos ocupa, Rusia está preparándose, con maniobras en la frontera uzbeko-afgana, para repeler un posible avance talibán sobre Asia Central a través de Tayikistán o de Uzbekistán, con los que limita. Todo ello viene a evidenciar una sola cosa: que los nuevos protagonistas y su gélida cultura de lo tecnoeconómico carecen de los valores culturales grecorromanos y judeocristianos que Occidente llevaba siglos exportando al resto del mundo a través de un patrimonio artístico e intelectual incomparable. En ese sentido, los católicos culturales estamos más cerca de las “guerras santas” motivadas por la religión de los talibanes que de las guerras tecnocapitalistas motivadas por las materias primas o por las posiciones geoestratégicas de los regímenes posteuropeos y postoccidentales.

Los Estados Unidos han quedado reducidos a enorme cementerio de neón que, eso sí, sigue siendo inexpugnable; Europa se hunde a la velocidad con la que el agua cubre a una Venecia hundida por su propio peso y todavía estamos a la espera de ver si la Unión Europea se redefine como conjunto o se disgrega como aborto. Solo los historiadores de dentro de dos siglos, en caso de haberlos, dirán con garantías hasta qué punto lo sucedido en Afganistán supone el inicio de un nuevo paradigma geopolítico postoccidental iniciado por la crisis global del coronavirus. Nosotros, obligados a ser más cautos por razones de contemporaneidad, sencillamente podemos constatar una única cosa: que el mundo es ya otro y que jamás podremos recuperar ese en el que nacimos y que se ha perdido. Estamos inmersos en otro paradigma distinto: un Nuevo Orden Mundial covidiano que deja el paréntesis histórico iniciado por el 11S en agua de borrajas o en mero preanuncio de lo que arribaría después. La palabra más adecuada para sintetizar todo lo que ha ocurrido es COLAPSO. En mayúsculas. Tengo la certidumbre de que lo que acaba de ocurrir en Afganistán supondrá la génesis de una geopolítica postoccidental: Novus Ordo Seclorum.

Nacido el 3 de noviembre de 1998 en Madrid, es estudiante de Literatura General y Comparada en la UCM y, además, colabora en diversos medios digitales y audiovisuales de la disidencia. Con formación en oratoria y experiencia como crítico cinematográfico, defiende el incomparable legado de la Hispanidad dentro de Occidente y el saber perenne de la filosofía tradicional a través de la literatura como bastión de defensa contra el mundo moderno. Sus enemigos son los mismos enemigos de España, así como todos aquellos que pretenden cambiar el curso de la historia y el carácter de los pueblos con medidas de ingeniería social. En definitiva, es un reaccionario.

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