El testamento de Satanás. Por Patxi Balagna Ciganda
24/05/2023
A diferencia de otros textos de la época como «El Capital», cuyos dos volúmenes se reeditan periódicamente, hoy día resulta complicado encontrar un ejemplar de Los Protocolos de los sabios de Sion («Сионские протоколы» ) en el mundo occidental fuera del circuito de las librerías «de viejo» o de Internet. Y eso que en su época fue todo un «best seller», que llegó a ser calificado por el ocultista René Guénon (Blois, Francia. 1886) como la más clara demostración de «la táctica destinada a la destrucción del mundo tradicional».
Los escritos en sí son de lectura complicada porque parecen hablar de muchas cosas diferentes al mismo tiempo, sin orden aparente, aunque todas ellas especulan sobre un monopolio del poder.
En esencia, parecen las notas de un secretario tomadas a toda prisa durante las deliberaciones mantenidas por un grupo de personas, cuyo tema de fondo sea precisamente la mejor manera de conquistar el mundo.
Aunque no se cita a su autor en ningún momento, ni tampoco se describe quién está deliberando, a lo largo de sus páginas se utilizan algunos términos de origen judío, como la palabra goím (para referirse a los cristianos, y se nombra a los reunidos con el vago apelativo de los Sabios de Sión).
Por ello, desde un primer momento los analistas del texto llegaron a la conclusión de que lo que tenían entre manos no era otra cosa que una filtración, o la pérdida de las notas originales que habían servido para elaborar las actas, de las reuniones secretas del Congreso Judío de Basilea que se celebró en 1898.
Durante este encuentro, el más conocido del sionismo político, Theodoro Herzl, padre del sionismo político y fundador de la Organización Sionista Mundial, profetizó la constitución «de aquí a cincuenta años más» de un nuevo Estado de Israel «libre e independiente» en la antigua Palestina, como así sucedió más tarde.
Sin embargo, la transcripción de las sesiones a puerta cerrada nunca se hizo del dominio público, como por otra parte Si sucede en muchas reuniones similares de organizaciones políticas, sindicales, religiosas o filatélicas. Pero eso contribuyó a que se acusara al propio Herzl de ser el autor, aunque también se barajó el nombre de Asher Ginzberg (Ahad Ha’am) , uno de los asesores de Lord Balfour, al que en noviembre de 1917 el mismo Ginzberg consiguió arrancar la promesa definitiva de «un hogar nacional» para el pueblo judío en Oriente Medio.
Actualmente, está comúnmente aceptado que Los Protocolos no son otra cosa que una hábil falsificación de la «Ohkrana», la policía secreta del zar, destinada a alimentar el tradicional odio del pueblo ruso hacia los judíos, e incluso se señala a Piotr Ivanovitch Ratchkovscky, quien dirigió la policía secreta, como el autor material del texto.
Por otra parte, hasta el advenimiento del nacionalsocialismo en Alemania, la inmensa mayoría de los judíos no sólo estaban integrados en la sociedad alemana, igual que en la francesa o en la inglesa, sino que además ocupaban un alto porcentaje de puestos relevantes en ésta, lo que no ocurría en los países eslavos y especialmente en Rusia y Polonia, donde los pogromos o persecuciones de judíos siempre habían disfrutado de gran aceptación popular.
Según la tesis oficial, el texto serviría además para atacar a las sociedades de corte masónico, en cuyos rituales y simbolismos existe una clara influencia de la tradición cabalística judaica.
Pero, en aquellos tiempos, nadie dudó de su aparente significado. Como en otros países europeos, Rusia era un hervidero de conspiraciones, y las autoridades del país estaban dispuestas a movilizar todos sus recursos, incluso los temores y odios tradicionales de la población, para refrenar cualquier intentona revolucionaria, viniera de donde viniera.
La redacción del texto, alambicada y llena de sugerencias sobre «los únicos que saben y pueden» porque poseen «una enseñanza acumulada durante siglos», alimentaba todas las sospechas.
El propio Nilus (Serguéi Aleksándrovich Nilus) poseía el manuscrito original, encuadernado «en unas hojas amarillentas con un borrón de tinta en la cubierta», según el testimonio publicado por el Conde Alexandre du Chayla, un oficial cosaco de origen francés convertido al cristianismo ortodoxo, que se entrevistó con él cuando coincidió en 1909 en un retiro en el monasterio de Optina Poustyne (Provincia de Kaluga, 250 kilometros al suroeste de Moscu).
Du Chayla, por su parte, llegó a formar parte del Estado Mayor del Ejército de los «Cosacos del Don» hasta 1921.
El prior del monasterio, el archimandrita Xenophon, le había presentado personalmente a Nilus, cuya familia era de origen escandinavo y se había instalado en Rusia en tiempos de Pedro I.
El erudito había estudiado la carrera de leyes en Moscú y conocía a fondo la literatura y la filosofía europeas porque hablaba correctamente varios idiomas, entre ellos el francés, el inglés y el alemán.
En 1900 había ingresado como monje para entregarse a una vida de contemplación mística y, según sabemos, llegó a ser confesor del Zar.
Tras la revolución, se sumó a los innumerables rusos que huyeron de su país para escapar del yugo bolchevique y se instaló en Polonia, donde murió en 1929.
Du Chayla siempre consideró el original como un documento real, no una falsificación.
En cualquier caso, el libro saltó a la fama en toda Europa a raíz de la elogiosa crítica que le hizo el periodista británico Wicham Steed en el periódico londinense «The Times» con motivo de su primera edición en inglés, en mayo de 1920.
En su artículo, Steed afirmaba la existencia «desde hace muchos siglos de organizaciones secretas y políticas de los judíos» encargadas de proyectar «un odio tradicional y eterno a la Cristiandad», así como «una ambición tiránica de dominar el mundo». Steed acusó al primer ministro británico David Lloyd George, -a quien Steed detestaba-, de traicionar a los rusos blancos debido a un complot de «financieros judíos internacionales» y de los alemanes para ayudar a los bolcheviques a mantenerse en el poder.
En ese marco, Los Protocolos encajaban perfectamente, ya que en ellos se detallaba cómo «inocular ideas disolventes de una potencia de destrucción cuidadosamente dosificada y progresiva, que va desde el liberalismo al radicalismo, del socialismo al comunismo, llegando hasta la anarquía» en el tejido social y político a través de «la prensa, el teatro, la Bolsa, la ciencia, las leyes mismas, […] medios para producir una confusión, un caos en la opinión pública, la desmoralización de las juventudes, el estímulo del vicio en los adultos […], la codicia del dinero, el escepticismo materialista y el cínico apetito del placer».
Es fácil entender el pánico intelectual que semejante crítica causó no sólo en el Reino Unido, sino en otros países occidentales, donde llegó primero la referencia periodística y poco después la correspondiente traducción.
El mismo año de 1920 se publicó la primera edición en Estados Unidos, al año siguiente en Francia y, a continuación, en Alemania.
Más tarde llegó a Italia y España. La lectura del libro multiplicó las alarmas en una Europa donde todavía no habían cicatrizado las heridas de la sucesión de conspiraciones y revoluciones que la habían azotado a lo largo del siglo XIX y elevó a la enésima potencia la suspicacia hacia todo lo que estuviera relacionado con el judaísmo.
Además, contribuyó a enrarecer el ambiente en el territorio alemán, facilitando la posterior distribución de los mensajes de ideología nazi en los que se defendía la imperiosa necesidad de «expulsar al judío» (como arquetipo tanto o más que como grupo de personas de una extracción racial determinada) para permitir el «libre desarrollo de Alemania y Europa».
Tras la segunda guerra mundial, Los Protocolos fueron acusados de pertenecer a la nueva categoría de «literatura antisemita» y pasaron a un segundo plano, arrinconados por la censura de los países vencedores en el conflicto.
Sin embargo, a raíz de las guerras entre israelíes y palestinos, el texto empezó a circular otra vez con mucho éxito, en los países musulmanes y especialmente en los árabes.
Muchos jefes de gobierno e incluso de Estado, como el saudí Faisal, el egipcio Nasser o el libio Gadaffi, tenían la costumbre de ofrecer a sus visitantes ilustres un ejemplar del libro como regalo personal.
Desde nuestra óptica, poco importa si el manuscrito fue redactado por un grupo de judíos maliciosos, de pérfidos agentes de la Okhrana, de bolcheviques conspiradores, de cosacos resentidos o de críticos literarios.
Lo que parece bastante claro leyendo sus páginas es que, fueran quienes fuesen sus autores y aunque se tratara de una falsificación, conocían los planes de los «Illuminati» o pertenecían a su organización.
Entre otras cosas porque muchas de las circunstancias que se anuncian en sus páginas, algunas de las cuales eran absolutamente impensables en su época, se han ido cumpliendo paso a paso con sorprendente precisión durante los últimos cien años.
Una teoría en boga en los últimos tiempos atribuye precisamente la redacción de Los Protocolos a la dirección de los Illuminati, que se habrían limitado a hacer públicos sus planes con total impunidad, garantizando así que éstos llegaran a todos sus agentes en el mundo occidental gracias al escándalo generado por su difusión literaria y camuflando su identidad al introducir referencias de carácter judaico.
De esta forma, además, harían recaer las sospechas sobre el sionismo político e irían preparando el terreno para los próximos conflictos mundiales pronosticados en las cartas intercambiadas por Albert Pike (Alto masón norteamericano, grado 33) y Giuseppe Mazzini (alto grado de la masonería italiana).
Resumiendo mucho el texto, Los Protocolos describen, entre otras, las siguientes tácticas para conseguir el éxito final de su estrategia:
Respecto a la religión se trataría de atacar sistemáticamente al cristianismo en todas sus formas, alimentando de paso «todo tipo de cismas e iglesias diferentes» y el desprecio popular hacia la doctrina y las jerarquías eclesiásticas; infiltrarse en el Vaticano para «minar desde dentro» el poder papal y, por extensión, el carácter cristiano de los estados occidentales; parodiar y ridiculizar «los hábitos del clero», así como sus costumbres y ceremonias, y apoyar y difundir masivamente cualquier idea que prime el laicismo y el materialismo.
En el orden politicoeconómico, se tendría que utilizar el dinero para «comprar y corromper a la clase política» y a la prensa para manejar y «reorientar a la opinión pública»; establecer un sistema económico mundial basado en el oro y controlado por la organización; distraer a las masas con «una oratoria insensata de apariencia liberal»; traspasar gradualmente todo el poder desde las monarquías a los gobiernos «democráticos» hasta que las primeras se conviertan «en meros adornos» sociales; fundar e impulsar instituciones políticas o sociales en apoyo del plan, y emplear la hipocresía y la fuerza directamente «cuando sea necesario para vencer una resistencia concreta».
En cuanto a la moral, habría que primar siempre las condiciones ventajosas para la organización sobre «cualquier consideración de índole moral»; argumentar con el engaño, la corrupción o la traición «siempre que se muestren de utilidad» para apoyar la causa; usar el asesinato en caso necesario, ya que, siendo la muerte en sí «un hecho natural», está «justificada y es preferible anticipar» la de los que se puedan oponer a los planes en curso y llevar a efecto la reflexión de Niccolò di Bernardo dei Machiavelli ( Florencia, 1469)según la cual «el fin justifica los medios», ya que los seres humanos son considerados en general como «pequeñas bestias» cuya existencia está justificada para servir a los Sabios de Sion.
A estas consideraciones hay que añadir una larga serie de profecías que contienen «Los Protocolos» y que se han hecho realidad durante el último siglo. Entre ellas: las guerras mundiales de 1914 – 1918 y 1939 – 1945, la implantación del comunismo como experiencia política real, la creciente tendencia hacia la constitución de un gobierno mundial, que debilita al mismo tiempo a los estados tradicionales con la creación paralela de regionalismos separatistas, la carrera de armamentos, el avasallador poder de los medios de comunicación, la supresión progresiva de la pena de muerte, el auge del deporte profesional o el establecimiento del terrorismo en la vida diaria de los pueblos.
Así que la pregunta pertinente no es tanto quién redactó el libro o si se trata de una falsificación o un libelo, sino ¿por qué se parece tanto a los planes de los Illuminati? ;Y por qué los hechos previstos hace cien años se han ido materializando en la vida real?
Tan solo catorce años después de la primera publicación de «Los Protocolos» en un diario de San Petersburgo estalló la Revolución rusa en la misma ciudad.
¿Qué otra «sorpresita» tienen preparada para los próximos años?
¿Quizás el advenimiento de un «dios» todopoderoso en forma de algoritmo omnipresente que gobierne en mundo y rija la vida -y la muerte- de toda la humanidad?