3 julio, 2019
1. La ley de memoria histórica es una imposición del poder (un poder por demás corrupto) al estilo norcoreano, una ley totalitaria por la cual se impone a la población una versión de la historia y se amenaza implícitamente con perseguir cualquier discrepancia. Amenaza manifiesta hoy en las censuras y denigración a quienes defendemos la libertad de investigación, expresión y enseñanza, pero que quiere hacerse más directa mediante multas y cárcel. Debería provocar una verdadera revuelta de los historiadores, y en general de los universitarios, pero no ha sido así, sino más bien al contrario.
2. Esa ley es además falsaria en un sentido estrictamente histórico: parte de la idea de quienes combatían al franquismo, es decir, un frente popular formado por stalinistas, socialistas radicales, separatistas y republicanos golpistas contra la propia república, todos ellos tutelados directamente por Stalin, representaban la libertad, el progreso y la democracia. Y lo mismo quienes después lucharon contra el franquismo, es decir los comunistas y la ETA. La pretensión es tan grotesca que debería bastar para que cualquier historiador que se pretendiese serio la denunciase incesantemente como el fraude y la estafa desvergonzada que realmente es.
3. Esa ley es además extremadamente inmoral, porque presenta como «víctimas del franquismo» a los chekistas y otros sujetos de izquierda y separatistas juzgados y ejecutadas por crímenes a menudo espeluznantes. Al no distinguir entre posibles inocentes y evidentes culpables, los autores de la ley se identifican con los culpables, elevándolos al nivel de los inocentes. Es una ley chekista sin atenuantes, que define a sus autores.
4. Esa ley ha dado lugar a permanentes campañas de propaganda, de falsificación de los hechos, inflación de víctimas (de una sola parte) y envenenamiento de la opinión pública con unos odios que, precisamente, rompieron la convivencia en la república, conduciendo a la guerra civil. Campañas que, como en los regímenes totalitarios, obligan a pagar a todos los ciudadanos, un abuso y corrupción más, bien definitorios.
5. Los historiadores españoles no solo no han rechazado tamaños insultos y graves daños a la libertad de investigación, expresión y cátedra, a la honestidad intelectual y a la democracia, sino que, en su mayoría, han participado en los desmanes o han callado u ofrecido una resistencia insignificante. Este hecho es suficiente para valorar el espíritu académico y democrático predominante entre el «gremio» de los historiadores actuales.
6. Creo que quien con más insistencia ha denunciado estos tremendos desmanes he sido yo, viéndome por ello sometido a una auténtica censura en los medios universitarios y de difusión, censura proveniente incluso de académicos o grupos disconformes con dicha ley pero que se convierten en la práctica en cómplices, por miedo –el miedo acompaña siempre a las medidas totalitarias– ,o por espíritu de «gremio», más parecido al de mafia.
7. Uno de los resultados de tales fechorías es la proliferación de libros y «estudios» de pura propaganda ideológica y política presentados como historiografía seria. «Estudios» muchas veces subvencionados. En realidad son la escuela del historiador stalinista Tuñón de Lara, complicada a menudo con influencias más o menos socialdemócratas de origen anglosajón y que no mejoran gran cosa la anterior, aunque resulten menos energuménicos y en apariencia moderados. Véase un ejemplo en la influencia de Raymond Carr, loada por Juan Pablo Fusi:
Bajo la dirección última de Carr trabajamos en el Centro de Estudios Ibéricos los que creo que podemos considerarnos sus discípulos: Romero Maura, José Varela Ortega, Shlomo Ben Ami, yo mismo, Paul Preston (que hacia 1970 estaba ya en la Universidad de Reading, con Hugh Thomas), Leandro Prados, Antonio Gómez Mendoza (ambos, como historiadores económicos, muy vinculados al tiempo a Patrick O´Brien y Max Hartwell) y Charles Powell. Pero también se vincularon al Centro, en muy distinta capacidad, don Ramón Carande, Olegario González de Cardedal, Lucas Beltrán, Santos Juliá, José María Maravall, Joan María Esteban, Isaac y Aviva Aviv, Susana Tavera, Jaime García Lombardero, Joan Artells, Tomás Jiménez Araya, Laura Rodríguez, Frances Lannon, Fernando Maravall. Aun sin relación directa con el Centro, Martin Blinkhorn, Sebastian Balfour y Joseph Harrison fueron de alguna forma discípulos de Carr. También lo fueron Ezequiel Gallo, Malcolm Deas y Adrian Lyttelton, tres grandes historiadores, como ya ha quedado dicho.
Para entender la cuestión de Carr:
Por supuesto ni los tuñonianos ni los carreños han elevado su voz contra la ley de memoria histórica y, como insisto, ya solo eso nos da una clave para valorarlos académica, política y moralmente. Esta farsa debe terminar. Y no terminará si no se denuncia incansablemente, aprovechando la libertad de expresión todavía existente, aun si cada vez más restringida.
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