La «gripe española» frente al coronavirus:
de la tragedia a la farsa
Laureano Benítez Grande-Caballero
1-11-2020
Uno de los mitos más recurrentes de la historiografía es el que se conoce con el nombre de eterno retorno, que viene a significar que la historia es un proceso circular donde los acontecimientos se repiten cíclicamente, en vez de linealmente. Esta concepción histórica se originó en la filosofía oriental, fundamentada en la reencarnación y el samsara, la rueda de la fortuna donde las vidas dan vueltas una y otra vez, en una especie de «día de la marmota» del cual hay que liberarse.
Desde su hontanar oriental, este paradigma histórico pasó a incrustarse asimismo en la civilización occidental, de la mano de pensadores como Polibio, Vico, Maquiavelo, y, ya en tiempos más recientes, impulsado por figuras señeras como Nietzsche, Schopenhauer, Mircea Eliade… Incluso el mismo Marx, que llegó a decir que «la historia se repite dos veces: la primera como tragedia, y la segunda como farsa». Por un vez, y sin que sirva de precedente, me serviré de esta cita del satánico comunista para desarrollar la idea del presente artículo ―y alguno más que seguirá en la misma temática―, que no es otra que la de comparar la plandemia del coronavirus con otras epidemias que tuvieron lugar en el presente más inmediato, en concreto las que se desarrollaron en el pasado siglo, aunque esta metodología no cumple el requisito más preciado del mito del eterno retorno, ya que, en vez de que el hecho que se repite lo haga en una dimensión superior, en una versión más perfeccionada, se «reencarna» en un plano inferior, con ropajes de ópera bufa, que llevan a ese acontecimiento desde la tragedia primigenia, a la farsa posterior.
Porque para ilustrar el mito del eterno retorno pueden ponerse muchos ejemplos, pero, dados los tiempos que vivimos, nos decantaremos por echar mano de un hecho histórico cuya naturaleza es sumamente apta para demostrar la recurrencia de los acontecimientos históricos: las pandemias.
En efecto, si hay algo que se repite con insistencia cíclica en la historia es la ocurrencia de fenómenos epidémicos, de enfermedades contagiosas causantes de morbilidades generalizadas en las colectividades humanas, cuyos gérmenes reaparecían con cierta periodicidad, hasta que, tras sucesivos ataques, el ser humano consiguió hacerlos menos letales o inofensivos mediante su inmunidad biológica.
La reina de las pandemias, no ya del siglo pasado, sino de toda la historia, fue la famosa «gripe española», desencadenada entre lo los 1918 y 1919, la más mortífera que haya sufrido jamás la humanidad, por encima incluso de la trágica «peste negra» que asoló Europa a partir de 1348, ya que produjo una mortandad entre 20 y 50 millones de personas, aunque hay investigadores que disparan las cifras hasta ¡100 millones!, puesto que esta pandemia ―causada por un virus de la gripe tipo A, subtipo H1N1―, afectó a todos los estratos de edad, incluso a la población infantil.
Aunque España no fue ni mucho menos el país donde se originó la cepa, ni el más castigado por ella, se le dio este nombre porque en España se le prestó mucha atención en la prensa, ya que, al no participar en la Primera Guerra Mundial, no había la censura de prensa que se desarrolló en los países beligerantes.
El primer caso de la pandemia se notificó el 4 de marzo de 1918 en Fort Riley ―Kansas (USA)―, aunque desde el otoño de 1917 había tenido lugar la «oleada heraldo» en al menos 14 campamentos militares. En efecto, el investigador Santiago Mata recoge informes y documentos donde se afirma que meses antes se habían detectado casis virulentos de gripe en prácticamente todos los campamentos militares estadounidenses habilitados para el envío de soldados a Europa, hasta el punto de que en diciembre de 1917 14 de los 16 campamentos militares existentes estaban afectados por la gripe.
El virus sufrió una mutación en el transcurso del verano, confirmándose el primer caso de esta mutación el 22 de agosto de 1918 en Brest, el puerto francés por el que entraba la mitad de las tropas estadounidenses aliadas en la Primera Guerra Mundial.
Así que ya tenemos una pista importante para tratar de esclarecer su origen: la pandemia tiene su origen en instalaciones militares, y justamente en un período bélico. Tomen nota los lectores de este hecho.
Y ahora sobreviene el hecho decisivo, cuando el presidente Woodrow Wilson despachó con el jefe del Estado Mayor si convendría suspender el envío de tropas a los frentes europeos para no propagar la enfermedad. Por razones estratégicas, se decidió continuar con los envíos de soldados, a pesar de los trágicos informes que le notificaban de las muertes a bordo de los barcos que los transportaban. Fue así como en agosto de 1918 ya había desplazados en Europa cerca de un millón y medio de soldados estadounidenses Europa, muchos enfermos de gripe.
La máxima mortandad se dio en el otoño de 1918, y luego la pandemia se debilitó en 1919, ya que la mayoría de los supervivientes estaban inmunizados. En su pico máximo, su letalidad estuvo entre el 10 y el 20% de los contagiados ―el COVID tiene una tasa del 0,6%, según la misma OMS―. Se suele afirmar que afectó a 2/3 de la población mundial, matado a 25 millones de personas en las primeras 25 semanas. En el caso del coronavirus, en 28 semanas han fallecido presuntamente por el presunto virus 1.100.000 personas, y se han contagiado 45 millones.
A pesar de no haber entrado en la guerra, España fue uno de los países europeos más afectados con cerca de 8 millones de personas infectadas en mayo de 1918 y más de 200 000 muertes. Hoy andamos por las 35.000, según los datos oficiales.
Y bien, vayamos al meollo del asunto, que es intentar responder al interrogante de cómo se originó el virus gripal ―que, por cierto, se reconstruyó en laboratorio el 5 de octubre de 2005―.
La versión oficial afirma que la cepa era de origen aviar, y que se transmitió a los humanos directamente desde las gallinas que tenían en los cuarteles. De los humanos, pasó luego a los cerdos. En fin, que, como vemos, la historia se repite, solo que con gallináceas en vez de murciélagos, y con soldados useños en vez de tenderos chinos de Wuhan.
Lo sorprendente de esta historia esperpéntica y riible.es que la gente se lo creyó, igual que sucede hoy con la teoría del «pangolín perdido», aunque los «expertos» en tantas cosas no tienen ni idea de cómo se produjo la transmisión zoonótica al ser humano.
Es decir, que el mundo está lleno de gallinas, y se da la increíble casualidad de que un corral que había en un cuartel americano estaba infectado con un virus que, al pasar a los solados, se hizo letal: vaya, vaya.
En el mundo hay muchos lugares infectos, muchos rincones lóbregos y malolientes con mínima higiene y gallináceas sospechosas, pero mira por dónde resulta que la pandemia hizo estragos entre TODOS los cuarteles americanos de donde salieron los contingentes militares que participaron en la guerra. Pero, ¿no es sorprendente que esto suceda en unas instalaciones sometidas a medidas de estricta higiene, monitorizadas constantemente para prevenir enfermedades infecciosas entre la tropa?
La medida de prevención más utilizada entre los soldados ―y más si van a ir al frente, donde las condiciones higiénicas son deplorables― es… sí: vacunarlos. Aquí vamos entrando ya en materia, damas y caballeros.
En efecto, hoy es una evidencia científica que esa pandemia que asoló el mundo en 1918 y parte de 1919 se originó en Fort Riley (Texas), provocada por una campaña de vacunación contra la meningitis practicada a los soldados antes de que partieran al frente europeo en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. De ahí que la pandemia se produjera en TODOS los cuarteles, como dijimos más arriba.
Esa vacuna estaba patrocinada por… sí: la Fundación Rockefeller, en la que ―¡oh, casualidad!― trabajaba un tal Frederick Lamont Gates (1886-1933), tío abuelo de Bill Gates, médico especializado en fisiología, farmacología, patología y bacteriología, que había estudiado en la Universidad de Chicago y Yale (1909), y que se había doctorado en la Universidad John Hopkins en 1913 ―la Universidad privada más importante del mundo en el campo médico―, pasando inmediatamente a trabajar en el Rockefeller Institute for Medical Research de New York.
Este Gates era hijo de Frederick Taylor Gates (1853-1929), quien organizó ―¡oh, casualidad!― la Fundación Rockefeller, el emporio del eugenismo aplicado a la medicina, pues no en vano Rockefeller fue quien liquidó la medicina tradicional y homeopática a comienzos de siglo XX.
Para muchos investigadores fue la vacuna de los Rockefeller el agente que trasmitió otras enfermedades y disminuyó las defensas de muchos organismos, enfermedades de las que muchas tenían un origen bacteriano relacionado con las vacunas… o con un arma biológica descontrolada.
Es decir, que estamos ante un caso de vacuna empleada como arma biológica. Esta hipótesis es la que se mantiene en el libro «Vacunación, el asesino silencioso» ―Vaccination, The Silent Killer― de E. McBean, en su página 28 y siguientes:
«Muy poca gente se da cuenta de que la peor epidemia que azotó jamás a América, la gripe española de 1918, ocurrió por el efecto secundario de una campaña de vacunas masiva a nivel nacional. Los doctores dijeron que la gente moría por la enfermedad causada por los gérmenes […] Si revisamos la historia del periodo de 1918, cuando se extendió la gripe, veremos que ésta comenzó repentinamente, justo después de que los soldados volvieran de la Primera Guerra Mundial. Fue la primera guerra en la que todas las vacunas conocidas fueron inyectadas obligatoriamente a los hombres en servicio. La mezcla de fármacos venenosos y proteínas pútridas de las que se componen las vacunas causaron tal extensión de la enfermedad y muerte entre los soldados, que lo que se decía entonces era que habían causado más muertes las inyecciones médicas que los tiros del enemigo en el frente. Miles de hombres quedaron inválidos por las vacunas, como enfermos tullidos e inútiles, antes incluso de que vieran el campo de batalla.
La tasa de mortalidad y enfermedad entre los soldados vacunados fue cuatro veces más alta que entre los civiles no vacunados, pero esto no frenó a los promotores de las vacunas.
Al parecer, la Guerra (la Primera) fue más corta para los soldados americanos de lo que los fabricantes de vacunas habían planificado, ya que duró cerca de un año, de modo que los promotores de vacunas tenían un montón de dosis sobrantes en stock que deseaban vender a buen precio, así que hicieron lo que hacen habitualmente: organizaron una reunión secreta entre bastidores y diseñaron completamente todo este sórdido programa, un programa de vacunación a nivel mundial en el que usar todas sus vacunas, mientras les decían a la gente que los soldados volvían a casa con muchas enfermedades mortales contraídas en países extraños y que, por lo tanto, era un deber “patriótico” de cada hombre, mujer y niño, protegerse de todo ello por medio de la vacunación, acudiendo a toda prisa a los centros de vacunación a recibir todas las inyecciones previstas.
La mayor parte de la gente cree a sus doctores y a los políticos y hacen lo que éstos les dicen. El resultado fue que casi toda la población sometida a las vacunas sin cuestionarlas, en cuestión de horas, comenzó a caer muerta en agonía, mientras otros colapsaban con una enfermedad de una virulencia que nadie había visto jamás en su vida.
Tenían todas las características de las enfermedades contra las que habían sido vacunados: fiebre alta, dolor, diarrea, etc., como el tifus o la neumonía; como la congestión de pulmón y de garganta en la difteria; y el vómito, dolor de cabeza, debilidad hepática y las manchas en la piel de las vacunas de varicela, junto con parálisis como consecuencia de todas las vacunas, etc.
Los doctores estaban aterrorizados y aseguraban que no sabían qué causaba la extraña y mortal enfermedad y, realmente, no tenían cura para ella: debían haber entendido que la causa común de todo ello eran las vacunas, porque todos los soldados que recibían las vacunas en los campos, sufrían los mismos efectos.
Más tarde intentaron mejorar los síntomas de aquellas enfermedades con vacunas aún más fuertes que causaban una enfermedad todavía más seria que mató y dejó paralíticos a una proporción enorme de hombres. La combinación de todas las vacunas venenosas, fermentando juntas en el cuerpo, causaba reacciones tan violentas que los cuerpos no podían soportarlas.
En el campo de batalla se produjo el desastre. Algunos hospitales militares se llenaron con nada más que hombres paralizados, y fueron descritas esas bajas como “bajas de guerra”, incluso después de que se produjeran en suelo americano.
Hablé con algunos de aquellos supervivientes de la barbarie de las vacunas cuando volvieron a casa después de la Guerra, y hablaron de los horrores, no de la Guerra en sí misma, sino de la enfermedad en el frente.
Los doctores no quisieron que esta enfermedad masiva provocada por […] La gripe de 1918 fue la enfermedad más devastadora que nunca hemos tenido y nos llegó por culpa de todos los inventos médicos, porque todas las sustancias químicas añadidas, todas ellas venenosas, sólo intensificaron la enfermedad de los que ya estaban muy envenenados, de manera que los tratamientos posteriores realmente mataron a más gente que las propias vacunas.
Por su culpa, murieron y enfermaron tres veces más personas que en la Primera Guerra Mundial, con cifras sólo comparables con la Segunda Guerra».
Si de la gripe española pasamos a la plandemia coronavírica, haga el lector las extrapolaciones pertinentes, saque parecidos, deduzca paralelismos: otro Gates al frente, vacuna de la gripe… La diferencia más notable es que el COVID no se puede comparar a la gripe española en cuanto a gravedad y mortalidad, y viene a ser una plandemia descafeinada, light, a pesar de las alarmas, los confinamientos, las encerronas, la ruina económica y las dictaduras presuntamente sanitarias, en medio de una lobotomización sin parangón, que ha creado la escenografía perfecta para el desarrollo de esta ópera bufa.
Y es que ya lo dijo Marx: de la tragedia a la farsa.