Javier de Miguel: “El americanismo es una
máquina de guerra contra la tradición católica”
29 JUN 2021
Santiago CLAVIJO
Javier de Miguel Marqués (1984) es Licenciado en Administración de Empresas, Graduado en Derecho y Máster en Asesoría fiscal. Casado y padre de cuatro hijos, a su carrera profesional como asesor fiscal une una década de estudios privados sobre la Doctrina Social de la Iglesia. También acostumbra al estudio asiduo de las infiltraciones de la filosofía moderna en otros campos distintos de la economía, como la Teología, el Derecho, la política y la pedagogía. En el ámbito editorial, es articulista colaborador en medios como Verbo, Periódico La Esperanza, Empenta y Marchando Religión. Asimismo, en su canal de Youtube aglutina vídeos explicativos de determinados aspectos de moral social cristiana.
¿Qué entendemos por americanismo?
Hay que decir que el término “americanismo” tiene varias acepciones, algunas de las cuales pueden tener nexos de unión entre sí. Por ejemplo, podemos hablar de él como giro lingüístico, como sentimiento patriótico de identidad nacional o continental, como estrategia geopolítica, y como forma de teología política o de ideología social. Aquí nos referiremos a estas dos últimas acepciones, de la cual la primera es causa de la segunda, pues como decía Donoso Cortés, todo problema humano es, en el fondo, un problema teológico.
A grandes rasgos, el americanismo del que hablaremos se caracteriza por la concepción, como ideal político, particularmente ideal de política cristiana, de los fundamentos de orden social y de las relaciones Iglesia-Estado-sociedad-individuo que han cimentado la constitución política de los Estados Unidos de América y su devenir histórico.
¿Por qué la define usted como una máquina de guerra contra la tradición católica?
Fundamentalmente, porque ignora, cuando no desprecia radicalmente, el derecho público cristiano que ha constituido la identidad de la res publica cristiana durante siglos, y lo sustituye por una organización – que no orden- social fundada en las ideas-fuerza de la Modernidad filosófica, entendida ésta como el proceso de secularización de la vida social, a saber, separación Iglesia-Estado, indiferentismo religioso – llamado neutralidad-, libertad para la difusión de todo tipo de ideas y credos, al margen de su veracidad, y una concepción individualista y materialista de la vida, frente a la filosofía cristiana clásica acerca del bien común y del fin natural y sobrenatural de la comunidad política que, como tal, comporta severas obligaciones de la autoridad política para con la verdadera religión.
En otras palabras, pretende transmitir la idea de que la mejor de las relaciones Iglesia-Estado-sociedad posible, es aquella en que la fe puede expresarse sin trabas en un marco democrático de igualdad y libertad negativa, es decir, ausencia de coacción externa. “Las iglesias” serían, pues, meras asociaciones privadas sin distinción de régimen jurídico, y el Estado se ciñe a un marco de laicidad en el cual, si bien puede manifestar un respeto y aprecio por el hecho religioso en general –sin particularismos- en realidad también acoge sin género de duda el derecho a no profesar religión alguna.
Puede verse que esta teología-ideología tiene fuerte raigambre protestante, como consecuencia lógica del credo de sus fundadores, y ha sido precisamente el protestantismo la herejía que más ha contribuido a la secularización de las otrora sociedades católicas. Los llamados padres fundadores de los Estados Unidos de América huían del despotismo monárquico, y se plantearon un modelo que, en palabras de Miguel Ayuso, sacralizaba la sociedad en detrimento del Estado y las iglesias, cuya perversión había originado dicha persecución. Pero el absolutismo monárquico europeo es ya una teología política moderna, luego el americanismo no es sino una especie dentro de ese ingente género de la modernidad política.
León XIII, en su carta Testem benevolentiae, la condena...
Y, además, lo hace con duras palabras. Tilda al americanismo, insisto, no como una referencia general a la personalidad del pueblo de Estados Unidos, sino como al conjunto de doctrinas teológico-políticas antes comentadas, de “sumamente injurioso", y recuerda que no puede pretenderse “una Iglesia distinta en América de la que está en todas las demás regiones del mundo”.
El Papa hace aquí un repaso por los problemas de fondo del americanismo, comenzando por la libertad ilimitada de opinión y expresión, la consideración de la Iglesia como una organización civil más, privándole de su carácter divino, y más en general, el naturalismo, es decir, la posibilidad de la virtud por las solas fuerzas humanas, y de conservar el orden social al margen de la asistencia divina. Concretamente afirma que “Estos peligros, a saber, la confusión de licencia y libertad, la pasión por discutir y mostrar contumacia sobre cualquier asunto posible, el supuesto derecho a sostener cualquier opinión que a uno le plazca sobre cualquier asunto, y a darla a conocer al mundo por medio de publicaciones, tienen a las mentes tan envueltas en la oscuridad que hay ahora más que nunca una necesidad mayor del oficio magisterial de la Iglesia, no sea que las personas se olviden tanto de la conciencia como del deber”.
Advertía el Papa que la “nueva sociedad” de los Estados Unidos estaba fundada en principios totalmente contrarios al orden social católico.
Efectivamente, e incluso el Papa hace referencia a cómo esa mentalidad podía afectar a la espiritualidad de los seglares y de los consagrados. La hipertrofia de la actividad humana era, según el Papa, una causa de desprecio de las virtudes evangélicas, que fácilmente podría conducir a un desprecio de la vida religiosa por considerarse demasiado “pasiva” para los tiempos modernos. Se vislumbra aquí el fuerte peso del naturalismo y el pelagianismo trasladados a la vida interior. Y es que la manera de entender la vida social tiene una repercusión clara en la forma de vivir la fe.
¿Hay algún otro documento pontificio de condena?
De forma específica, el americanismo se condena también en la Encíclica Longinqua oceani, del propio León XIII, en 1895, previa a Testem benevolentiae. En ella, el Papa, aunque reconoce la situación de paz y seguridad de que gozaba la Iglesia en Estados Unidos– sobre todo en contraste con las persecuciones que sufría en Europa-, afirma rotundamente que es un error considerar como un ideal la situación de la Iglesia en Norteamérica. Es más, literalmente afirma que ni tan siquiera “es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo norteamericano”. También deja claro que la fecundidad de la acción de la Iglesia no debe agradecerse a la supuesta “neutralidad” del Estado, pues ésta sería mucho mayor en caso de tener de su lado a las leyes y a la autoridad política. Es decir, que esos frutos se producen a pesar del sistema, no gracias a él. También advierte que la “sociedad libre” estadounidense peligra en tanto en cuanto la comunidad política deje de regirse por la ley evangélica.
Y, de forma más indirecta, esta doctrina se condena en el Syllabus del beato Pío IX (1864), por cuanto, en el punto LV condena la idea de que “Es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la Iglesia”; en la Encíclica Immortale Dei (1885), donde refiere la obligación del Estado de dar culto al Dios verdadero; y especialmente en la Encíclica Vehementer Nos, de San Pío X (1906), que, por ser más reciente y tratar directamente el asunto de la separación Iglesia-Estado, tiene un valor mayor. En ella, el Papa califica la separación Iglesia-Estado de “tesis absolutamente falsa y sumamente nociva”. Recuerda, con independencia de cuál sea la actitud del Estado hacia la religión, o el hecho religioso en general, que “en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público”.
Algunos autores, como John Rao, reconocen que quizá no se prestó demasiada atención a este tema en una época en que la Iglesia estaba enfrascada en el combate contra los efectos de la Revolución Francesa en Europa continental, y por el avance de la herejía modernista, los conflictos con Le Sillon y, en general, con el catolicismo liberal europeo. A mi juicio, estas condenas son suficientes, pero es necesario continuar predicándolas para que no caigan en el olvido. Ahora bien, cuando la Iglesia ha hablado del americanismo, ha sido en términos de condena rotunda, sin ambages.
Sin embargo ese espíritu se ha extendido por todo el mundo...
Es el ideal de la Modernidad llamada “fuerte” por autores como Juan Fernando Segovia. Las libertades liberales clásicas, fundadas en la seguridad y la propiedad como elementos fundamentales del orden social. Obviamente, esto no es malo en sí, pero se convierte en tal en tanto en cuanto el orden social se hace girar en torno al individuo y a la satisfacción de sus pretensiones individuales.
Esta idea tiene aspectos positivos. Por ejemplo, en Norteamérica se aprecia una mayor sensibilidad hacia la defensa del no-nacido y contra el adoctrinamiento mundialista. No obstante, esto también está empezando a cambiar. Los recientes resultados de las elecciones han puesto de manifiesto que la llamada “América profunda” (el americanismo clásico que representada Trump), al margen de los medios empleados para ello, ha sido batida por el huracán globalista.
Sea como sea, no debemos olvidar la progenie filosófica del ethos norteamericano. Gran parte de lo que autores como José María Marco o Francisco José Contreras alaban de este ethos, que es la cultura de libertad individual, la existencia de una derecha sin complejos, y una actitud más positiva hacia el hecho religioso (que no hacia ninguna religión en concreto), no es más que el espejo en el que a la derecha liberal europea le gustaría reflejarse: libertad religiosa, capitalismo liberal a ultranza, individualismo… a muchos, estos principios les pueden parecer gloria bendita si se compara con la cultura europea. Pero esto es más bien un demérito de Europa, que ha apostatado públicamente, que un mérito de la Weltanschauung estadounidense, que nació indiferente en materia de religión.
La “revolución americana”, dicen sus partidarios, no es más que un perfeccionamiento de la francesa.
Lógicamente, la revolución americana no perfecciona a la francesa desde un horizonte temporal, pues es anterior a ella. Pero desde luego representa la revolución deseada por el mundo conservador, que ve el teocentrismo medieval como un símbolo de oscuridad y represión. Pero, al mismo tiempo, aparentemente huye del anticlericalismo propio de la revolución francesa. Digo aparentemente, porque se trata de estrategias diferentes, pero con un objetivo común: destruir la primacía de la fe católica y de la Iglesia en las sociedades, y sustituir el auténtico bien sobrenatural propio de todas sociedades por un bien meramente temporal, que es precisamente el error del liberalismo conservador. Y que, muchas veces, ni siquiera es tal, pues se toma por bien, como recuerdan los pontífices, lo que no es más que pura licencia.
Todo este error nace porque a menudo se confunde la teología política cristiana con el absolutismo del que huyeron los llamados “padres fundadores”. Y, sensu contrario, la idea de libertad religiosa moderna se considera como el oasis que garantiza la paz y la convivencia en sociedades plurales, y por ende, es tenida como un bien en sí misma. Pero resulta que dar rienda suelta al error, aunque se impongan ciertos límites, más relacionados con el orden público que con el bien común, es la causa de la disolución de las sociedades. Pienso que es menos perniciosa la unidad religiosa alrededor de una religión falsa, que una sociedad promiscua en errores y doctrinas aberrantes de todo tipo. Por poner un ejemplo: Estados Unidos ha reconocido oficialmente el satanismo como religión, y, es cuestión de tiempo que ocurra lo mismo en Europa. En cambio, en un país islámico, esto sería impensable. Con esto no defiendo ni justifico el islam, pero pongo de manifiesto la gravedad del concepto moderno de indiferentismo religioso, que es el hijo primogénito de la Modernidad. La modernidad puede concebirse al margen de otros elementos, como el capitalismo liberal o la democracia, pero nunca sin marginar la verdad religiosa de la primacía que le corresponde en la res publica.
¿Por qué influyen tanto Estados Unidos en la política mundial?
Es muy tentadora la idea de una sociedad fundada en la mera libertad individual, donde uno tiene libertad de hacer y deshacer sin (aparentes) presiones externas. La eterna tentación de un sistema que no oprime al bien, pero tampoco al error. Pero, en cambio, el americanismo, que surgió de la huida de los despotismos de las monarquías absolutas modernas, pronto devino en un espíritu imperialista. “América para los americanos”, es la llamada doctrina Monroe. El mundo anglosajón, entre el que se cuenta el neo-mundo de Estados Unidos, fue un ariete contra el Imperio hispano. No hay que olvidar el papel fundamental que jugó la masonería norteamericana en las llamadas “emancipaciones” de las provincias ultramarinas hispanas, que a la postre fueron tratadas como el “patio trasero” de la potencia, o en las guerras de Cuba o Filipinas. El odio norteamericano a lo hispano es histórico y públicamente reconocido, como lo recuerda el reciente derribo de estatuas relacionadas con el pasado hispánico de la mayor parte del que hoy es territorio de Estados Unidos.
Asimismo, una de las consecuencias de la I Guerra Mundial, junto con el desmantelamiento del último reino católico, el Imperio Austro-Húngaro, fue la emergencia de los Estados Unidos como primera potencia mundial. Ambas gracias a la inestimable labor de la masonería, enemiga íntima del catolicismo y respecto de cuyos peligros parece que hemos bajado la guardia. La mayoría de las grandes familias americanas, desde su fundación, han pertenecido o estado vinculadas a logias masónicas y movimientos anti-católicos similares. Y ya se sabe que, en este contexto, hablar de “grandes familias” equivale a “poder económico”. Tampoco olvidemos que la masonería es quien mueve los hilos del globalismo hoy. Alguien dirá que eso es una traición a los principios de los padres fundadores. Yo prefiero decir que es más bien la consecuencia de esos mismos principios.
Y, por último, cabe destacar que la influencia de Estados Unidos en la geopolítica hace años que es decreciente. Las potencias emergentes no son precisamente adalides de la moral liberal. A pesar de ello, hay una continuidad disolvente entre el liberalismo y el totalitarismo que viene.
Háblenos de los verdaderos peligros de esta mala filosofía profundamente individualista, economicista, pragmática, pelagiana y auto-suficiente sin vínculos de sangre, sin más méritos que la iniciativa individual y el afán constante de progreso material.
Esta filosofía no es originaria de los Estados Unidos. De hecho, nace en Europa a la estela del desarrollo del capitalismo burgués, y se aprecia incluso en algunas zonas de España con una neo-tradición burguesa, como Cataluña. No obstante, los Estados Unidos de América se han convertido en su paradigma. Estados Unidos, para bien o para mal, carece de historia propia; es, de algún modo, un país hecho a sí mismo en base a ideas individualistas. Y eso afecta a la idiosincrasia de las sociedades. La constitución trató de ser un nexo de unión, pero no para llegar a un orden social al estilo cristiano, sino de carácter individual, donde la consigna era no entorpecer el progreso personal. Mientras la Hispanidad tiene su razón de ser en el anuncio del Evangelio, el americanismo lo tiene en el elogio narcisista de la libertad entendida al modo moderno, ponderada por una moral utilitaria y burguesa.
A mi juicio, el principal peligro de estas cosmovisiones, es la pérdida de la noción clásica de bien común, es decir, del fin común de la comunidad política. El americanismo contribuye a convertir la sociedad en un artefacto contractualista. Muchos movimientos tradicionalistas estadounidenses, de hecho, pecan de ese liberalismo conservador que desconoce dicho fin común. Un acercamiento del pensamiento católico estadounidense a la tradición hispánica, sería de gran ayuda para corregir estos errores.
Asimismo, las facilidades que otorga el sistema americano para las transacciones económicas de todo tipo, fomenta la inmoralidad en el tráfico mercantil, pues existe la mentalidad de que todo es comerciable, siempre bajo el respeto a la voluntad individual de las partes. Aquí se corre el riesgo de desvincular la moral de la razón recta, y sujetarla a las “libres” decisiones de los individuos. Y, con esa mentalidad, proponer también una libertad religiosa fundada en la supuesta neutralidad de lo público.
La Iglesia por contra no debe renunciar a instaurar todo en Cristo y debe liberar al mundo de la esclavitud del pecado, del pecado liberal especialmente.
Durante siglos, la Iglesia ha incidido en la necesidad de que las sociedades, tanto en su base como en su cúspide, reconozcan y den culto público al verdadero Dios, a lo sumo tolerando las herejías y desviaciones, siempre y cuando no afectasen al bien común.
Por desgracia, la Iglesia de hoy parece haber bajado los brazos respecto a este tema, de modo que, aunque no se ha revocado la condena, se excede en el aprecio a conceptos como la democracia o la llamada “laicidad positiva”. Incluso Joseph Ratzinger, privadamente ha enseñado que la mera libertad organizativa concedida a las diferentes iglesias en Estados Unidos es superior al modelo europeo, y un camino positivo del que aprender. Esto representa un abandono del derecho público cristiano y una mera selección de cosmovisiones modernas, que son presentadas a los fieles como opciones asumibles y no problemáticas con la fe cristiana.