1936: Madrid Rojo en II República |
Pío Moa (2007-01-25): En cuanto a mis tesis...
Termino aquí la serie de artículos dedicados al señor Reig Tapia y sus compañeros de aventura, Preston, Viñas y demás. Como no parecen haber entendido mucho de mis libros –quizá ni los hayan leído–, y ello se nota mucho en sus intentos de crítica, procuraré resumirles algunas de mis tesis.
Termino aquí la serie de artículos dedicados al señor Reig Tapia y sus compañeros de aventura, Preston, Viñas y demás. Como no parecen haber entendido mucho de mis libros –quizá ni los hayan leído–, y ello se nota mucho en sus intentos de crítica, procuraré resumirles algunas de mis tesis.
He distinguido en la España contemporánea tres ciclos de sesenta-setenta años cada uno, caracterizados por el intento de asentar una convivencia estable en paz y libertad. Dos de esos ciclos fracasaron en sendas repúblicas, desastrosamente demagógicas, y el tercero corre grave riesgo de terminar de modo parecido a manos de quienes quieren enlazar nuestra democracia actual con lo peor de la anterior república, es decir, con el Frente Popular. Esta periodización, como todas, es en parte arbitraria, pero bastante útil, creo, para enfocar nuestros avatares históricos. Tampoco sugiero que una república sea necesariamente nefasta, aunque hasta ahora sí lo haya sido en España.
La II República, de 1931-36, puede entenderse como el último efecto del fracaso del régimen liberal de la Restauración. Contra la tendencia habitual en la izquierda y en el Franquismo, considero el balance de la Restauración, con todas sus deficiencias, muy positivo tanto económicamente (prosperidad creciente) como políticamente (libertades). De haberse mantenido, España se habría evitado muchas tragedias.
Entiendo también que la responsabilidad por el fracaso de la Restauración recae en primer lugar sobre los movimientos mesiánicos y desestabilizadores (socialismo, anarquismo y separatismos) en auge desde la crisis moral del 98; en segundo lugar a lo que José María Marco ha llamado "traición a la libertad" por parte de los intelectuales punteros de la época (Azaña, Ortega, Costa, etc.), los cuales, también desde el 98, dejaron a la Restauración sin respaldo moral e ideológico, y apoyaron los mesianismos; y en tercer lugar a defectos del régimen que éste no pudo superar debido a los continuos y violentos embates de sus enemigos. La mayor parte de la historiografía de izquierda y de derecha ha centrado su análisis en tales defectos, dejando en la sombra los otros dos factores, e incluso justificando las acciones y denuncias mesiánicas, u omitiendo su fondo totalitario o antidemocrático. Hoy va cambiando esa tendencia historiográfica.
En 1923, los enemigos de la Restauración habían llevado a esta a una crisis revolucionaria, a la cual respondió el golpe de Primo de Rivera, saludado con alivio casi universal. La dictadura de Primo, muy ligera, presidió la época de más rápida modernización del país hasta los años 60. Pero políticamente fue estéril, y la marcha del dictador dio paso a una transición que se vería desbordada por el republicanismo.
La legitimidad de la II República no procede de unas elecciones municipales, que además perdieron los republicanos, sino de la quiebra moral de la monarquía, que les entregó el poder. La II República nació, pues, legítimamente y como una democracia liberal. Pero en ella tomaron pronto el mayor protagonismo las mismas fuerzas revolucionarias, jacobinas y separatistas que habían arruinado la Restauración. Estas tuvieron entonces su oportunidad histórica y pudieron mostrar lo que valían.
El fruto de la acción jacobina y revolucionaria fue, en el primer bienio, un constante rebasamiento de la legalidad, y violencia creciente (quemas de conventos, bibliotecas y aulas, Ley de Defensa de la República, insurrecciones anarquistas y represiones brutales, vulneración de las libertades en la misma Constitución so pretexto de lucha contra la Iglesia, etc.). En el segundo bienio, aquellas fuerzas asaltaron la legalidad republicana cuando el pueblo, tras la convulsa experiencia del primero, dio el poder a las derechas. Las izquierdas y nacionalistas catalanes concibieron su sangriento asalto de octubre de 1934 como una guerra civil, la cual empezó entonces por esa razón, porque cuajó en auténtica guerra en Asturias, y porque sus promotores no cambiaron básicamente sus posiciones después de haber sido vencidos. De ahí que cuando volvieron al poder, tras las anómalas elecciones de febrero del 36, liquidaran la Constitución mediante un proceso revolucionario desde la calle y la ilegalidad permanente desde el gobierno.
Contra toda una infundada corriente historiográfica, la derecha y la Iglesia no respondieron con violencia (salvo la Falange) a las continuas agresiones y desmanes que sufrían, y en octubre de 1934 defendieron la legalidad republicana a pesar de sus defectos. La corriente golpista fue insignificante y sin apenas apoyo, como demostró en 1932 el ridículo golpe de Sanjurjo (un general que había ayudado a traer la república mucho más que la mayoría de los líderes republicanos, también debe recordarse). Pero las demagogias y violencias vividas inclinaron progresivamente a la derecha, que había aceptado la república en principio, a soluciones autoritarias.
El alzamiento de 18 de julio del 36 no se hizo contra una democracia ya inexistente, sino contra un proceso revolucionario y los abusos de poder del gobierno, intolerables en cualquier régimen de libertades. Contra las tesis lisenkianas, no fue la guerra la que destruyó a la democracia, sino que la destrucción de la democracia por las izquierdas y los separatistas causó la guerra civil. Con la experiencia republicana habían quedado muy pocos demócratas, tanto en la derecha como en la izquierda, y esos pocos eran por completo impotentes frente al impulso revolucionario.
La propia dinámica de la guerra acentuó los rasgos autoritarios en la derecha. Fue una contienda entre revolución y contrarrevolución, no entre demócratas y fascistas o reaccionarios, como grotescamente mantiene la historiografía lisenkiana. De creer a esta, como ya he dicho, la democracia en España habría estado en las buenas manos de Stalin y de sus agentes del PCE, de los marxistas, anarquistas, racistas y compañía. Solo tal pretensión ya define la honradez intelectual de sus sostenedores.
El régimen franquista fue una dictadura autoritaria, incomparablemente mejor, con todos sus defectos, que las totalitarias a que han aspirado o con las que han simpatizado las izquierdas españolas. Haciendo el balance global, debe reconocerse que el franquismo derrotó a la revolución, libró a España de la guerra mundial, derrotó el intento posterior de resucitar la guerra civil (el maquis), fue apaciguando los viejos odios y dejó un país próspero. Con ello creó las bases de una democracia muchísimo más estable y real que la república.
Ni el franquismo ni su oposición, mayoritariamente comunista y terrorista, eran democráticos. Sin embargo la transición fue posible gracias a la evolución, dentro de la dictadura, de un creciente sector reformista y liberalizante. La transición recibió el ataque de una oposición que se identificaba con al Frente Popular y se empeñada en la ruptura. Pero la oposición rupturista fracasó y hubo de aceptar finalmente la transición.
Los mayores peligros para la democracia, desde la transición, han sido el terrorismo, diversos grados de complicidad con él en varios partidos, el terrorismo desde el gobierno, las oleadas de corrupción y el sostenido socavamiento de la independencia judicial y de la propia Constitución. Todas estas amenazas proceden fundamentalmente de aquellos partidos que se sienten herederos del Frente Popular y de los enemigos del régimen liberal de la Restauración; su falsificación de la historia también ataca la democracia, al tratar de recuperar los odios del pasado. Son esos partidos los que hoy están provocando una grave crisis de la convivencia en paz y en libertad conseguida después del franquismo.
En fin, cada una de estas tesis puede desarrollarse en otras derivadas, que las justifican más en detalle. Pero con esto basta, espero, para orientar a Reig y sus acompañantes, y quizá para incitarles a leer con mayor atención los libros que "critican" tan a la ligera. El observador percibirá que no hay en ellas nada de franquismo, ni de Arrarás, ni de "extrema derecha" etc., aunque en algunos puntos coincidan. Esas coincidencias, cumple señalarlo, no vienen en mis libros de la propaganda franquista, sino, precisamente, de una extensa documentación de las izquierdas. Y, no lo olvidemos, el mismo Arrarás desvirtúa los hechos en mucha menor medida que nuestros alborotados y a su modo encantadores lisenkos.
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