Reflexionando este inquietante verano del 2013 sobre el concepto humano de la verdad, tanto en su versión superior o teológica, como en la sociológica y política, nos adentramos forzosamente en la baja calidad y déficit estructural, jurídico y real de nuestra democracia. A ello se presta el vaciamiento del término a que hemos asistido en el último pleno del parlamento español, donde el Presidente del Gobierno y los jefes de los grupos parlamentarios de la oposición dirimían, con aparente inocencia y gran cinismo, sobre la ilegal financiación y reparto de sueldos, ajenos a la hacienda pública que dirigen, del partido en el Gobierno. ¡Como si ignoraran, ellos y nosotros, que llevan treinta y seis años haciendo lo mismo y más!.
Nuestra verdad como la de Nietzsche es terrible, pues “lo que hasta ahora ha sido llamado verdad es la mentira”. Una mentira extensible a todos los ámbitos del ser humano, tanto individual como colectivo. Una mentira auspiciada por las élites de gobierno como deformación ideológica e imposición de servidumbre al pueblo. Una mentira mansamente aceptada por el pueblo conformado como soberano y con la única capacidad de ejercerla cada cuatro años, sobre unas promesas casi nunca cumplidas y la evidencia de su paulatino empobrecimiento y nimiedad existencial. Mentira sobre la historia que configura lo que hoy somos y sin cuyo conocimiento, conformación y aceptación, nada seremos en el futuro.
Ya solo queda preguntarnos ¿cuánta mentira seremos capaces de soportar? ¿Estamos preparados para admitir crudas verdades, verdades reveladas, del tipo que fueran?
La conciencia individual y colectiva debía plantearse la búsqueda de la verdad e interrogarse sobre el sacrificio que ello comporta. El miedo a la verdad trascendente y la coherencia de vida con ella, llevó a las sociedades cultural y económicamente desarrolladas del siglo XX al abismo totalitario. “La verdad os hará libres” mensaje bíblico al individuo que la busca y a las sociedades, configuradoras del Estado, que la fomenten como presupuesto de la justicia y el bien común. El planteamiento de la libertad sin fundamento moral es la causa del relativismo que nos inunda, acongoja y debilita. Su final es la tiranía del número y el gobierno de los peores de nefastas consecuencias en los dos últimos siglos.
La historia de la humanidad nos enseña, como sostenía Cervantes en los Tratados de Persiles y Segismunda “la verdad puede enfermar pero no morir del todo” lo que nos situaría en los confines de la civilización, pues no hay cultura, progreso y derecho sin basamento en ciertas verdades axiomáticas con las que hemos dignificado la condición humana. La democracia no esta, ni puede estarlo, dentro de la categoría de verdad suprema, ni tan siquiera dentro de la organización social/política del Estado. La democracia puede ser un buen sistema o, si prefieren, el mejor sistema - si el hombre/voto fuera mayoritariamente sabio, prudente, justo y temeroso de Dios-, para organizar la administración del poder. Pero la democracia no es la norma suprema que no puede someterse a derechos superiores del hombre de origen divino o ético.
La libertad responsable del hombre y sus derechos, como origen y destinatario de los gobiernos no está en el pueblo, entendido como magma fácilmente manipulable que elige lo peor, lo que menos le conviene, sino en cada uno de los seres humanos portadores de valores eternos que no pueden ser atropellados por el Estado, por muy formalmente democrático que sea. Baste el ejemplo de la Ley del Aborto o la de La Memoria Histórica, como formas de cercenar la vida sagrada de la creación y la verdad liberadora del conocimiento de nuestra Historia.
Ni la Revolución Francesa fue democrática, su único cambio fue arrebatar, en un baño de sangre y despotismo desilustrado, el poder al soberano para entregárselo a la voluntad popular fácilmente dirigida por el rencor, la ignorancia y el egoísmo al desastre. De ahí han surgido las democracias totalitarias del siglo XX y las cada vez mas encubiertas, hoy, del mundo Islámico y de la ideologización tardocomunista de casi treinta países en el mundo. En su mayoría este panorama ha venido auspiciado por la revolución liberal americana, cuya difícil exportación requiere innumerables trasplantes, uniformidad idiosincrática y tiempo.
El tema del verano, recurrente como retazo de historia que vuelve a la luz desde hace trescientos años, tras los últimos cuarenta años de entreguismo y olvido, acredita, una vez mas, que Franco tenía razón y su régimen sirvió los interés de España y su pueblo con lealtad y eficacia. Bajo la premisa mayor de que Gibraltar no valía una guerra, la vida de un español o la cohesión europea, emprendió la batalla diplomática hasta obtener en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1968 una resolución acorde a los intereses de España, que llevaba a Gran Bretaña a la difícil posición de incumplir manifiestamente, una vez más, las resoluciones internacionales, colocándoles como meros piratas del derecho internacional. La respuesta española al incumplimiento jurídico fue el bloqueo económico y cierre de la verja, haciendo insostenible a los ingleses el mantenimiento de ese expolio a la soberanía de una Nación en el corazón de Europa. Pero a los ingleses les bastó esperar a que muriera el conductor de esa superior política para mantener el anterior estatus siempre en detrimento de España.
El anzuelo del dialogo de los nuevos eunucos, traidores a su nación y pueblo, se circunscribe a tratar en comisión tripartita o cuatripartita sobre “temas de pesca o medioambientales”. Pero sobre la soberanía del Peñón; la evasión de capitales que genera su paraíso fiscal; el contrabando que lesiona nuestros intereses; la ampliación de Gibraltar por tierra, mar y aire; y la ampliación de las aguas jurisdiccionales, impidiendo a nuestro pescadores faenar en sus caladeros, ni hablar. Así hemos ido cediendo durante estos cuarenta años, mal llamados democráticos, en aspectos esenciales que afectan a nuestra soberanía, primero admitiendo a los gibraltareños como parte independiente de la negociación, después abriendo la verja, luego potenciando su aeropuerto, con posterioridad otorgándoles la posibilidad de la comunicación con miles de líneas telefónicas, y finalmente convirtiéndolo en un gran centro financiero opaco.
Lo peor de todo ello es no tener, como Nación, una política común , coherente, uniforme y genérica, con independencia de quien gobierne. Nuestros intereses no son variables en función del signo político o ideología de nuestros gobernantes, pues los intereses de España y su pueblo deberían primar sobre cualquier otra consideración exógena. Esa política mantienen los británicos aunque saben de lo injusto y arbitrario de su proceder. Esa no política y gobernabilidad es una de las causas de nuestra decadencia histórica y desintegración actual.