InfoCatólica
José María Iraburu
–¿O sea que la Iglesia necesita reformarse? ¿No querrá Ud. que entremos en la Reformaprotestante?
–Lo de los protestantes no fue reforma, fue deformación del misterio de la Iglesia.
La Iglesia Católica es santa, pero está siempre necesitada de reforma. Ya traté de ello al comienzo de esta serie (01). –Es santa: «una, santa, católica y apostólica». Es santa, es «sacramento universal de salvación», porque siempre Cristo la tiene por Esposa, y siempre el Espíritu Santo es su alma; es santa por la eucaristía y los sacramentos; por la sucesión apostólica de los Obispos, presididos y unificados por el Papa; es santa por su fuerza espiritual para santificar laicos y sacerdotes, célibes y vírgenes, sobradamente demostrada en la historia y en el presente. –Pero toda ella está necesitada de reforma, al mismo tiempo, porque está integrada por hombres que hemos sido santificados, pero que somos pecadores. Y lógicamente necesitan sobre todo una urgente reforma aquellas Iglesias locales que se encuentran en avanzado estado de descristianización.
Por eso la palabra «reforma» es tradicional en la Iglesia de Cristo. En ella nunca, por supuesto, se habla de «re-forma» para expresar un «cambio de forma», pues la forma de la Iglesia, su alma, es el Espíritu Santo, que no cambia. Por el contrario, siempre se habla de reforma o bien como un «desarrollo» perfectivo de algunas formas precedentes, es decir, como una «renovación», o bien como la «purificación» de ciertas doctrinas y prácticas que se habían desviado más o menos de la verdadera forma católica.
La Iglesia, por obra del Espíritu Santo, ha vivido en su historia muchas reformas de diversos géneros, alcances y promotores. Así podemos recordar, por ejemplo, la reforma de Cluny, la de San Gregorio VII, las reformas promovidas por los Reyes Católicos y el Cardenal Jiménez de Cisneros, la gran reforma del concilio de Trento, las reformas litúrgicas, las reformas realizadas por San Pío V, San Carlos Borromeo, San Pío X, y las impulsadas por San Bernardo, San Francisco, Santa Teresa de Jesús.
En el ámbito del protestantismo, los protestantes han considerado su escisión de la Iglesia en el siglo XVI como la Reforma por excelencia, y han considerado a sus fundadores comoreformadores. La expresión «Ecclesia semper reformanda», empleada por el teólogo calvinista Gisbert Voetius en el sínodo de Dordrecht (1618-1619), vendría a ser por tanto un lema protestante. Pero bien sabemos nosotros, los católicos, que los protestantes, no fueronreformadores, sino grandes deformadores de la Iglesia y del cristianismo.
Los protestantes arrasan la Biblia, dejándola a merced del libre examen; se llevan por delante la sucesión apostólica, Obispos y sacerdotes, la doctrina de Padres y Concilios; dejan los siete sacramentos reducidos a uno y medio o dos; eliminan la Eucaristía en cuanto sacrificio de la Nueva Alianza; destruyen el culto a la Santísima Virgen y a los santos; abominan de los votos, de la vida religiosa, de la la ley eclesiástica; niegan la necesidad de las obras cumplidas en fe y caridad para la salvación (sola fides, sola gratia); niegan el poder de la razón y la libertad del hombre (servo arbitrio); se separan (cisma) de la unidad de la Iglesia, para subdividirse posteriormente en muchos cientos de comunidades distintas y separadas. A tales cristianos no se les puede llamarreformadores, sino deformadores, pues entran en el mundo sagrado de la Iglesia como caballo en una alfarería. Tampoco, por supuesto, son reformadores los modernistas que, dentro de la Iglesia, se empeñan en romper su verdadera forma doctrinal y litúrgica, moral y disciplinar: son tambiéndeformadores.
Los católicos, pues, de ningún modo debemos ceder a protestantes y modernistas el término dereformadores, como si les correspondiera. A fines del XVIII, ciertos historiadores alemanes acuñan el término contrarreforma, para referirse a la gran reforma iniciada en el XVI, la tridentina, entendiéndola así como una mera reacción a la escisión protestante. De ahí que la Iglesia promueva más bien la expresión reforma católica, adoptada por Maurenbrecher en 1880 y difundida en las obras de Pastor.
El concilio Vaticano II promueve importantes reformas, partiendo siempre del convencimiento de que «toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su propia vocación […] La Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta perenne reforma(perennem reformationem), de la que ella, en cuanto institución terrena y humana, necesita permanentemente» (UR 6a). «Ecclesia semper reformanda» es, pues, un lema verdadero, ya que la Iglesia, que «encierra en su propio seno a pecadores, y es al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y la renovación» (LG 8c; cf. Gaudium et spes 43f). Así entiende la Iglesia su propia reforma.
¿Cuáles son en la historia de la Iglesia las causas
que posibilitan o que exigen una reforma?
1.–A veces el progreso en un cierto campo de la vida eclesial promueve una reforma. Se hace ley entonces de aquello que de hecho, por obra del Espíritu Santo, se iba viviendo, aunque con ciertas dificultades. Es, pues, la vida misma de la Iglesia la que hace posible y conveniente la norma. Así se produce, por ejemplo, la norma del celibato sacerdotal en el Concilio de Elvira (306, can. 33). Y de este modo el Espíritu Santo guía a su Iglesia «hacia la verdad plena» (Jn 16,13).
2.–Pero más frecuentemente son los desvíos doctrinales o morales los que vienen a exigir las reformas necesarias de la Iglesia o de ciertas Iglesias locales. En ocasiones, se han establecido ampliamente y durante siglos errores y abusos intolerables, pero quizá tolerados largamente; por ejemplo, en ciertos beneficios clericales, en la investidura de los Obispos, en la vida de ciertas órdenes religiosas, en el modo de realizar el vínculo conyugal, en el uso injustificado de las armas, en lo que sea. Simplemente: todo aquello que va mal en la Iglesia debe ser reformado. Aquello que va bien, no necesita ser reformado. Por ejemplo, «Cartusia nunquam reformata, quia nunquamdeformata».
¿Necesita reformas la Iglesia en nuestro tiempo?
Sin duda alguna, en muchas cosas y con gran urgencia. Cualquier lector de criterio verdaderamente católico puede apreciar que el retrato que hice en mi artículo anterior (205), Iglesias descristianizadas, era un retrato hecho del natural. Es evidente que la Iglesia universal, pero muy especialmente aquellas Iglesias locales que hoy están mundanizadas, secularizadas y descristianizadas, con más errores que verdades, sin vocaciones, en disminución continua, padeciendo en la mayoría de sus bautizados una apostasía generalizada y un alejamiento crónico de la Eucaristía, necesitan una reforma profunda y urgente. Si no se reforman, acabarán extinguiéndose. Tienen que elegir: reforma o apostasía.
¿Y qué ha de reformarse hoy en la Iglesia Católica?
Hace un momento lo he dicho, y en (04) lo dije más ampliamente. En la Iglesia Católica ha de reformarse todo aquello que de un modo relativamente generalizado se ha desviado más o menos de la ortodoxia y de la ortopraxis. Cuando un templo está gravemente deteriorado –ventanas rotas, tejado con grandes agujeros, muros cuarteados, etc.– sea por negligencia de sus cuidadores o por diversos accidentes inculpables, hay que restaurarlo. Y si no se restaura, se irá arruinando. Lo mismo pasa con la Iglesia, templo construído con piedras vivas sobre la roca de Cristo y de los apóstoles. Si en Ella, como he dicho, «de un modo relativamente generalizado», se multiplican ciertos errores, desviaciones y abusos, es urgente realizar las reformas doctrinales, morales y disciplinares que sean precisas para recuperar la forma verdadera de la Iglesia. Si no, crecerá la ruina, y crecerá también la apostasía.
En la teología moderna, en la catequesis, en la predicación, es frecuente la eliminación sistemática de la soteriología, salvación-condenación, es un error que falsifica profundamente el Evangelio y que requiere reforma. La generalización de la anticoncepción en los matrimonios cristianos es un grave mal, que requiere reforma. El absentismo muy mayoritario de los bautizados a la Misa dominical es un horror nunca conocido en proporciones semejantes: es un mal enorme, que requiere reforma. La inacción o la gran demora de la Autoridad apostólica para reprobar eficazmente los errores doctrinales que se difunden en el pueblo cristiano causa muy graves males, difícilmente reparables, y ha de ser objeto de urgente reforma. Los abusos en la liturgia, la generalización de los sacrilegios, exigen una reforma eficaz, urgente, universal. Y como éstos, tantos y tantos otros daños en el Templo eclesial están exigiendo reformas cuanto antes. Reformas que el Espíritu Santo quiere y puede hacer, para renovar la faz de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II tuvo una clara intención de reforma, consciente de que la Iglesia en la tierra necesita perennem reformationem (UR 6). Y Pablo VI expresa claramente esta convicción en un discurso a los Padres conciliares (29-IX-1963, n.25):
«Deseamos que la Iglesia sea reflejo de Cristo. Si alguna sombra o defecto al compararla con Él apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial ¿qué debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Está claro: reformarse, corregirse y esforzarse por devolverse a sí misma la conformidad con su divino modelo, que constituye su deber fundamental».
Pero hoy en la Iglesia se capta débilmente la necesidad urgente de reformas profundas.Lo eclesialmente correcto es pensar que «vamos bien», al menos en líneas generales. Eso sí, con deficiencias, sin duda, con «luces y sombras», es cierto; pero vamos bien. Con un ejemplo: se tolera y se desdramatiza que la gran mayoría de los bautizados esté alejada habitualmente de la Misa y del sacramento de lo penitencia. Se realizan campañas pastorales de gran impulso en otras direcciones, pero no para enfrentar males enormes, como ésos. Un cierto buenismo oficialista es afirmado hoy así con buena conciencia. Incluso se fundamenta con frecuencia esta actitud en piadosas consideraciones sobre la Providencia divina, la virtud de la esperanza, la confianza en el Papa y los Obispos, etc.
Reformadores, moderados y deformadores se tituló un artículo mío de hace unos años (10-4-2009) (( http://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=3466 )). Son tres actitudes dentro de la Iglesia, que pueden ser tipificadas brevemente con un ejemplo: la manera de considerar la encíclica Humanæ vitæ:
–Los reformadores queremos que la doctrina católica sobre la moral conyugal se predique con más firmeza y urgencia, p. ej., llamando a conversión a los matrimonios anticonceptivos, en los cursillos prematrimoniales y en la confesión sacramental, y que sean reprobados públicamente los maestros del error que la impugnan. Mientras eso no se haga, prevalecerá la anticoncepción sistemática, que profana el matrimonio profundamente.
–Los moderados quieren que la doctrina de la Iglesia afirmada en la encíclica se mantenga, pero de hecho estiman conveniente que casi nunca se predique, que en el sacramento de la confesión, concretamente, se silencie, dejando sin más que los matrimonios se atengan a su «conciencia», y que no se contradiga ni se sancione a los innumerables autores católicos que impugnan la doctrina de la Iglesia abiertamente, y que difunden a veces sus obras en las mismas Librerías diocesanas. Libertad de expresión ante todo. La verdad acaba imponiéndose por sí misma.
–Los deformadores, que se parecen mucho a los protestantes, y aún más a los modernistas, son menos ambiguos, son bastante más claros. El Card. Martini, p. ej., en Coloquios nocturnos en Jerusalén (2008), vino a confesar que se avergonzaba de la encíclica Humanæ vitæ, por la que «se ha producido un gran perjuicio» a la relación de la Iglesia con el mundo actual (pgs. 141-142). La Iglesia, según él, tardó mucho en reconocer sus errores sobre Galileo o Darwin; pero «en los temas en que se trata de la vida y del amor no podemos esperar de ninguna manera tanto tiempo […] Probablemente, el Papa no retirará la encíclica. Pero puede escribir una nueva e ir en ella más lejos» (146). Ese «ir más lejos», ya se entiende, es una forma cautelosa y vergonzante de afirmar que la Iglesia tendría que «abrirse» a los anticonceptivos, preservativos, cambiando su doctrina (147-148). Es así como proceden los deformadores de la doctrina católica.
Los moderados hoy prevalecen en muchas Iglesias locales, y con discernimiento erróneo estiman que un verdadero amor a la Iglesia y a su jerarquía exige un apoyo indiscriminado al presente católico. Y por otra parte –todo hay que decirlo– no pocos de ellos tienen muy en cuenta que su moderada actitud no solo les evita a ellos persecuciones dentro de la comunidad cristiana, sino que les abre caminos ascendentes de promoción eclesial. Pero sus actitudes son falsas, y no conducen a una santa reforma de la Iglesia, sino que la impiden, y llevan a una apostasía siempre creciente.
Reformadores y deformadores coinciden en que muchas cosas están mal y exigen reforma; pero difieren en que los deformadores exigen cambios en doctrinas y normas católicas, mientras que los reformadores pretenden reafirmaciones doctrinales y prácticas. Entre unos y otros, están los moderados, centristas vocacionales, rebosantes de equilibrio; ellos quieren el matenimiento de las doctrinas y normas, pero siempre que se silencien discretamente y sobre todo que no se exijan, para evitar divisiones y tensiones enojosas en la comunidad eclesial. Son éstos sobre todo los que nos pierden. Aún más quizá que los deformadores.
Estamos mal. Muy necesitados de conversión y de reforma. Sólo el reconocimiento humilde de los pecados y errores que hoy se dan en la Iglesia hace posible su reforma. Y ese reconocimiento no parece que hoy esté suficientemente vivo en la conciencia de Pastores y fieles. No se deja oir –al menos yo no lo oigo– un clamor pidiendo reforma, como se oyó en ciertos períodos oscuros de la Edad Media, del Renacimiento o de la Ilustración.
¡Recordemos la voz de algunos santos!
Considerando lo que ellos veían en su tiempo, y decían,
nos damos cuenta de que nosotros estamos en buena parte ciegos
Santa Catalina de Siena (1347-1380) visita una vez al Papa Gregorio XI en Roma, acompañada por su director espiritual, el beato Raimundo de Capua, dominico, que le hace de intérprete, y que escribió su Vida Legenda maior). En ella narra el Maestro dominico esta escena:
«Mientras hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la Curia Romana, donde debería haber un paraíso de virtudes celestiales, se olía el hedor de los vicios del infierno. El Pontífice, al oirlo, me preguntó cuánto tiempo hacía que había llegado ella a la Curia. Cuando supo que lo había hecho pocos días antes, respondió: “¿Cómo, en tan poco tiempo, has podido conocer las costumbres de la Curia Romana?” Entonces ella, cambiando súbitamente su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi con mis propios ojos, erguida, dijo estas palabras: “Por el honor de Dios Omnipotente me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los pecados que se cometen en la Curia de Roma sin moverme de Siena, mi ciudad natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los días”. El Papa permaneció callado, y yo, consternado» (n.152).
San Juan de Ávila (1499-1569), en un informe que envía al Concilio de Trento, ve así los males de la Iglesia en el XVI:
«Hondas están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con cualesquier remedios. Y si se nos ha de dar lo que nuestro mal pide, muy a costa ha de ser de los médicos que nos han de curar» (Memorial II,41). «… En tiempo de tanta flaqueza como ha mostrado el pueblo cristiano, echen mano a las armas los capitanes, que son los prelados, y esfuercen al pueblo con su propia voz, y animen con su propio ejemplo, y autoricen la palabra y los caminos de Dios, pues por falta de esto ha venido el mal que ha venido… Déseles regla e instrucción de lo que deben saber y hacer, pues, por nuestros pecados, está todo ciego y sin lumbre. Y adviértase que para haber personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar, se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde el principio con tal educación [alude a los Seminarios], que se pueda esperar que habrá otros eclesiásticos que los que en tiempos pasados ha habido… Y de otra manera será lo que ha sido» (Memorial II,43). «Fuego se ha encendido en la ciudad de Dios, quemado muchas cosas, y el fuego pasa adelante, con peligro de otras. Mucha prisa, cuidado y diligencia es menester para atajarlo» (II,51).
San Claudio la Colombière (1641-1682), en los umbrales del Siglo de las Luces y del inicio de la descristianización de Europa, justifica que no pocos cristianos, como los monjes antiguos, abandonen un mundo secular cada vez más degradado por el pecado:
«Como la depravación es hoy mayor que nunca, y como nuestro siglo, cada vez más refinado, parece también corromperse cada vez más, dudo yo si alguna vez se han dado tiempos en los que haya habido más motivos para retirarse completamente de la vida civil y para marcharse a los lugares más apartados… Existe, en medio de nosotros, un mundo reprobado y maldito de Dios, un mundo del que Satanás es señor y soberano… Ese mundo está donde reina la vanidad, el orgullo, la molicie, la impureza, la irreligión… Decís vosotros que ese mundo no está ni en el teatro, ni en el baile, ni en las carreras, ni en los cículos, y que tampoco se encuentra en los cabarets ni en los casinos de juego. Pues bien, si sois tan amables, ya nos diréis dónde hemos de localizarlo para rehuirlo» (De la fuite du monde, en Écrits 295-296). Sería interesante oir hablar a San Claudio de nuestro mundo actual…
San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) hace el mismo discernimiento hablando delmundo, y recordemos que por esos años no está hablando todavía de un mundo contrapuesto en todo a la Iglesia, sino que habla de un mundo cristiano en gran medida descristianizado: «Nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy, porque nunca había sido tan sagaz, prudente y astuto a su manera» (El amor de la Sabiduría eterna n.79).
¿Por qué hoy este lenguaje está en la Iglesia proscrito?
Es algo que leyendo estas declaraciones, o las de Cristo y sus apóstoles, o las de los profetas judíos, no puede uno menos de preguntarse. Apenas se oye hoy nunca, ni siquiera en publicaciones católicas de perfecta ortodoxia y calidad espiritual. ¿Faltan para fundamentos reales para esos diagnósticos fortísimos? No faltan esos fundamentos; lo que falta es la humildad y lo que sobra es la soberbia. Mantenella e no enmendalla.
La santísima Virgen María, en sus últimas apariciones, hace muy graves denuncias sobre la situación de la Iglesia. La Virgen de La Salette llora los pecados del pueblo cristiano, especialmente los de sus sacerdotes y personas consagradas (1846). Y la Virgen de Fátima, en 1917, les dice a los tres niños videntes:
«Jesucristo es horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes… Rezad, rezad mucho, y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no tener quien se sacrifique y pida por ellas… No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido»…
¡Eso lo dice la Virgen en 1917!, cuando todavía eran muchos los cristianos que se confesaban e iban a Misa, que guardaban hasta la muerte la unión conyugal, que tenían hijos y los educaban cristianamente; cuando las playas estaban desiertas y los Seminarios y Noviciados llenos, cuando muchos sacerdotes y religiosos eran fieles a la doctrina y disciplina de la Iglesia, y florecían las misiones, y había un influjo real de los cristianos en la vida política y cultural; cuando los colegios católicos daban formación cristiana, y las Universidades católicas, etc. ¡Cuánto han crecido desde entonces los males en la Iglesia! ¿Que diría hoy la Virgen en Fátima a los Pastores sagrados y al pueblo católico?…
Juan Pablo II, visitando Fátima (13-V-1982), se lamentaba diciendo:
«¡Cuánto nos duele que la invitación a la penitencia, a la conversión y a la oración no haya encontrado aquella acogida que debía! ¡Cuánto nos duele que muchos participen tan fríamente en la obra de la Redención de Cristo! ¡que se complete tan insuficientemente en nuestra carne “lo que falta a los sufrimientos de Cristo”! (Col 1,24)».
José María Iraburu, sacerdote
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