3. Noviazgo: ¿seguros? Ideas para acertar
4. Noviazgo y matrimonio
5. Cartas del diablo a su sobrino
2. De la abstinencia al amor auténtico
4. Noviazgo y matrimonio
5. Cartas del diablo a su sobrino
1. ¿Como novios? ¡Oh, no!
UNAV/Nuesto Tiempo-Enrique García-Maíquez: Las rupturas matrimoniales son pandemia, según expresión que ha hecho fortuna del psiquiatra Enrique Rojas. Para prevenirlas, se ofrecen cursos de orientación familiar de enorme interés. Que un matrimonio se apunte es un paso de gigante, pues supone que ambos dan al asunto la importancia que tiene. Sólo por eso, ya compensarían, aunque merecen la pena por mucho más.
Ahora bien, sería bueno que los cursos afinaran al máximo. A mí se me ponen los pelos de punta cada vez que allí se propone que hay que quererse… como novios. ¡Oh, no! No es sólo que mi noviazgo fuera, como suelen, una montaña rusa, con subidas de vértigo y vertiginosas bajadas, discusiones cósmicas por nimiedades microscópicas, angustias melodramáticas y reconciliaciones de culebrón, sino que no fue más que el prólogo; y las circunstancias abismalmente distintas. C. S. Lewis en su ensayo Los cuatro amoresconcluye que todo amor acaba recurriendo a la caridad. Eso sí son palabras mayores. La última sesión de todos los cursos de amor matrimonial tendría que culminarse con una reflexión sobre la caridad y su necesidad insoslayable. Lo cual no es una derrota, ni mucho menos, siendo la caridad la expresión más alta del amor. Yo he visto de reojo a menudo a mi mujer darme unas generosas limosnas de cariño cuando menos las merecía, y uf, gracias a Dios.
Pero al asediado amor conyugal hay que defenderlo por los cuatro costados, así que nos vendrán muy bien defensas más mundanas, que protejan todos los flancos. Habría que dedicar otra clase a la importancia y a la gestión eficaz de los proyectos compartidos, grandes, como los bebés, y pequeños, como el patrimonio, por ejemplo. Es lo de la famosa cita de Tierra de hombres deAntoine de Saint-Exupéry: “Amar no significa en absoluto mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección”. Se ha repetido mucho con entonación dulce y mirándose, paradójicamente, a los ojos; pero en la práctica se olvida.
El tercer flanco lo cubriría la convicción intelectual de que el matrimonio indisoluble es una magnífica idea. Kierkegaard explicaba que es casi imposible que en una isla desierta un hombre y una mujer no acaben por entenderse a las mil maravillas, superando en un santiamén sus desavenencias. Una vez convencidos ambos cónyuges, el matrimonio es esa isla desierta, presta a transfigurarse en un jardín del Edén. A favor del matrimonio como institución argumenta, con el vigor de la casa, G. K. Chesterton en La superstición del divorcio.
El cuarto costado es el más mundano, pero hay que fortalecerlo como a los demás. Se requiere comprender a fondo el mecanismo del deseo si se quiere manejar con cierta seguridad material tan inflamable. Para eso, recomiendo estudiar muy bien las cartesianas ideas del antropólogo René Girard. En su último libro, Geometrías del deseo, profundiza en todo lo que descubrió en el primero, Mentira romántica y verdad novelesca. Los humanos no deseamos en línea recta, sino mediante triángulos. Desde niños, aprendemos a desear imitando a los otros. Y en la adolescencia, no digamos. Y de mayores, igual. Los grandes escritores —Cervantes, Shakespeare, Stendhal, Proust…— lo saben desde siempre. Y los publicistas. Y nuestras mujeres, quizá inconscientemente, cuando se arreglan para salir a cenar fuera mucho más que para pasar la tarde en casa. Si somos atractivos e interesantes para los demás, lo seguiremos siendo, por ósmosis, para el cónyuge, que es lo que importa. Esto, utilizado con sensatez y mesura, es muy aprovechable. Las tesis de Girard, que han abierto fecundos campos de investigación en la literatura, en la antropología, en la política y en la teología, también tienen su sitio en los cursos de orientación familiar.
Vivir una aventura, estando como están las estadísticas, es atravesar los años con un matrimonio insumergible. O sea, un marido y una mujer a los que, cuando les vengan con lo de amarse como novios, se sonrían, se guiñen y se digan al oído: “Entonces…, qué poco nos queríamos todavía”.
2. De la abstinencia al amor auténtico
Aceprensa (15/12/2007): La capital filipina ha sido la sede del II Segundo Congreso Internacional sobre Educación en el Amor, Sexo y Vida (19-22 de noviembre), que reunió a un millar de personas que trabajan en la formación del carácter, provenientes de doce países y de diferentes sectores y religiones. El encuentro fue organizado por la Fundación EDUCHILD, Developmental Advocacy for Women Volunteerism, e Intermedia Consulting, entidad con sede en Roma. Durante la reunión fueron presentadas una selección de iniciativas que han ayudado a los jóvenes a reducir y evitar comportamientos sexuales de riesgo.
La efectividad de estos programas ha probado que los jóvenes están dispuestos a escuchar y cambiar si padres, profesores y educadores trabajan de la mano. Entre estos programas se incluyenProtege tu Corazón (México), Educarse (Chile), Sex Respect (EE.UU.), Choicez Media (Australia),Womens Foundation for World Peace (Taiwan), True Love Waits (EE.UU. y Filipinas), y I Am Strong(Filipinas).
En el congreso, bajo el eslogan I Keep Love Real (Mantengo auténtico mi amor), se ha lanzado una campaña dirigida a proteger a los jóvenes asiáticos de los elevados índices de embarazos de adolescentes, sexo antes del matrimonio y otros problemas asociados a comportamientos sexuales de alto riesgo.
Manuel Escueta, presidente de la Fundación EDUCHILD, explicó los métodos de esta iniciativa, que durará en principio cinco años. Durante los tres años siguientes al congreso se iniciarán o continuarán planes como los presentados. Los participantes podrán copiar cualquiera de los programas que consideren de mejor aplicación en sus países. En Taiwán y Hong Kong, por ejemplo, se pondrán en marcha sendas iniciativas inspiradas en I Am Strong. Además, se llevarán a cabo estudios e investigaciones que sirvan para conocer mejor a la juventud actual, y se evaluará continuamente cada programa para introducir mejoras.
Algo más que abstinencia sexual
Antonio Torralba es decano de la facultad de Ciencias y Letras de la Universidad de Asia-Pacífico en Manila. Como uno de los encargados del programa I Am Strong, explicó el énfasis en educación del carácter: La educación en la castidad no se construye en el vacío. Tiene como premisa el esfuerzo personal para adquirir muchas otras cualidades: fortaleza, templanza, perseverancia, incluso un sentido de justicia social, y prudencia. En cuanto a los programas basados en la abstinencia sexual que se centran solo en ayudar a los jóvenes a evitar riesgos, dijo que una posible razón por la que la educación en la abstinencia falla, cuando falla, es que está centrada en el sexo y basada en negaciones antes que en afirmaciones.
No por casualidad, el eslogan I Keep Love Real defiende la educación de los afectos y la voluntad como elementos esenciales de la educación del carácter. A lo largo del congreso, varios ponentes subrayaron el papel crucial de padres y madres para formar el carácter de sus hijos, para educarlos en la castidad y especialmente en el amor y la fidelidad de por vida.
Patrick Fagan, del Family Research Council (Washington), presentó unas estadísticas que mostraban que castidad y matrimonios estables están directamente relacionados. Un análisis de una encuesta nacional entre mujeres norteamericanas concluyó que de aquellas que solo habían tenido una pareja sexual en su vida, el 80% formaban parte de una relación estable. El porcentaje se reduce en el caso de aumentar el número de parejas sexuales, habitualmente previas al matrimonio.
La influencia de los padres
El papel de la religión en la familia para educar a los jóvenes no puede pasarse por alto. En la medida en que una madre practica más su religión católica, protestante, musulmana o judía, mejor es la relación con el marido y los hijos prosperan más. Cuando ambos padres practican, mejor es la relación y la mejora de los hijos, observó Fagan.
La relación con los padres también influye en la castidad adolescente. Otra encuesta entre adolescentes de EE.UU. señala que chicas y chicos que proceden de familias casadas intactas tienen menor número de parejas sexuales que sus compañeros que proceden de familias rotas.
Por ello, Thomas Lickona, profesor de Educación en la State University de Nueva York, afirmó que los jóvenes necesitan sistemas adecuados de apoyo si se comprometen consigo mismos para ser castos. En un mundo hostil a una vida casta, familias, amigos, escuelas y comunidades deberían ofrecer a los jóvenes el ambiente para vivir la castidad.
Se recordó que es vital hacer ver a los jóvenes el cuadro completo de motivos por los que deben rechazar el sexo antes del matrimonio. Colleen Mast, fundadora de Sex Respect, dijo que ese marco es el amor. Educar a los jóvenes en el amor es más que decir no al sexo fuera del matrimonio. Más bien, requiere una profunda comprensión de la persona humana, del conocimiento del sexo opuesto, y del valor del compromiso y el matrimonio. Se puede ayudar a los jóvenes a madurar en el amor enseñándoles a pensar críticamente frente a la simple respuesta a los impulsos. Los jóvenes quieren respuestas sobre el amor, la vida y el sexo, como reveló una encuesta entre jóvenes filipinos presentada en el congreso. Además, quieren que sus padres les orienten.
La juventud filipina
La encuesta se hizo con 4.000 bachilleres y universitarios de 13 a 24 años con una media de edad de 17 de centros educativos públicos y privados. El 80% de los jóvenes filipinos encuestados consideran el sexo como un regalo especial para la persona con quien compartirán sus vidas. En otras palabras, quieren reservar el sexo para el matrimonio. De hecho, tres cuartas partes de los encuestados no habían tenido relaciones sexuales. Y una gran mayoría 80% quieren saber cuándo están preparados para empezar a salir con jóvenes del otro sexo y cómo tener una cita sin contacto sexual, cómo pueden conocer mejor a su chico o chica, cómo manejar sus sentimientos, y cómo distinguir entre deseo, atracción sexual y amor.
Los resultados del estudio confirman la necesidad de desarrollar programas para la población joven basados en educación del carácter y no solo en información biológica. Con demasiada frecuencia las políticas referidas a sexualidad adolescente están basadas en la agenda sobre planificación familiar de entidades internacionales, afirmó el Dr. Torralba, codirector del estudio. Pero la agenda de sexo seguro no responde a la educación para el amor que reclama la juventud filipina.
3. Noviazgo: ¿seguros? Ideas para acertar
ZENIT (14/4/2010): Tienen 80 años. Algunos 16. Y todos se han enamorado y han emprendido un noviazgo. El libro del sacerdote Rafael Hernández Urigüen recoge sus experiencias y saca conclusiones acerca del amor, el enamoramiento, la fidelidad y el"para siempre". En menos de un año se ha agotado la primera edición del volumen, que lleva por título "Noviazgo: ¿seguros? Ideas para acertar", de la editorial Eunsa. La obra de este profesor y capellán universitario surge como fruto de los seminarios mantenidos con jóvenes en Issa, el instituto universitario en el que trabaja.
El autor explica a ZENIT que la obra ofrece "pistas prácticas para entablar un nuevo diálogo que evite los graves problemas que se están detectando desde hace años en los matrimonios".
Desde el flechazo hasta el compromiso, el itinerario de la obra transcurre deteniéndose en breves apuntes de "caracterología práctica y la antropología profunda del genio femenino", hasta la explicación de "la castidad fundamentada en una antropología cristiana inteligible y bien divulgada".
Como escribe en su prólogo el catedrático de psiquiatría, Enrique Rojas: "Me parece de una gran pedagogía lo que ha realizado el autor de este libro, jóvenes de distintas edades y estirpes hablan, comentan, dicen, subrayan, muestran acuerdos y ofrecen desacuerdos sobre todo este gran tema que es el mundo del amor. Cuando el amor llega puede ser ciego, pero cuando se va es muy lúcido. De ahí la importancia de acertar en la elección y éste me parece un asunto central".
El doctor Hernández Urigüen ha recibido consultas muy dispares desde primera aparición del libro en verano de 2008.
Un señor de 80 años preguntaba a través del correo electrónico dónde podía adquirir el libro, ya que en 50 años de casado enamoradísimo de su mujer, jamás terminaba de comprenderla. Adquirió el libro y volvió a escribir al autor narrando una larga historia en la que manifestaba sus sospechas de que su esposa le era infiel.
El doctor Hernández Urigüen continuó aquel diálogo con el anciano hasta que descubrió que podía padecer alguna patología mental y decidió remitirlo a un psiquiatra. Efectivamente padecía celos patológicos y con la terapia médica, algunos consejos de crecimiento en su vida cristiana y lo que había leído en el libro sobre lo que esperan las mujeres de los hombres está viviendo una nueva etapa renovada en el afecto y comunicación con su esposa.
Una chica joven manifestaba que después de leer el libro y lo que en él se afirma acerca de la necesidad del respeto, sinceridad y horizonte de compromiso, había decidido romper con su novio, muy parecido a un personaje reflejado en la obra bajo el nombre de Marcos (romántico, pero inmaduro y constantemente infiel).
Tres meses antes de casarse, puesta la fecha de bodas, unos novios acudieron al autor porque estaban replanteándose dejarlo por las dudas que les suscitaba su disparidad de caracteres. Leyeron el libro primero por separado y después juntos supieron comentar sus diferencias y decidieron mejorar sus caracteres rectificando aquellos detalles que los separaban. Al final se casaron y siguen muy felices.
Un obispo escribía al autor interesándose por el libro, porque en su afán por formar bien a los futuros matrimonios estaba convencido de que no son suficientes los cursos prematrimoniales y convenía establecer una "escuela de novios". Según dijo, contaba con el libro como bibliografía fundamental y encargó muchos ejemplares.
Las escuelas de padres y madres también están incorporando el libro, y comienza a ser referencia frecuente en los cursos de orientación familiar.
El diálogo intergeneracional surge también a partir de la compra del libro. Unos padres quieren regalárselo a su hija o a su hijo. Lo leen antes y se dan cuenta de que había asuntos de su comunicación matrimonial que no habían tratado nunca. De hecho, el libro recopila abundantes historias que los jóvenes narran en las que aparecen los logros o fracasos de sus padres o parientes en el amor humano.
En el libro se insiste en la importancia que tiene el período de novios para conocerse en un clima de "respeto, sinceridad y horizonte de compromiso". Así aparece una frase que casi suena a slogan: "Más vale un trauma en el noviazgo romper antes si no marcha bien que un matrimonio traumático".
Más que preguntarse: ¿cómo sé que esto va a ser para siempre?, el autor propone una cuestión más audaz: ¿Cómo debo comportarme cómo debemos comportarnos para que esto sea para siempre? Es otra versión de aquel viejo refrán: "Nos casamos para querernos". Sin duda el enamoramiento, y el amor está al comienzo, pero hay que"querer querer".
Presenta también el caso de la señora Merche que afirma no haberse enamorado de su marido (con el que fue extremadamente feliz) hasta un año después de comenzar a salir. A partir de ese momento siempre estuvo enamorada, y ahora que es viuda, continúa enamorada de él y como cristiana habla en su oración continuando los diálogos que tuvieron en la tierra.
Un factor muy importante según el autor es "la fe y la gracia del sacramento que los cristianos vemos como ayudas eficaces en el cultivo de la fidelidad, la ternura, y la renovación del amor, también dando y recibiendo el inestimable regalo del perdón".
El libro recuerda "el papel fundamental de los sentimientos que conviene armonizar dejando que la razón, la voluntad y la prudencia analicen las situaciones y cada persona sepa discernir si está 'ciega' o la inclinación y el 'feeling' que siente por quien le enamora tiene fundamento, y sobre todo futuro".
4. Noviazgo y matrimonio
Collationes.org-Michele Díaz (16 enero 2012): La íntima comunidad de vida y amor conyugal entre hombre y mujer es sagrada, y está estructurada según leyes establecidas por el Creador, que no dependen del arbitrio humano.
Sumario
1. El noviazgo como preparación al matrimonio
a) Preparación remota, próxima e inmediata al matrimonio
b) Algunos criterios morales sobre la castidad en el noviazgo
2. El matrimonio cristiano
a) El matrimonio como vocación divina
b) Algunos criterios morales sobre la castidad conyugal
c) Sobre la custodia de la fidelidad en la vida matrimonial
d) Educación de los hijos
En esta exposición me limitaré, sobre todo, a recordar algunos principios esenciales de la moral católica que conviene conocer para ayudar a las personas en su camino de santidad y de apostolado en el noviazgo y en el matrimonio. La extensión de estas líneas me impide desarrollar con mayor profundidad otros aspectos, importantes también, en relación al modo, comprensivo y exigente a la vez, con el que se puede facilitar el crecimiento en la vida espiritual.
1. El noviazgo como preparación al matrimonio
a) Preparación remota, próxima e inmediata al matrimonio
En la Exhortación apostólica Familiaris Consortio, Juan Pablo II afirma que «En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. (…) Muchos fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que, en las nuevas situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general van mejor que los demás»[1].
«La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una preparación remota, una próxima y una inmediata. La preparación remota comienza desde la infancia (…). Es el período en que se imbuye la estima por todo auténtico valor humano, tanto en las relaciones interpersonales como en las sociales, con todo lo que significa para la formación del carácter, para el dominio y el recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente para los cristianos, una sólida formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una verdadera vocación (…)[2].
«Como parte de la preparación próxima, será necesario preparar a los jóvenes a la vida en pareja que, presentando el matrimonio como una relación interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la sexualidad conyugal y de la paternidad responsable (…).
La preparación inmediata a la celebración del sacramento del matrimonio debe tener lugar en los últimos meses y semanas que preceden a las nupcias (…). Entre los elementos a comunicar en este camino de fe (…), debe haber también un conocimiento serio del misterio de Cristo y de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del matrimonio cristiano, así como la preparación para tomar parte activa y consciente en los ritos de la liturgia nupcial»[3].
b) Algunos criterios morales sobre la castidad en el noviazgo
En muchos ambientes, por desgracia, existe una cierta confusión acerca de los criterios morales en las relaciones afectivas entre novios, y no sólo por parte de los mismos interesados, sino también en los padres y educadores. La fuerte presión de un ambiente paganizado hace que incluso personas que han recibido una buena formación doctrinal, lleguen a pensar —quizá no del todo conscientemente— que las normas morales sobre el modo de comportarse en el noviazgo “ya no son tan exigentes como antes”, o que hay que ser condescendientes con ciertas prácticas bastante generalizadas, que no son conformes a la ley de Dios.
Para ayudar a las personas que se encuentran en esta situación a formarse una recta conciencia, que les lleve a santificarse en el noviazgo, preparándose con delicadeza y sentido de responsabilidad a crear un hogar limpio, hay que recordar primero que la vocación cristiana exige a todos santidad: no hay cristianos de segunda categoría; en el noviazgo un cristiano coherente también ha de buscar la santidad, adecuar su comportamiento a la ley de Dios, sin cesiones de ningún tipo. Sólo quienes se deciden a vivir castamente el noviazgo —luchando contra las tentaciones y sin hacer equilibrios en la frontera del pecado—, ponen las bases de generosidad necesarias para poder construir después un matrimonio feliz y santo.
Por eso, las muestras de confianza o de afecto entre personas no casadas de distinto sexo no pueden depender exclusivamente de los sentimientos, sino también de la relación objetiva que exista entre ellos. Así como hay unas expresiones propias del amor entre esposos, y otras que son adecuadas entre hermanos y hermanas, así también son distintas las que resultan del simple conocimiento, o de la amistad personal, o del compromiso de contraer matrimonio.
La Iglesia enseña que «la lujuria es un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión»[4]. Conviene recordar a los jóvenes que cualquier placer sexual directamente procurado o consentido, no ordenado al legítimo acto conyugal, constituye objetivamente un pecado mortal; en este caso, no existe parvedad de materia.
Juan Pablo II señalaba en un discurso a los jóvenes que, «para la preparación al matrimonio, es esencial vuestra vocación a la castidad. (…) El honesto “lenguaje” sexual exige un compromiso de fidelidad que dure toda la vida. Entregar vuestro cuerpo a otra persona significa entregaros vosotros mismos a esa persona. Ahora bien, si aún no estáis casados, admitís que existe la posibilidad de cambiar idea en el futuro. La donación total, en consecuencia, estaría ausente. Sin el vínculo del matrimonio, las relaciones sexuales son mentirosas, y, para los cristianos, matrimonio significa matrimonio sacramental»[5]. Por tanto, «losnovios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad»[6].
Dentro de este marco moral, que es siempre válido, también hay que tener en cuenta que el proceso afectivo entre los novios, por su misma naturaleza, madura y se afianza gradualmente a lo largo del tiempo, en diversas fases más o menos formalmente diferenciadas. Al inicio de su relación, el trato entre esas dos personas es más parecido a la simple amistad; por tanto, en ese período, las expresiones de confianza o de simpatía mutua que resultan adecuadas se miden con los cánones propios de la amistad en general.
Hay personas que consideran que cuando se formaliza el noviazgo se afirma ya una intención formal de contraer matrimonio, y eso autorizaría a tener expansiones afectivas más íntimas que las propias de una sólida amistad. Aseguran que esas muestras de cariño surgen y manifiestan el amor que se profesan y que no les suponen un peligro directo contra la castidad. A esto cabría responder que esas manifestaciones podrían convertirse en una ocasión próxima de pecado y constituirían, por lo menos, una imprudencia seria, pues con ese comportamiento se habitúan a un régimen de intimidad que les expone a tentaciones graves y que, en sí mismo, empaña la limpieza de sus relaciones y lleva muchas veces a un oscurecimiento de la conciencia.
Desaconsejar vivamente este tipo de trato no supone pensar mal, ni ver malicia donde no la hay; es, por el contrario, advertir con juicio —con realismo— el peligro de ofender a Dios y de que la concupiscencia, alimentada por esa intimidad impropia, llegue a presidir las relaciones recíprocas, determinándolas reductivamente por la atracción sexual; esto no une sino separa[7]. Comportándose de este modo, llegarían a verse el uno al otro, progresivamente, más como un objeto que satisface el propio deseo que como una persona a la que el amor inclina a darse[8].
También por este motivo, la prudencia cristiana ha aconsejado siempre que la duración del compromiso antes del matrimonio sea relativamente breve. Esto no significa que no deba haber un profundo conocimiento mutuo, sino que para alcanzar ese conocimiento es suficiente una fase más o menos larga de trato y de amistad, previa al establecimiento del compromiso.
Ante la perspectiva concreta, real, y relativamente próxima, de matrimonio —aunque no exista la certeza plena de que se llegará a contraerlo— cabe hablar de una nueva situación en la que el compromiso tiene garantías objetivas y externas de estabilidad, como son la edad, la situación profesional, la maduración del conocimiento recíproco, etc. En estas circunstancias, pueden ser moralmente rectas ciertas demostraciones afectivas del amor mutuo, delicadas y limpias, que no encierran ni siquiera implícitamente una intención torcida, y que en todo caso se han de cortar enérgicamente si llegaran a representar una tentación contra la pureza, en los dos o en uno sólo[9]. Estas expresiones de cariño no son “en parte iguales y en parte diversas” a las propias de los cónyuges, sino esencialmente diversas, como es diverso su compromiso del pacto matrimonial; por tanto han de estar presididas por el peculiar respeto recíproco que se deben dos personas que aún no se pertenecen.
Algunos moralistas seguros afirman que, en el trato entre novios —supuesta una intención no lujuriosa—, sería pecado venial una manifestación de cariño —razonable, pero no necesaria— que produjese un desorden incompleto, si éste es positivamente rechazado; pero sería pecado mortal continuar esa misma acción si incumbiese el peligro próximo de que el desorden se hiciese completo[10]. No es necesario descender a una casuística más detallada, pero sí recordar que no tendría sentido buscar “escapatorias”, para justificar más o menos ocultamente la propia concupiscencia. Además, en esta materia, “más pegajosa que la pez”[11], quien no lucha, con humildad y fortaleza, por evitar aun lo más leve, fácilmente acaba por caer en pecados graves o, por lo menos, se sitúa en un estado de tibieza espiritual.
Al tratar estas cuestiones, es preciso recordar que las normas morales no suponen barreras para el auténtico amor humano, sino que indican las expresiones que debe tener en cada momento, si es verdadero amor. De este modo, exaltan su nobleza y su dignidad, queridas por Dios; lo radican en el don de sí, preservándolo del egoísmo; lo transforman, ya antes del matrimonio, en instrumento de santificación, y sientan el fundamento de su estabilidad y fecundidad futuras[12].
Quienes se ocupan de la atención y formación de los jóvenes han de tener criterios muy claros; no sería suficiente, por ejemplo, hacer las advertencias oportunas cuando se observa que pasan ya alguna dificultad: es preciso adelantarse y prevenir los obstáculos que pueden encontrar, para salir al paso enseguida y poner los remedios a tiempo. En las conversaciones de dirección espiritual, hay que exigir con firmeza, facilitando la sinceridad con preguntas oportunas y delicadas, para que todos vivan el noviazgo con una gran rectitud moral. Con frecuencia, será preciso recordar que para vivir limpiamente esa situación es necesario fortalecer la vida interior —que se alcanza con el recurso asiduo a los Sacramentos y las demás prácticas de piedad cristiana—, pedir humildemente al Señor y a la Virgen la pureza de conducta, y ser sinceros en la dirección espiritual personal.
Los jóvenes han de considerar también su deber de ser ejemplares ante su novia/o, ante sus padres, parientes y conocidos. Todos los cristianos estamos obligados a rechazar decididamente las conductas que pudieran menoscabar —aún mínimamente— lo que es propio de un hijo de Dios; así, por ejemplo, hay que evitar situaciones que, aunque en algunos sitios puedan estar muy generalizadas, no son compatibles con la moral cristiana: ciertas muestras de afecto, frecuentar algunos ambientes, que los novios viajen juntos, modos de vestir poco decentes, etc.
También hay que insistir a los padres en la importancia de su papel en la formación de sus hijos, para que les ayuden en aquellas virtudes que más contribuirán a que se mantengan fuertes y limpios durante el noviazgo. Entre otras, han de educarles en el pudor y en la modestia, que se adquieren —en primer lugar— con el buen ejemplo que les den en sus hogares, y que les permitirán evitar conductas que desdicen de un hijo de Dios.
2. El matrimonio cristiano
a) El matrimonio como vocación divina
El matrimonio como vocación es una determinación concreta de la vocación cristiana y de la misión divina que a todos los cristianos se confiere en el Bautismo.
La llamada de Dios al matrimonio es realmente una vocación que lleva a sobrenaturalizar todos los derechos y deberes propios de ese estado. «El auténtico amor conyugal es asumido por el amor divino, y gracias a la obra redentora de Cristo y a la acción salvadora de la Iglesia, se rige y se enriquece para que los esposos sean eficazmente conducidos hacia Dios y se vean ayudados y confortados en el sublime oficio de padre y de madre. Por eso los esposos cristianos son robustecidos y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado, con un muy peculiar sacramento; en virtud del cual, si cumplen con su deber conyugal y familiar imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida está impregnada por la fe, esperanza y caridad, se van acercando cada vez más hacia su propia perfección y mutua santificación y, por lo tanto, a la glorificación de Dios»[13].
«El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor»[14]. Los esposos han de tener siempre presente este aspecto fundamental, que da sentido a todos los derechos y deberes inherentes a su estado: «Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de las virtudes cristianas»[15].
b) Algunos criterios morales sobre la castidad conyugal
Del hecho de que «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos»[16], nace el correspondiente derecho y deber al acto conyugal, que ha de ejercerse virtuosamente —regido no sólo por la virtud de la castidad sino, en los cristianos, por la fe, la esperanza y la caridad—, sin olvidar una profunda realidad teológica: que el cuerpo ha de ser morada del Espíritu Santo (cf. 1Co 3,16-17; 6,19-20).
No hay obligación per se de pedir el débito conyugal, aunque sí la hay de darlo siempre y cuando lo pida el otro cónyugeserie et rationabiliter[17], aunque pueda suponer un sacrificio personal. Y esto por una razón de justicia que es grave, en virtud de la alianza matrimonial, que incluye, entre otros, este punto; por eso afirma la Sagrada Escritura: «El marido cumpla su deber conyugal con la mujer; y lo mismo la mujer con el marido» (1Co 7,3).
La obligación del débito conyugal admite parvedad de materia; por ejemplo, si hay una causa leve para negar el débito y a la otra parte no le supone peligro próximo de incontinencia. Esta obligación no existe si el otro cónyuge pide el débito con intención de abusar del matrimonio.
Conviene tener presentes algunos principios morales básicos sobre el uso del matrimonio:
— Los cónyuges que usan del matrimonio privándolo intencionalmente de su virtud procreadora, obran contra la ley natural y cometen un pecado grave ex toto genere suo[18];
— un acto conyugal hecho voluntariamente infecundo, y por eso intrínsecamente pecaminoso, no puede ser justificado por el conjunto de una vida conyugal recta[19];
— son intrínseca y gravemente deshonestos todos los actos que, en previsión de la unión conyugal, se propongan como fin o como medio hacer imposible la procreación. La sucesiva unión es igualmente ilícita mientras no se remuevan los efectos de aquellos actos o, si éstos fuesen temporal o perpetuamente irreversibles, no hubiese verdadero arrepentimiento del mal cometido[20];
— también son gravemente ilícitas las acciones que en la realización del acto conyugal, o después, lo destituyan voluntariamente de su capacidad generadora [21];
— por último, es un crimen gravísimo la interrupción directa del proceso generador ya iniciado: el aborto directamente querido y provocado, aunque fuese por razones terapéuticas[22].
Como en cualquier otra materia, la cooperación formal, es decir, la que se presta aprobando interna o externamente el pecado, es siempre ilícita.
En alguna circunstancia, ante la obligación moral de evitar males gravísimos —como, por ejemplo, la ruptura de la convivencia familiar, o prevenir el peligro próximo y cierto de adulterio del otro cónyuge— puede ser lícita la cooperación material y pasiva al pecado del otro cónyuge:
— La materialidad de esta cooperación consiste en no aprobar externamente ni consentir internamente en el pecado ajeno, aunque no se ha de inquietar la conciencia del cónyuge inocente si se complaciera en lo que hay de natural en la unión en cuanto tal: el cónyuge inocente debe manifestar la propia desaprobación a esos actos, del modo más conveniente en cada caso;
— la pasividad no se refiere a la unión en cuanto tal: significa que el cónyuge inocente no puede ser el causante de la acción que priva a la unión matrimonial de su orden a la procreación, ni siquiera indirectamente; por ejemplo, quejándose de los inconvenientes que traería consigo un nuevo hijo, etc.[23].
Sobre la posible licitud de la cooperación material y pasiva:
— Puede ser lícita la cooperación de la mujer al acto conyugal, cuando sabe que el marido tiene intención de practicar el onanismo[24];
— también puede ser lícita la cooperación por causas muy graves cuando el otro cónyuge se ha esterilizado definitiva o temporalmente, ya sea con medios quirúrgicos o por medio de fármacos no abortivos; o cuando pretende realizar la unión conyugal utilizando instrumentos que eviten la procreación, y que no sean potencialmente abortivos;
— no cabe la cooperación cuando el otro cónyuge pretende realizar una unión sodomítica[25].
Como ya se ha dicho, para la licitud de esta cooperación material y pasiva al pecado del otro cónyuge, es necesario un motivo grave y proporcionado. Cuando estos peligros sean especialmente agudos, la parte inocente puede incluso lícitamente pedir el débito, aun sabiendo que el otro cónyuge abusará casi seguramente del matrimonio.
Sin embargo, como se deduce de los principios morales establecidos más arriba, estas causas nunca son proporcionadas para hacer lícita la cooperación del varón, cuando la mujer ha tomado antes un fármaco abortivo, medios mecánicos (como el DIU, que puede impedir la implantación del embrión) que pueden tener efectos abortivos si se produce la fecundación; pues cooperaría no sólo a un acto conyugal gravemente pecaminoso para la mujer, sino además a un posible aborto, crimen gravísimo y totalmente desproporcionado respecto a los males que se evitarían con la cooperación material pasiva.
Conviene recordar que un fin esencial del matrimonio es la procreación y educación de los hijos. El Concilio Vaticano II enseñó que «son dignos de mención muy especial los cónyuges que, de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente»[26]. Y el Catecismo de la Iglesia Católica ha subrayado que «la Sagrada Escritura y la praxis tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas una señal de la bendición divina y de la generosidad de los padres»[27].
Ahora bien, «por válidos motivos los esposos pueden distanciar el nacimiento de sus hijos»[28], limitando el uso del matrimonio a los periodos infecundos de la mujer[29]: la continencia periódica es el único medio lícito —conforme a la naturaleza y a la dignidad de la persona humana— para ejercer la unión conyugal evitando la generación; método que es objetiva y esencialmente diverso de los medios contraceptivos[30].
En todo caso es patente que la simple licitud no basta por sí sola para asegurar la rectitud moral de su uso: es necesario que el deseo de retrasar los hijos «no sea fruto del egoísmo, sino conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable»[31]. De hecho, si la continencia periódica se practicase con una mentalidad y actitud anticonceptivas —de rechazo de la vida— éstas viciarían en su raíz el comportamiento de los cónyuges.
El lícito uso de la continencia periódica radica en la intención y en los motivos por los que se decide practicarla[32]. Y se entiende que esos motivos han de ser necesariamente graves o serios, para resultar proporcionados a lo que se excluye: la transmisión de la vida humana, que es uno de los bienes máximos de la creación, a la que, además, están por naturaleza orientados el amor y la unión conyugales[33].
Además, hay que tener presente que «en relación a las condiciones físicas, económicas, psicológicas, sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de recibir un número mayor de hijos, ya sea con la decisión, tomada por serias causas y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido»[34].
En esta materia, lo general será mover a las almas a la generosidad y a la confianza en la Providencia divina: que vivan con agradecimiento y rectitud esa participación del poder de Dios, y que no quieran cegar las fuentes de la vida. Hay que ayudarles a que reciban siempre con alegría los hijos que Dios quiera enviarles. Y, siempre, que no olviden el sentido sobrenatural en la función de transmitir la vida y las exigencias de la fe cristiana. No corresponde al director espiritual decidir si, en las circunstancias planteadas por quien recurre a él, es lícita la continencia periódica. El director espiritual deberá dar los criterios generales sobre la necesidad de justas y proporcionadas causas para su eventual licitud y, si conoce bien el caso, puede aconsejar, pero dejando bien claro que el juicio y la decisión competen a los cónyuges, que han de obrar sabiéndose no “árbitros” de la situación, sino responsables ante Dios.
c) Sobre la custodia de la fidelidad en la vida matrimonial
El matrimonio es el pacto de amor conyugal de un solo hombre y una sola mujer para toda la vida, en virtud del cual el «hombre y la mujer “no son ya dos, sino una sola carne” (Mt 19,6) y están llamados a crecer continuamente en esa comunidad a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total»[35]. Esta exigencia de unidad, profundamente radicada en la naturaleza humana[36], es asumida por Dios en Cristo, que «la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del Matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús»[37]. Este sacramento «es signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra»[38].
El matrimonio también se caracteriza por la indisolubilidad, pues «esa unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad»[39]. «Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia»[40]. Esta comparación de la fidelidad matrimonial con la fidelidad del amor divino muestra que el matrimonio establece entre los cónyuges una fusión natural tan fuerte que su desintegración es comparable a la desmembración de un cuerpo vivo[41].
La unidad y la indisolubilidad son un querer de Dios y un don precioso, que los esposos han de custodiar celosamente día a día, «por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre (Mt 19,6)»[42]. Además, continúa diciendo Juan Pablo II, «dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de los cónyuges cristianos de nuestro tiempo. Por esto, (…) alabo y aliento a los numerosos matrimonios que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un “signo” en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre»[43].
San Josemaría ha recordado al mundo el valor santificador y apostólico del empeño por santificarse en la vocación matrimonial. Enseñaba que el matrimonio «es una auténtica vocación sobrenatural (…). Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.
«La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria»[44].
La vida diaria de quienes siguen la vocación matrimonial está entretejida de sacrificios y de alegrías, de goces y de renuncias: «La realización del significado de la unión conyugal, mediante la donación recíproca de los esposos, llega a ser posible sólo a través de un continuo esfuerzo, que incluye también la renuncia y el sacrificio. El amor entre los cónyuges debe modelarse sobre el amor mismo de Cristo, que ha amado y se ha dado a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de olor agradable (Ef 5,2; 5,25)»[45]. «La unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber —contraído en los esponsales— de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar»[46].
La fidelidad cotidiana al amor conyugal, inseparable de una actitud positiva y generosa ante el bien de la vida humana, exige ciertamente esfuerzo y sacrificio, pero no ha de olvidarse que los cónyuges cuentan con la gracia de Dios, que se les otorga —como a todos los cristianos— en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y con la gracia sacramental del Matrimonio, que les fortalece para que en todas las circunstancias, aun en las más difíciles, sepan mantener y acrecentar el amor, que les llevó a responder a la llamada de Dios en el matrimonio. Y tienen también presente el recurso a la oración, y la ayuda que reciben en la dirección espiritual.
Como en cualquier género de vida, las dificultades en la vida matrimonial se superan con la ayuda de Dios y por amor, de modo que las mismas pruebas sirven para confirmar y acrecentar el cariño mutuo: «Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales. Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte (cf. Ct 8,6)»[47].
En general, las dificultades más graves —objetivas o subjetivas— para la felicidad matrimonial proceden de la soberbia. Además, no es infrecuente que el deterioro de las relaciones afectivas entre los esposos también venga provocado o seguido por relaciones sentimentales extramatrimoniales, que ofrecen la falsa promesa de una nueva felicidad o de la serenidad que se ha perdido durante un periodo de tiempo más o menos largo.
Sea cual sea la causa, las dificultades han de resolverse poniendo los medios humanos y sobrenaturales, pero «sin falsificar ni comprometer jamás la verdad»[48], pues, en esas circunstancias en que el horizonte de la felicidad conyugal aparece empañado, puede insinuarse la tentación de pensar —equivocadamente—, que no es posible mantener la unidad hoy y ahora, o que no podrá serlo en el futuro; o que toda la vida matrimonial anterior ha estado fundada sobre presupuestos engañosos, retrotrayendo las dificultades del momento presente al inicio mismo del compromiso. Y, en consecuencia, plantearse como "remedio” de las dificultades presentes la ruptura de la relación conyugal, aduciendo que “probablemente” nunca llegó a existir un verdadero vínculo matrimonial.
En esta situación –como en otras semejantes–, si las disposiciones personales no son completamente rectas, si no se procura luchar contra todo aquello que sea contrario a la fidelidad conyugal, si no se es humilde y sincero con uno mismo, es muy fácil encontrar argumentos y razones para reinterpretar falsamente la realidad del propio matrimonio, resaltando con parcialidad lo que conviene a las pasiones y olvidando cuanto no interesa valorar. De ese modo, aunque al principio la conciencia haya reconocido la necesidad de mantener el verdadero bien de la fidelidad —porque Dios lo quiere y porque se aceptó libremente al contraer el vínculo—, puede terminar prefiriendo el bien aparente de una “solución” contraria a la fidelidad conyugal.
A quien pasara por un estado de este tipo, habría que ayudarle a considerar de nuevo que, para quien está casado, mantener y defender el vínculo libremente contraído no es una carga sino precisamente la base segura para edificar su propia vida: la fidelidad es el único camino para responder a la vocación matrimonial y para encontrar la auténtica felicidad temporal y eterna. Las alternativas de aparente felicidad y de paz al margen del querer divino, que pueden resultar fuertemente atractivas en momentos de dificultad, son radicalmente falsas e ilusorias, y no tardan en manifestarse como inquietud profunda, fragilidad y —lo atestigua la experiencia— en la multiplicación de uniones contrarias al matrimonio, basadas sólo en el sentimiento, que, entre otros males, provocan gravísimos daños en los hijos y en todo el tejido social[49].
Además de los atropellos que se puedan cometer en los casos concretos, este equivocado modo de proceder está acarreando otro gravísimo daño de tipo social: fomentar en muchos fieles el error de considerar que es siempre lícito recurrir al tribunal eclesiástico para solicitar la nulidad del matrimonio, cuando existe sólo la simple sospecha de que pueda haber sido nulo el consentimiento, sin tener en cuenta el grave deber de custodiar la fidelidad matrimonial; o de remover los obstáculos que hacen nulo un matrimonio, que puede ser regularizado para conseguir el bien auténtico de las partes, de los hijos nacidos de esa unión y de la sociedad entera[50].
Si se tiene presente que el matrimonio «representa un verdadero camino vocacional para la gran mayoría de la humanidad», es lógico deducir que «en la evaluación de la capacidad o del acto de consentimiento necesarios para la celebración de un matrimonio válido, no se puede exigir lo que no es posible pedir a la mayoría de las personas». Se trata de una visión realista del hombre, «como realidad siempre en crecimiento, llamada a realizar opciones responsables con sus potencialidades iniciales, enriqueciéndolas cada vez más con su propio esfuerzo y con la ayuda de la gracia»[51].
Esta presunción favorable a la validez de la unión conyugal —es decir, que se ha de considerar siempre que el matrimonio es válido mientras no se pruebe lo contrario—[52] no es sólo la aplicación de un principio general del derecho, sino también una consecuencia que está en sintonía con la realidad específica del matrimonio, porque responde a la verdad de la persona humana, varón y mujer, y a la inclinación natural a su unión en matrimonio. El bien de los cónyuges, muy en especial el bien de los hijos, y el bien de toda la sociedad y de la Iglesia, mueven la conciencia en la dirección de salvar la unión conyugal y, en su caso, llevarla al matrimonio válido. Existe el deber de poner —siempre, y más aún ante las dificultades— todos los medios permitidos no sólo para mantener la vida conyugal cuando hay un matrimonio válido[53]; y, de modo análogo, si fuera el caso, es preciso intentar la convalidación o la sanación de una unión matrimonial irregular, siempre que pueda ser objeto de una convalidación[54]. Este espíritu responde al más elemental sentido común y cristiano.
A los esposos que se encuentran con dificultades serias en su convivencia conyugal, se les ha de ayudar a alcanzar un recto planteamiento cristiano de su situación; y a poner los medios humanos y sobrenaturales para cumplir la voluntad de Dios, es decir, custodiar la fidelidad a su vocación matrimonial. En concreto, conviene recomendarles que:
a) fortalezcan su vida espiritual, mediante la práctica de los sacramentos, la oración y la ayuda de la dirección espiritual[55];
b) consideren de nuevo el sentido cristiano del matrimonio y el valor de la fidelidad conyugal[56];
c) examinen las causas de las dificultades —egoísmo, soberbia, etc. — y los medios que han de poner para conservar, aumentar y madurar el afecto conyugal, superando los obstáculos que se hayan podido introducir contra ese amor[57];
d) procuren rechazar la idea de que la separación o la ruptura serían la solución para sus dificultades, ya que han sido llamados por Dios a ser santos en la fidelidad a su unión matrimonial, y tienen el grave deber de poner todo el esfuerzo para conseguirlo: apartarse del camino querido por Dios supondría poner en juego su felicidad terrena y eterna a cambio de —en el mejor de los casos— una satisfacción pasajera;
e) aunque se trate de una situación muy difícil, acompañada de una separación de hecho, deben buscar, con esfuerzo y sacrificio, la reconciliación, para recomenzar la vida conyugal, sobre todo si han tenido hijos[58].
Si los esposos que atraviesan graves dificultades hubieran pensado ya en la posibilidad de intentar una causa de nulidad, además de lo ya dicho, habría que:
a) hacerles considerar que, si bien pueden existir situaciones en las que un matrimonio aparente puede ser declarado nulo por los tribunales eclesiásticos, conforme a lo establecido por el Derecho de la Iglesia, es difícil pensar que se pueda comenzar a “dudar” recta y razonablemente de la validez del propio matrimonio después de años de haberlo contraído y precisamente en momentos de dificultad, a menos que hayan surgido hechos o circunstancias graves, nuevos y no conocidos antes[59];
b) prevenirles ante la posibilidad real de que los sentimientos originados por las contrariedades que encuentran —las pasiones, el amor propio, etc. — pueden fácilmente oscurecer y deformar el propio juicio de conciencia; por eso, deben pedir a Dios humildad para ver, con claridad y con verdad, la historia real de su relación esponsal, tomándose todo el tiempo que sea necesario —por la gravedad de la materia— para no dejarse engañar por la proyección de su actual estado de ánimo sobre el momento del consentimiento;
c) señalarles que, aun cuando la duda sobre la validez del matrimonio hubiera surgido legítimamente, la línea de conducta que exige la moral cristiana es:
— poner todos los medios para recuperar y mantener la rectitud de conciencia —afectada muy probablemente por la situación difícil en que se encuentran—;
— custodiar la fidelidad conyugal;
— si es el caso, intentar la convalidación o la sanación del matrimonio, teniendo en cuenta que las obligaciones de justicia y caridad entre los cónyuges son muy fuertes, lo mismo que las que corresponden al bien de los hijos, y sin olvidar el bien común y el peligro de escándalo;
d) si, puestas por obra todas estas consideraciones, se mantuviera el deseo de ir a los tribunales, junto al reconocimiento de la habilidad jurídica para impugnar el matrimonio acudiendo al tribunal eclesiástico[60], habría que darles los consejos morales oportunos. A saber:
— por la singularidad y la gravedad de la materia, la decisión personal de acudir a ese proceso exige estar convencido en conciencia de que objetivamente es al menos probable la existencia de una verdadera nulidad[61];
— es preciso asesorarse con personas no sólo técnicamente expertas en este campo, sino profundamente imbuidas de espíritu cristiano sobre la verdad del matrimonio y su indisolubilidad: y esto porque el derecho a pedir la declaración de nulidad no puede concebirse como una facultad que podría ejercitarse al margen de una atenta valoración de sus requisitos;
— es necesaria la disposición de someterse al juicio de la Iglesia, sin pretender anticipar ese juicio: incluso si tuviera certeza moral subjetiva de la nulidad del propio matrimonio[62], la persona debe someterse también en el ámbito externo a la sentencia, y no puede pasar a nuevas nupcias mientras no lo autorice la Iglesia;
— ni aun en el caso de una declaración de nulidad, se pueden olvidar los compromisos adquiridos con el otro cónyuge y con los hijos: la sentencia no “anula” esos deberes[63].
En la dirección espiritual personal, además de tener en cuenta todo lo anterior, podría ser necesario dar al interesado consejos imperativos —es decir, aquéllos que expresan y ayudan a descubrir algo que constituye de por sí un deber moral, imperado por la ley de Dios y la recta conciencia de la misma persona— con el fin de que abandone la decisión de recurrir al tribunal eclesiástico para conseguir una sentencia de nulidad, haciendo ver muy claramente el deber de conciencia de no proseguir ese proceso, o de poner todos los medios para oponerse a la declaración de nulidad que pretende ilegítimamente el otro cónyuge, o la de obtener la convalidación y reconciliación.
Quienes intervengan en la dirección espiritual de una persona en estas circunstancias, cuidando con la máxima delicadeza el respeto que se debe a la intimidad de cada alma, han de estar muy unidos en los criterios de fondo: cualquier fisura puede perturbar mucho a quien ya se encuentra confundido y generalmente deseoso de encontrar apoyo para hallar una solución a sus dificultades. Además, es preciso compaginar una gran paciencia y comprensión, con toda la fortaleza necesaria, para orientar —desde el primer momento— a recomponer la vida matrimonial y conseguir la plena reconciliación de los cónyuges. Lo exige la santidad del matrimonio, el fin del sacramento, la estabilidad de la familia, el provecho de los hijos y de los mismos esposos, el bien de la Iglesia y de la sociedad[64].
Ciertamente, el director espiritual no puede olvidar que existen algunas situaciones —que no son pocas— en donde el cónyuge que quiere vivir fielmente su vocación cristiana se encuentra con una auténtica imposibilidad de remover el obstáculo que ha hecho nulo el matrimonio: verdaderas incapacidades psíquicas que, si son tales, se manifiestan en la imposibilidad de establecer una mínima unión conyugal; indisponibilidad absoluta del otro contrayente para remover el obstáculo que impide el nacimiento de la unión conyugal (por ejemplo, cuando el otro cónyuge excluye la prole y no está dispuesto a cambiar de decisión). En estos casos, la solución justa y prudente podría ser la de comenzar un proceso de nulidad.
Por lo tanto, al ofrecer consejo sobre la licitud de introducir un libelo de nulidad del matrimonio, se debe tener en cuenta la situación real de la persona. Por ejemplo, la situación de un fiel que, teniendo una sucesiva unión estable (y con hijos), ha vivido un proceso de conversión y acercamiento a la fe. No sería insólito que existan elementos reales que le lleven a cuestionarse la validez de su matrimonio precedente. Dadas sus actuales circunstancias objetivas (nueva relación, con hijos), se le podría recomendar —sin crear falsas esperanzas y explicando muy bien el sentido de la nulidad— que acuda a un abogado de clara doctrina y competencia para que le asesore y le ayude a ver si existen motivos para introducir la causa de nulidad[65].
En cualquier caso, en las conversaciones de dirección espiritual, habrá que fomentar la disposición de acatar dócilmente lo que determinará la autoridad eclesiástica. Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las condiciones objetivas que hacen la convivencia de hecho irreversible, el director ha de ayudar a estos fieles a esforzarse por vivir su relación según las exigencias de la ley de Dios, absteniéndose de los actos propios de los cónyuges[66].
d) Educación de los hijos
Entre los fines del matrimonio se encuentra la educación de los hijos: «El derecho–deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros»[67].
Para que la educación de la prole se realice adecuadamente, se requiere, en primer lugar, que los padres tengan personalmente una buena formación —espiritual y humana— y procuren incrementarla sin cesar. Más aprenden los hijos del ejemplo vivo de sus padres, que de muchas palabras no respaldadas por los hechos. Por esta razón: «El marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano»[68].
Además, se requiere que en el hogar haya un ambiente de paz y cordialidad: «La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz»[69].
Los padres deben iniciar a los hijos en la vida de piedad para que, aprendida con el ejemplo, arraigue en ellos profundamente: «En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres»[70].
Han de educarles siempre en un ambiente de libertad, rectamente entendida: «Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo»[71].
Especialmente importante es el respeto a la libertad de los hijos, cuando llega el momento en que ellos deben escoger su propio camino y, en concreto, si deciden entregarse a Dios: «Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas (...) Pero el consejo no quita la libertad (...) llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad (...) después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza»[72].
Otros consejos a los padres para una buena educación de los hijos, son los siguientes:
a) Saber ponerse a su nivel y hacerse verdaderamente amigos de ellos: «Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos»[73];
b) descubrirles, poco a poco, nuevos horizontes: «Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía en los valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que “el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene”»[74];
c) en concreto, conviene que sean los padres quienes instruyan a sus hijos respecto al origen de la vida: «Esa amistad de que hablo, ese saber ponerse al nivel de los hijos, facilitándoles que hablen confiadamente de sus pequeños problemas, hace posible algo que me parece de gran importancia: que sean los padres quienes den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad»[75];
d) orientar las amistades de sus hijos, para que puedan desarrollarse en ambientes sanos;
e) particular cuidado exige la elección de los colegios. Los padres, ejercitando la libertad que tienen en este aspecto, han de ocuparse cuidadosamente de que los hijos reciban una educación cristiana; siempre tienen la obligación de estar muy atentos a la enseñanza que se da en los colegios, poniendo en su caso los remedios oportunos: «Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia, junto con otras familias, si es posible mediante formas de asociación familiar, debe con todas las fuerzas y con sabiduría ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe»[76].
Por otra parte, si los esposos cristianos —después de agotados todos los recursos— no tuvieran descendencia, «no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados, ni para dar lugar a la tristeza»[77].
Finalmente, es necesario que los padres «no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz»[78].
5. Cartas del diablo a su sobrino
La tentación sexual (XVIII)
C. S. Lewis
“Mi querido Orugario:
Hasta con Babalapo tienes que haber aprendido en la escuela la técnica rutinaria de la tentación sexual, y ya que para nosotros los espíritus todo este asunto es considerablemente tedioso (aunque necesario como parte de nuestro entrenamiento), lo pasaré de largo. Pero en las cuestiones más amplias implicadas en este asunto creo que tienes mucho que aprender.
Lo que el Enemigo exige de los humanos adopta la forma de un dilema: o completa abstinencia o monogamia sin paliativos. Desde la primera gran victoria de Nuestro Padre, les hemos hecho muy difícil la primera. Y llevamos unos cuantos siglos cerrando la segunda como vía de escape. Esto lo hemos conseguido por medio de los poetas y los novelistas, convenciendo a los humanos de que una curiosa, y generalmente efímera, experiencia que ellos llaman «estar enamorados» es la única base respetable para el matrimonio; de que el matrimonio puede, y debe, hacer permanente este entusiasmo, y de que un matrimonio que no lo consigue deja de ser vinculante. Esta idea es una parodia de una idea procedente del Enemigo.
Toda la filosofía del Infierno descansa en la admisión del axioma de que una cosa no es otra cosa y, en especial, de que un ser no es otro ser. Mi bien es mi bien, y tu bien es el tuyo.
Lo que gana uno, otro lo pierde. Hasta un objeto inanimado es lo que es excluyendo a todos los demás objetos del espacio que ocupa; si se expande, lo hace apartando a otros objetos, o absorbiéndolos. Un ser hace lo mismo. Con los animales, la absorción adopta la forma de comer; para nosotros, representa la succión de la voluntad y la libertad de un ser más débil por uno más fuerte. «Ser» significa «ser compitiendo».
La filosofía del Enemigo no es más ni menos que un continuo intento de eludir esta verdad evidente. Su meta es una contradicción. Las cosas han de ser muchas, pero también, de algún modo, sólo una. A esta imposibilidad El le llama Amor, y esta misma monótona panacea puede detectarse bajo todo lo que El hace e incluso todo lo que El es o pretende ser. De este modo, El no está satisfecho, ni siquiera El mismo, con ser una mera unidad aritmética; pretende ser tres al mismo tiempo que uno, con el fin de que esta tontería del Amor pueda encontrar un punto de apoyo en Su propia naturaleza. Al otro extremo de la escala, El introduce en la materia ese indecente invento que es el organismo, en el que las partes se ven pervertidas de su natural destino —la competencia— y se ven obligadas a cooperar.
Su auténtica motivación para elegir el sexo como método de reproducción de los humanos está clarísima, en vista del uso que ha hecho de él. El sexo podría haber sido, desde nuestro punto de vista, completamente inocente. Podría haber sido meramente una forma más en la que un ser más fuerte se alimentaba de otro más débil —como sucede, de hecho, entre las arañas, que culminan sus nupcias con la novia comiéndose al novio—. Pero en los humanos, el Enemigo ha asociado gratuitamente el afecto con el deseo sexual. También ha hecho que su descendencia sea dependiente de los padres, y ha impulsado a los padres a mantenerla, dando lugar así a la familia, que es como el organismo, sólo que peor, porque sus miembros están más separados, pero también unidos de una forma más consciente y responsable. Todo ello resulta ser, de hecho, un artilugio más para meter el Amor.
Ahora viene lo bueno del asunto. El Enemigo describió a la pareja casada como «una sola carne». No dijo «una pareja felizmente casada», ni «una pareja que se casó porque estaba enamorada», pero se puede conseguir que los humanos no tengan eso en cuenta. También se les puede hacer olvidar que el hombre al que llaman Pablo no lo limitó a las parejas casadas. Para él, la mera copulación da lugar a «una sola carne». De esta forma, se puede conseguir que los humanos acepten como elogios retóricos del «enamoramiento» lo que eran, de hecho, simples descripciones del verdadero significado de las relaciones sexuales. Lo cierto es que siempre que un hombre yace con una mujer, les guste o no, se establece entre ellos una relación trascendente que debe ser eternamente disfrutada o eternamente soportada. A partir de la afirmación verdadera de que esta relación trascendente estaba prevista para producir —y, si se aborda obedientemente, lo hará con demasiada frecuencia— el afecto y la familia, se puede hacer que los humanos infieran la falsa creencia de que la mezcla de afecto, temor y deseo que llaman «estar enamorados» es lo único que hace feliz o santo el matrimonio.
El error es fácil de provocar, porque «enamorarse» es algo que con mucha frecuencia, en Europa occidental, precede matrimonios contraídos en obediencia a los propósitos del Enemigo, esto es, con la intención de la fidelidad, la fertilidad y la buena voluntad; al igual que la emoción religiosa muy a menudo, pero no siempre, acompaña a la conversión. En otras palabras, los humanos deben ser inducidos a considerar como la base del matrimonio una versión muy coloreada y distorsionada de algo que el Enemigo realmente promete como su resultado. Esto tiene dos ventajas.
En primer lugar, a los humanos que no tienen el don de la continencia se les puede disuadir de buscar en el matrimonio una solución, porque no se sienten «enamorados» y, gracias a nosotros, la idea de casarse por cualquier otro motivo les parece vil y cínica. Sí, eso piensan. Consideran el propósito de ser fieles a una sociedad de ayuda mutua, para la conservación de la castidad y para la transmisión de la vida, como algo inferior que una tempestad de emoción. (No olvides hacer que tu hombre piense que la ceremonia nupcial es muy ofensiva.)
En segundo lugar, cualquier infatuación sexual, mientras se proponga el matrimonio como fin, será considerada «amor», y el «amor» será usado para excusar al hombre de toda culpa, y para protegerle de todas las consecuencias de casarse con una pagana, una idiota o una libertina. Pero ya seguiré en mi próxima carta.
Tu cariñoso tío, ESCRUTOPO”