Contra la vacuna de la Bestia:
salvemos hasta el último hombre
Por Laureano Benítez Grande-Caballero
3 DIC 2020
Fotograma de la película «Hasta el último hombre»,
de Mel Gibson (2016)
A las 08:30 horas del día 1 de abril de 1945 ―Domingo de Pascua―, el XXIV Cuerpo del Ejército norteamericano y el III Cuerpo Anfibio desembarcaron en las playas Hagushi, situadas en la costa oeste de la isla japonesa de Okinawa. A esa hora, 4 divisiones estadounidenses ―la 7ª y 96ª de Infantería, y la 1ª y 6ª de Marines―, comenzaron la ocupación de la isla. En el crepúsculo, ya había en la isla 60.000 soldados, lo que hizo de este operativo militar el mayor asalto anfibio en la Guerra del Pacífico, bautizado como Operación Iceberg.
Los combates duraron 82 días, ya que se extendieron desde el 1 de abril hasta mediados de junio, y fue tal su ferocidad que la batalla recibió el calificativo de Tifón de Acero en inglés, y Lluvia de acero en japonés, estando considerada como una de las que causaron más víctimas en el transcurso de la II Guerra Mundial, ya que la cifra se eleva hasta más de un cuarto de millón de fallecidos, tanto civiles como militares, de las cuales cerca de 50.000 fueron americanos.
Uno de los episodios más espectaculares de la contienda fue la toma del acantilado Maeda, operación que ha pasado a la historia del cine merced a la película que Mel Gibson realizó sobre este episodio, titulada en español con el nombre de Hasta el último hombre (2016), en la que se cuenta la historia real de Desmond Doss, el primer objetor de conciencia en el Ejército useño, quien se negó a portar armas siguiendo sus creencias como cristiano Adventista del Séptimo Día.
Desembarco de Okinawa.
Encuadrado en la 77ª División de Infantería ―ubicada en Fort Jackson (Carolina del Sur)―, fue integrado en el cuerpo médico, pues lo que Desmond deseaba era salvar vidas. Su objeción de conciencia le hizo blanco de las burlas y los comentarios peyorativos de sus compañeros.
Destinado a Okinawa, durante la toma del acantilado de Maeda salvó a 75 compañeros, bajándolos con cuerdas desde lo alto del acantilado hasta la playa, acción heroica que le valió ser condecorado con la Medalla de Honor por el presidente Harry Truman.
Mientras rescataba a los heridos en medio de un infierno de disparos, mientras llevaba consuelo a los moribundos ―completamente desarmado―, Desmond no cesaba de pedir a Dios que le permitiera salvar una vida más, cuando ya sus fuerzas le abandonaban, muy mermadas por las cuatro heridas que recibió durante la batalla.
Justo antes de ver la película unos días atrás, estaba empezando a sufrir el síndrome del “quemado”, ya que sentía fuertes tentaciones para abandonar la tremenda lucha contra el sistema globalista que vengo entablando desde hace tiempo, que ahora se concreta en mi militancia contra la plandemia y todo su Himalaya de mentiras, porque es inevitable que los militantes contra el Nuevo Orden Mundial sintamos con alguna frecuencia unas ganas irresistibles de dejarlo todo, al ver que las masas aborregadas permanecen ciegas, sordas, y mudas ante la conspiración satánica que pretende convertirlos en fiambre o en zombies; si a esto le añadimos el riesgo de sufrir represalias del sistema, y la enormidad del combate contra un mastodonte luciferino que lo controla absolutamente todo, la tentación de abandonar te envuelve como si una bailarina sulfurosa te enredara en sus brazos serpentinos.
Es así como los disidentes ―los “despiertos”― nos convertimos en voces clamando en los desiertos, profetas arrastrados al borde de precipicios insondables, blancos de pim-pam-pum, motivos de irrisión y escarnio, espantapájaros solitarios en calles populosas, en quijotes casi grotescos predicando a multitudes que van regocijadas a los mataderos del NOM.
Pero sucedió el milagro, la misteriosa iluminación que con un susurro casi celestial me murmuró al oído que aquel Desmond Doss era yo, que aquel héroe de Maeda éramos todos los disidentes, todos los resistentes, todos los empecinados que con la sola honda de la verdad luchamos por abatir al formidable Goliath que nos asedia, al colosal Polifemo que luce en la frente el ojo de Horus, el ojo illuminati del NOM, el ojo del Gran Hermano que pretende llevarnos a las cloacas de un mundo orwelliano, a un acantilado que precipita a sus víctimas directamente en el mismo infierno.
Sí, aquel objetor militante era yo, y su epopeya humanitaria reavivó en mí la chispa del compromiso, de la resistencia, animándome a perseverar, a desmochar con la verdad el Himalaya de mentiras de la plandemia, porque hay que salvar vidas ―¡Una más, Dios mío! ¡Una más!―, hay que rescatar las miríadas de almas que van derechas al Tártaro infernal con la maléfica vacuna transgénica… porque, Dios mío, quiero salvar una vida más… aunque sea una más…
Desmond estaba en el frente sin armas, buscando heridos en medio de espantosas balaceras, de explosiones apocalípticas, de tableteos carniceros, de granadas mutiladoras… sin armas, igual que nosotros, los despiertos, estamos sin mascarilla en mitad de bulevares que parecen cañadas ganaderas, con gente que te mira, que se aparta de ti, que murmura por lo bajo… Ahí vamos, soportando los desprecios igual que Desmond soportaba las burlas de su compañeros, dispuestos entrar con la verdad por delante en medio de un tiroteo de jeringuillas vacunadoras, de jeringuillas volanderas que surcan el aire como granadas asesinas, repletas de ponzoña, de chips, de nanorobots, de genomas tóxicos, de mierda venenosa…
Venid y vamos todos, todos los disidentes, todos los despiertos, porque hay que salvar vidas, hay que salvar almas… porque tenemos que salvar hasta el último hombre de las satánicas garras de la vacuna zombificadora, de la vacuna de la Bestia, de la atroz vacuna diseñada para eliminar a muchos, para esterilizar a todos, para zombificar, para convertir a los seres humanos en piltrafas tecnológicas monitoreadas por las radiaciones electromagnéticas, por malévolas inteligencias artificiales… vacuna para crear al hombre 2.0, a un ser transgénico que irá a los mataderos del infierno.
Venid y vamos todos, todos los que sabéis empuñar la honda davidiana de la verdad… venid a combatir en la Operación Desmond, venid a pelear en esta formidable guerra que nos han declarado los jerarcas luciferinos entregados al señor de Monte Pelado.
Venid, presentemos batalla en el mismo acantilado de Monte Pelado, como si fuera otro Maeda, como si fuéramos otros Desmonds, dispuestos a entrar en los mismos laboratorios biotecnológicos donde elaboran la vacuna letal como si fueran obuses mortíferos… venid, tomemos esos antros de horror como quien toma un búnker en una épica batalla, y rescatemos a sus prisioneros, a sus esclavos, a la carne de vacuna que quieren despeñar por Maedas y Montes Pelados.
¡Oh, Dios!… ¡Uno más! ¡Permítenos salvar a uno más!… ¡hasta el último hombre!… porque, como dice la frase, “Quien salva una vida, salva el mundo entero”.