El Concilio Vaticano II y la Revolución
8/10/2022
Las revoluciones han tenido, y siguen teniendo, un mismo fin: subvertir el orden que había hasta ese momento y crear otro nuevo. La revolución quiere “borrar” un sistema social o político creando otro totalmente nuevo. La revolución no quiere conservar nada de lo que hasta entonces había, quiere hacerlo todo “nuevo”, a gusto de los revolucionarios, diseñadores o arquitectos del nuevo orden.
El Concilio Vaticano II supuso una verdadera revolución, cuyo fin fue la subversión del orden hasta ese momento conocido y consolidado a través de siglos de historia y tradición. Sólo un Concilio universal podía hacer tal “revolución”. No se buscaba una reforma, una “actualización”, una “apertura”. Se pretendía una verdadera subversión del orden conocido hasta ese momento. ¿Por qué? Veamos.
Con el Concilio se subvirtió el orden jerárquico, el orden disciplinario, el orden litúrgico, el orden de fe y costumbres, el orden moral, el orden evangelizador. Todos estos ordenes tenían una propiedad en común; una propiedad exclusiva y genuina de la Iglesia de Cristo, una propiedad unida indisolublemente al mismo “ser” de la Iglesia católica. Propiedad que la caracterizó siempre:
La autoridad.
La autoridad siempre estuvo unida a la identidad de la Iglesia católica. Era la autoridad proveniente de su conciencia de poseer la plenitud de la verdad de la salvación, y de la responsabilidad de cumplir la misión de nuestro Señor de predicar el Evangelio por toda la tierra. Pero esta autoridad de la que nunca hizo dejación la Iglesia era un impedimento total y absoluto para el Nuevo Orden Mundial masónico. Basta mirar a nuestro alrededor para ver como las mismas naciones han hecho dejación de su independencia en orden al NOM. No puede haber más autoridad que la derivada de tal orden mundial.
Al tiempo que los Estados han cedido su soberanía, al mismo tiempo han perdido autoridad, convirtiéndose en naciones títeres, manejadas por los grandes poderes supranacionales del NOM.
El Concilio Vaticano II vino para subvertir el orden que ha identificado milenariamente a la Iglesia. Con la creación de las Conferencias episcopales se subvirtió el orden jerárquico, perdiendo notablemente autoridad los obispos. Con el nuevo Código de Derecho Canónico se subvirtió el orden disciplinario. Notable fue la supresión explicita de la condena a la masonería, con la consiguiente pérdida de autoridad para condenar tal secta. Hoy vemos sus causas, entre otras tantas cosas. Con la reforma litúrgica de subvirtió el orden litúrgico, que ha supuesto la pérdida de autoridad en cuanto a la disciplina litúrgica. Con la supresión de infinidad de tradiciones piadosas de fieles, como asociaciones, cofradías, movimientos, etc., se subvirtió la fe y costumbres; lo que supuso la consiguiente pérdida de autoridad de aquel pujante movimiento de devoción popular. Con la falsa apertura y falso diálogo se ha subvertido el orden moral, consiguiendo un relativismo moral exasperante; que tiene como consecuencia una total pedida de autoridad moral de la Jerarquía eclesiástica. Con la libertad religiosa se subvirtió la acción evangelizadora de la Iglesia, que en la actualidad camina hacia una religión sincrética universal.
Hoy si algo caracteriza a la Iglesia católica es la falta de autoridad, la autoridad fruto de la conciencia de poseer la Verdad de la salvación. Lo que sí hay en ella es despotismo, autoritarismo para con aquellos hijos suyos que quieren permanecer fieles a la fe apostólica. Ya no encontramos en nuestra Iglesia el ejercicio de la autoridad para defender la fe, para defender la doctrina católica, para defender la justicia, para defender al débil; no encontramos tal autoridad porque ello implica alzar la voz con la amenaza, si es necesaria, del anatema.
La Iglesia católica vive desde el Concilio un constante estado de subversión. Así puede entenderse la realidad actual.