En el 60º aniversario del Concilio Vaticano II
20/10/2022
Hubo un tiempo, antes del Concilio, en el que había naciones católicas. Naciones cuyas leyes honraban la ley divina y estaban acordes con la ley natural católica. Había libertad de conciencia para vivir según los mandamientos de la ley de Dios. Las leyes civiles protegían y amparaban esta libertad. La religión católica era respetada, al igual que las tradiciones populares de fe y piedad.
La familia católica estaba protegida prohibiendo el divorcio y las uniones de hecho. En esta sociedad católica era impensable el aborto, terrible pecado contra Dios, y mucho menos considerarlo como un derecho humano de la mujer. La moral católica imperaba en todos los órdenes de la sociedad, y las leyes ejercían un control y vigilancia sobre la inmoralidad.
Los signos de la de católica estaban presentes en todos los ámbitos de la sociedad, eran respetados y se castigaban los atentados contra aquellos. Existía orden en la sociedad católica, y se ejercía la autoridad hacia quienes querían atentar contra la convivencia basada en los principios de la fe católica.
Los ciudadanos se identificaban por su fe, así como las distintas naciones católicas. La fe servía como lazo de unión e identidad.
Hubo un tiempo, antes del Concilio, en que la Iglesia era una. Una en la predicación de la fe. Una en la liturgia, expresión de la única y misma fe. Una en el ejercicio de la autoridad. Una en su estructura jerárquica. Una en la enseñanza en sus universidades y seminarios. Era visiblemente una: en el hábito talar de los sacerdotes y hábito religioso de los consagrados, una en la edificación de iglesias, una en la manera de presentarse ante el mundo y de dirigirse a él. Una en su Magisterio.
Hubo un tiempo, antes del Concilio, en el cual el Papado era respetado y su autoridad se hacía sentir en el mundo, cuando había que defender la verdad de la fe católica, los derechos de los fieles católicos y la gloria de Dios mancillada por leyes inicuas.
Hubo un tiempo, antes del Concilio, en el que la Iglesia alzaba su voz para ser luz de las naciones, recordando y recomendando el verdadero camino de la paz y del progreso. Un tiempo en que era impensable que la Iglesia de Cristo pidiera perdón ante el mundo.
Llegó el Concilio Vaticano II para acercar a la Iglesia al mundo, y para llevar esto acabo hizo estallar su unidad en mil pedazos, rompiendo con aquello que era signo y causa de su propia identidad: la tradición.
Se “acercó” tanto al mundo que ahora la Iglesia es irreconocible. Hoy en día se presenta como una institución deformada, caótica y multiforme. Ya no existe la unidad, sólo la “diversidad”.
Hoy, la Iglesia posconciliar de avergüenza de aquella sociedad que antaño se llamaba católica y que estaba regida por la ley de Dios y la moral católica; porque hoy la nueva Iglesia fruto del Concilio abraza la sociedad democrática liberal y anticristiana.