Dos siglos de atentados políticos. Prim (1/2)
Por J. Mª Manrique
6/10/2022
El vicio español del magnicidio, que diría Pérez Abellán
No es cosa menor la observación de Ricardo de la Cierva que en la antesala del despacho del asesinado Presidente del Gobierno de España estaban los retratos de otros cuatro que murieron en otros tantos magnicidios. Pero tampoco se acaba el tema en Prim, asesinado en 1870, Cánovas (1897), Canalejas (1912), y Dato (1921). A estos atentados contra la Jefatura del Estado Español hay que añadir los magnicidios frustrados, con lo que el panorama, ya de por sí no idílico, pasa a ser dramático y aterrador.
Aquel manido dicho de que los españoles no matan a sus reyes, en alusión a ingleses, franceses, portugueses, rusos y un largo etcétera, queda bastante en entredicho, aunque es cierto que, desde el fallido atentado contra Fernando el Católico en 1492, durante el reinado de Los Austrias no se producirá ningún hecho similar. Pero con la llegada de los Borbones, y especialmente tras la Guerra de la Independencia y la eclosión del liberalismo y las sociedades secretas, puede decirse que se estableció como norma.
Fernando VII se libró en 1815 de la “Conspiración del Triángulo”; curioso nombre, que procedía de las ‘células’ de tres miembros en que estaba organizada. El General Narváez, antes de presidir el primer Gobierno de España de Isabel II (Presidente del Consejo de Ministros), tras haber encabezado una revolución liberal-progresista y estando girando hacia el Partido Conservador, el 6 de noviembre de 1843 sufrió un atentado frustrado en la calle del Desengaño de Madrid; el mismo fue muy similar al que posteriormente ocasionaría la muerte del General Prim, incluso en su desenlace, Juan María Gérboles fue condenado a “presidio perpetuo”, pero algo o alguien facilitó su huida a Francia y, a pesar de haber causado víctimas mortales, acabó indultado en 1851; se culpó del atentado a los progresistas y, en concreto, al General Prim, quien acabó desterrado por ello. Isabel II tuvo dos, uno en 1847 (muy sospechosamente Ángel La Riva fue condenado a muerte, luego al destierro e indultado dos años después), y otro en 1852 por el liberal progresista “Cura Merino” (Martín Merino, no el guerrillero patriota y carlista Jerónimo Merino), más la tentativa en 1867 del suicida Saturnino Rebollo (miembro de sociedades secretas) [1].
A caballo de los cuatro magnicidios, y los intentos arriba mencionados, hubo otros intentos. Amadeo de Saboya escapó en 1872 de un serio atentado. A Alfonso XII sendos anarquistas estuvieron a punto de matarle en 1878 y 1879. Alfonso XIII sobrevivió a tres, en 1905, 1906 y 1913, y siempre con anarquistas o masones de por medio. Las dos reinas regentes, María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, y Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda de Alfonso XII, fueron las únicas que no sufrieron atentados.
Alguien podrá decir que también otras naciones sufrieron esa lacra, como los idílicos Estados Unidos, en los que cuatro Presidentes murieron asesinados, otros cuatro fallecieron de sospechosas “causas naturales” y, además, hubo nueve claros intentos asesinato; y eso a pesar de ser masones la mayoría, o precisamente por ello. Pero hay claras diferencias entre la todopoderosa Usa, en acertado sustantivo acuñado por Pío Moa, y la España de los siglos XIX y XX muy mediatizada por los sajones.
“En la calle del Turco mataron a Prim” (supuestamente)
Merece la pena, al menos, profundizar en los cuatro magnicidios que precedieron al de Carrero. De ellos se sacan muy interesantes conclusiones, así como la certeza de que muchas y “modus operandi” se repiten claramente. Todo ello en aras a entender mejor lo ocurrido en 1973.
Prim
Como escribió el General Armando Marchante, el cual citaré muchas veces, porque estuvo en el SECED (Servicio Central de Documentación creado por Carrero) y conoció las tramas desde dentro, “tal vez la situación más parecida a lo que supuso la desaparición del almirante Carrero fuese el asesinato del General Prim, que hizo muy difícil el reinado de Amadeo I, monarca elegido por el general para llevar a cabo la revolución liberal que no se había hecho en España y que, al fracasar el reinado, jamás se hizo (ya que) los Borbones, como creía Prim, fueron incapaces de llevarla a cabo … mutatis mutandis, cuando Franco designó a Carrero como Presidente del Gobierno la interpretación fue unánime: Franco quería mantener las más importantes realizaciones de su Régimen, al menos hasta que se hubiese consolidado el reinado de Juan Carlos I … ¿Era factible tal propósito? Tal como lo planteó Franco sí lo era; en la práctica no lo fue porque se interpusieron varios factores nuevos. Naturalmente, el primero fue la desaparición violenta del Almirante” [2]. Recordemos que tanto el General Prim como el Generalísimo Franco reinstauraron la monarquía previamente derrocada y, en ambos empeños, perdieron la vida el primer promotor y el delfín del segundo. Los magnicidios de Prim y Carrero claramente sirvieron para cambiar el régimen político y la historia de España.
Centrándonos en el primer magnicidio, Don Juan Prim y Prats (1814-1870), hijo de un capitán, había realizado una meteórica y brillantísima carrera militar desde los 19 años, comenzándola desde soldado y basándola inicialmente en su valor, ganando en la Primera Guerra Carlista (1834-1840) dos Laureadas de San Fernando y alcanzado, a los 26 años y tras participar en 35 combates cuerpo a cuerpo, nada menos que el empleo de coronel.
En 1839 había sido iniciado en la madrileña Logia Tolerancia y Fraternidad del Gran Oriente Nacional de España, asumiendo como “hermano (H.·.)” el nombre simbólico de “Washington” y alcanzando con el tiempo el Grado 18 (otros, entre ellos el citado De la Fuente, le atribuyeron el 33º). En 1841 entró en la política como diputado liberal-progresista de la provincia de Tarragona, todo lo cual, sin duda, hizo que se confirmaran sus empleos militares. Pronto chocó con Espartero y se exilió en París. Dos años después regresó a España y volvió a ocupar su escaño en el Congreso de los Diputados, encabezando en 1843 un levantamiento el regente Espartero, lo que acabaría dándole los títulos de Conde de Reus y Vizconde del Bruch. Aquel mismo año reprimiría duramente un levantamiento liberal en Barcelona y en 1847 sería nombrado Capitán General de Puerto Rico, donde demostró su racismo y mano dura en la represión de rebeliones de esclavos en su isla y otras vecinas, por lo que acabó destituido en 1848. Vuelto a la Península, regresó también a sus escarceos políticos, teniendo que exiliarse dos veces a Francia en 1853. Fue nombrado observador de la Guerra de Crimea, volviendo a España con ocasión de la revolución denominada “La Vicalvarada”, acabando como Capitán General de Granada y ascendiendo a teniente general en 1856, con 42 años. En 1857 fue condenado a seis meses “de castillo” (prisión militar) por sus nuevos escarceos de pronunciamientos y en 1858 se afilió al partido Unión Liberal del General O’Donnell.
Su actuación fue decisiva en la Guerra de África (1859-1960), por lo que la reina le otorgó el Marquesado de Los Castillejos con Grandeza de España de 1ª clase … a la vuelta de un viaje que se permitió hacer a Francia. En 1862 capitanearía el cuerpo expedicionario español enviado a Méjico para obtener de aquella nación las reparaciones a las que España, así como Francia e Inglaterra, se creía con derecho; de allí se retiraría por discrepancias con Francia, pasando a Estados Unidos y entrevistándose incluso con el Presidente Lincoln. Esta libertad de movimientos de la que solía hacer gala demuestra su ambición política y los apoyos que en esa clase tenía.
A su vuelta a La Península volvió a las filas del partido liberal-progresista, donde fue muy apoyado por Pascual Madoz y Salustiano de Olózaga. Entre 1864 y 1867 participó en media docena de intentos insurreccionales, incluido el muy sangriento baño de sangre propiciado por los sargentos de artillería del Cuartel de San Gil (1866), en el que iba a ser nombrado jefe de gobierno, años con exilios posteriores a Francia.
Montpensier
El Gobierno Provisional que salió de “La Gloriosa” revolución. Y la mano más visible de las que la promovieron y financiaron: Antonio de Orleans, Duque de Montpensier, hijo del rey de Francia.
Aquella revolución permanente terminó triunfando con “La Gloriosa” de septiembre de 1868, de factura claramente masónica, como es generalmente reconocido, y de descarado impulso inglés, la cual supuso el destronamiento de Isabel II y el inicio del Sexenio Democrático. “Para la sublevación de setiembre se coaligaron tres partidos: los unionistas, los progresistas y los republicanos, o sea, la francmasonería regular, la ibérica y los carbonarios … en unión con las logias de la Habana”, al decir de la citada Historia de las sociedades secretas antiguas y modernas en España. “La Septembrina” buscaba cambiar radicalmente la sociedad española instaurando una monarquía nueva, parlamentaria, un régimen democrático en el que el rey que sustituyera a Isabel II reinara, pero no gobernara. Fue la única en la que participó la Marina, quien la inició en Cádiz al sublevar la flota el almirante Juan Bautista Topete, el tío del Cervera Topete que obedientemente auto-hundió su flota en Cuba. Procedentes de Inglaterra, vía Gibraltar, se incorporaron el General Prim, Práxedes Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla; también, desde Canarias, en un barco proporcionado por el Duque de Montpensier, el general Francisco Serrano y Domínguez y otros militares con él desterrados (los generales Dulce, Zabala, Serrano Bedoya, Córdoba, Caballero de Rodas y Letona habían sufrido esa pena). Todos eran masones, incluido el duque, Antonio de Orleans y Borbón-Dos Sicilias, hijo del “Rey de los Franceses”, Luis Felipe I, y miembro de la familia real española por su madre y por su mujer. Y todos participarían en el asesinato de Prim, el primer presidente del gobierno del nuevo sistema, del que el general Serrano ocuparía el cargo de regente hasta la entronización de un nuevo monarca.
En las sombras del misterio
quedó la extraña herida en la sien del muerto
Por cierto, pocos meses antes del magnicidio, el 12 de marzo de 1870, el Duque, por entonces Capitán General del Ejército Español, mató en duelo a su primo y rival el Infante Don Enrique María de Borbón, cerrándose así definitivamente el hipotético acceso al trono. Lo curioso del caso es que, además de que el duque era corto de vista y usaba gafas, al parecer hay constancia de que el muerto tenía una herida en la cabeza, curiosamente en la sien y no en la parte frontal de la misma (aunque por entonces se escribió que la bala “penetró por el ojo ‘y’ el lado derecho de la cabeza de su adversario”), producida por un proyectil de calibre distinto al 6 mm Flobert (5’6 x 7 en denominación milimétrica actual) de las pistolas de duelo. Al ser el Infante grado 33 del rito escocés, “la orden” se hizo cargo de su cadáver e hizo un funeral masónico, el cual fue parcialmente público.
En julio de 1870 estalló la Guerra Franco-Prusiana, en gran medida ocasionada la pretensión del Gobierno Español, es decir, del General Prim, de tener un monarca prusiano, el Príncipe Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen, en sustitución de los derrocados Borbones. En España muchos se opusieron, Serrano entre ellos, además de los republicanos y, por supuesto, Francia e Inglaterra. El 11 de junio anterior, Prim había dicho en el Congreso: “… dando nuevas seguridades de que lo que aquí espontáneamente dije un día, de que las palabras jamás, jamás, jamás que salieron de mi pecho como expresión de mi íntima y sincera convicción, hoy las repito con más fervor si cabe: la restauración de D. Alfonso, ¡JAMÁS! ¡JAMÁS! ¡JAMÁS!”, repitiendo lo que había proclamado en las Cortes Constituyentes el 22 de febrero de 1869 en el “discurso de los tres jamases”. En octubre de aquel año, Francia, en guerra con Prusia, hizo esfuerzos por atraer a la misma a España a la que también presionaba para que estableciera un régimen republicano [3].
El 27 de diciembre de 1870, tres días antes de que arribara Amadeo Saboya a España para ser entronizado, en la calle del Turco de Madrid (hoy Marqués de Cubas) se produjo el atentado contra el Capitán General de los Ejércitos Juan Prim, a la sazón Presidente del Gobierno y Ministro de la Guerra, cuando regresaba desde el Congreso de los Diputados a su casa en el Ministerio de la Guerra. La versión oficial dice que dos carruajes cerraron el paso a la berlina de Prim e inmediatamente varios individuos descargaron sus escopetas cortas (no trabucos) casi a bocajarro. El cochero pudo abrirse paso y, llegados al Palacio de Buena Vista, actual Cuartel General del Ejército, Prim, con ocho pequeños proyectiles en el hombro, bajó por su propio pie, pero quedó malherido, muriendo a los tres días por la infección de sus heridas.
La realidad fue más compleja y bastante distinta, como se desprende del Sumario que entonces se instruyó y que luego se ocultó, esquilmó, y se encuaderno de forma intencionadamente desordenada. En este destructor proceso, producido fundamentalmente a finales del siglo XX, lo fue hasta el punto de borrar y desaparecer folios, e incluso tomos completos.
Antes que Prim habían salido del Congreso el periodista y diputado republicano radical Paul y Angulo, quien anteriormente había amenazado de muerte al general y al que Prim había gastado una broma o tenido un encontronazo poco antes, y un coche de caballos que, mediante señales luminosas, avisó a los grupos asesinos. Estos fueron pasándose el aviso mediante silbidos y encendiendo cigarrillos y luces en las esquinas.
Los rumores sobre un posible atentado corrían por Madrid, tanto que incluso Prim hizo caso a su mujer y se puso una cota de malla bajo la ropa. Sea por precaución o por lo que fuera, el general rechazó una cena en su logia, por la festividad masónica de San Juan de Invierno, presidida por el Gran Maestre Miguel de Morayta.
Montpensier y Serrano, “El General Bonito”,
perversor sexual de Isabel II y traficante de esclavos en Cuba.
A despedir a Prim acudieron Práxedes Mateo Sagasta y Feliciano Herreros de Tejada, quienes subieron al coche, pero luego, pretextando recordar una urgente obligación, bajaron antes de que arrancara. Ambos eran amigos y correligionarios del general. Feliciano era el Secretario de la Presidencia del Consejo de Ministros. Práxedes había participado en el sangriento pronunciamiento del Cuartel de San Gil, acción por la que fue detenido, juzgado y condenado a muerte, pero, curiosamente, logró huir y exiliarse; en aquel momento era Ministro de Gobernación (Interior) y responsable último de la seguridad de Prim. Sagasta seguramente fue criptojudío, tanto por su apellido, como por las disposiciones a su favor que dictó al final de su dilatada vida política; también fue Grado 33 y Gran Maestre del Gran Oriente de España entre 1876 y 1881, principal obediencia masónica de nuestro país, cargo al que renunció en 1881 porque le podía perjudicar en su carrera política, pero no a ser masón; y, desgraciada y significativamente, fue el responsable del Desastre del 98, al ser quien ordenó las falsas batallas que entregaron la victoria a Estados Unidos.
Prim, con el General Moya y su secretario el jurista Juan González-Nandín, emprendió los 700 metros de su último viaje, de noche, con nieve y tan negros augurios. El itinerario debía estar vigilado por la policía, pero no fue así, achacando ésta haber interpretado mal un gesto indicativo del general.
En el cruce con la calle Alcalá, dos coches de caballos obstaculizan el avance, mientras otro lo hizo por detrás. Se oyó un silbido y de una taberna próxima salieron una docena personas. Moya se asomó y avisó que estaban armados. Casi inmediatamente rompieron los cristales de la berlina y descerrajaron varios disparos por los dos lados del vehículo. Moya y Prim reconocieron en las voces de mando a Paul y Angulo. Nandín fue herido en una mano y Prim oficialmente recibió nueve proyectiles, pero ninguna herida fue mortal (hombro izquierdo, codo izquierdo y mano derecha). En el sumario se recoge que este fue el tercer intento de asesinato y que había dispuestas otras dos partidas de asesinos cubriendo los posibles itinerarios (calles Barquillo y Cedaceros). La policía no detectó la preparación del atentado (ni los anteriores) y ni lo impidió ni aquella noche detuvo a ninguno de los numerosos actuantes. El número de implicados se estima en medio centenar, lo cual contribuyó a que fuera el magnicidio más caro de la historia de España.
Amadeo I, con Serrano, Topete
y demás “compañeros” de Prim, en su funeral
Parte primera de dos
[1] Historia de las sociedades secretas antiguas y modernas en España, y especialmente de la francmasoneria; Vicente de la Fuente, Tomo II, Capítulo V, Pag. 169-173; 1875, Lugo.
[2] In Memoriam: Almirante Luis Carrero Blanco. Armando Marchante Gil https://fnff.es/historia/389595106/in-memoriam.html.
[3] Luis García Rives en ABC, 14-IV-1965, Pag. 17.