George Orwell, rebelión en la pocilga
Por Jesús Laínz
6/2/2021
Sobre algunos libros pende una extraña maldición: todo el mundo los cita, pero nadie los ha leído. Uno de ellos es el célebre Homenaje a Cataluña, de George Orwell, que muchos suponen una apología de Cataluña e incluso del nacionalismo catalán, aunque el papel de la primera se limite a ser el lugar donde suceden las cuitas del autor y el segundo ni se mencione. Y los homenajeados no son ni Cataluña ni los catalanes, sino los milicianos españoles, ingleses, italianos, belgas y de otras nacionalidades con los que Orwell compartió trinchera en Huesca y tiroteos callejeros en Barcelona. Curiosamente, uno de sus muy escasos comentarios sobre los catalanes trató sobre el desprecio que sentían por los andaluces, a los que consideraban “una raza de semisalvajes”.
A finales de 1936 Orwell viajó a España para informar in situ a la prensa marxista internacional de lo que allí estaba sucediendo. Con una carta de recomendación del ILP (Independent Labour Party), socio británico del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), él y su esposa llegaron a Barcelona en los últimos días de diciembre. Deseoso de sumar esfuerzos para vencer a un fascismo triunfante desde la ascensión al poder de Hitler y Mussolini, una vez en España, y a pesar de su mala salud, decidió alistarse en las milicias que los partidos y sindicatos estaban organizando. Dada su vinculación con el ILP, optó por alistarse en la milicia del POUM, si bien posteriormente admitiría que, de haber tenido una idea más cabal de la situación política del bando republicano, probablemente se hubiese sumado a los anarquistas.
La Barcelona que se encontró era una ciudad sucia, caótica, de edificios adornados con banderas rojas e iglesias incendiadas. El aseo, los buenos modales y la elegancia habían desaparecido. La propaganda cubría las fachadas y atronaba las calles hasta el anochecer. Orwell se mostró encantado de aquel prometedor experimento igualitario destinado a servir de ejemplo al mundo entero. Pero también se encontró con el igualitarismo durante los escasos días de instrucción militar previos a la partida hacia el frente.
La disciplina no existía; si a un hombre no le gustaba una orden, se adelantaba y discutía violentamente con el oficial (…) ¿Cómo demonios podía ganar la guerra un ejército así?
Asistió a las interminables discusiones sobre lo que era y lo que no era permisible en un ejército revolucionario. No había diferencias entre oficiales y soldados, todo se votaba y cualquier intento de jerarquización era tachado de burgués y fascista. En una ocasión, cuando un soldado se dirigió a un teniente llamándolo señor, éste le reprendió por ser todos camaradas. “No creo que esto facilitara su tarea”, anotaría Orwell. Sólo apelando a la lealtad al partido se conseguía poner un poco de orden.
Tras el breve entrenamiento, consistente sobre todo en desfilar por las calles, los milicianos marcharon al frente de Aragón sin saber disparar un fusil. Y lo que allí encontró Orwell, ascendido fulgurantemente a cabo, fue el caos. Cuando en una ocasión ordenó a uno de sus soldados que ocupara un puesto de centinela, el afectado se negó alegando que estaría expuesto al fuego enemigo. Al pretender obligarle por la fuerza, se vio inmediatamente rodeado de hombres furiosos que le gritaban: “¡Fascista, fascista! ¡Déjale en paz! ¡Éste no es un ejército burgués!”.
Dato significativo fue que en las trincheras republicanas no ondeara ninguna bandera tricolor; solamente las rojas comunistas y las rojinegras anarquistas. La única bandera republicana que vio Orwell durante sus cuatro meses en el frente aragonés fue una en las trincheras enemigas, donde evidentemente dominaban las rojigualdas.
Los escasos fusiles eran antiguallas oxidadas, las balas no disparaban y las granadas estallaban en la mano. No había ninguna organización detrás de las líneas: ni baños, ni zonas de despioje ni lugares donde beber un café, y las pocas prostitutas accesibles “eran una fuente de celos”. Lo que sí había era “algunos sodomitas”, entre ellos un quinceañero al que llamaban “el maricón”.
La suciedad y el desorden de los edificios usados por las milicias “parecía constituir uno de los subproductos de la revolución”:
En todos los rincones había pilas de muebles destrozados, monturas rotas, cascos de bronce, vainas de sables y alimentos en putrefacción. Era enorme el desperdicio de comida, en especial de pan. En nuestro barracón se tiraba después de cada comida una canasta llena de pan, hecho lamentable si se piensa que la población civil carecía de él.
Algunos años después, en 1942, confesaría en su artículo “Recuerdos de la guerra de España” que “la letrina de nuestros barracones desempeñó un papel importante en el desvanecimiento de mis ilusiones sobre la guerra civil española”. Y si los cuarteles y barracones eran un infierno, las trincheras estaban a otro nivel:
La posición tenía un hedor nauseabundo, y fuera del pequeño recinto de la barricada había excrementos por todas partes. Algunos milicianos tenían por costumbre defecar en la trinchera, lo cual no resultaba nada grato cuando había que recorrerla a oscuras.
Luego estaban los hospitales, centros habituales de rapiña. Hasta los camilleros robaban a los heridos que transportaban. Durante su hospitalización por una mano infectada, los practicantes aprovecharon para robarle sus objetos de valor. “Todos robaban en el frente –escribió– como efecto inevitable de la escasez, pero el personal hospitalario era siempre el más ladrón”. Aunque las medicinas y los equipos no solían faltar, el pésimo transporte, la desorganización y la inexperiencia de las enfermeras –muy escasas debido a la ausencia de las monjas que se ocupaban tradicionalmente de esas labores– provocaron que murieran miles de soldados que habrían podido sanar con unos cuidados básicos. Y la cirugía no se practicaba siempre en condiciones adecuadas:
Mientras esperaba a que me examinaran, en la sala de cirugía se llevaba a cabo alguna espantosa operación sin anestesia, por motivos que ignoro. La operación se prolongó muchísimo, los alaridos se sucedían y, cuando entré allí, había sillas tiradas por el suelo y charcos de orina y sangre por todas partes.
Pero lo que tuvo consecuencias más graves para el desarrollo de la guerra fue la división reinante en el bando republicano. Orwell pudo comprobar sus desastrosos efectos:
Señalaron la posición situada a nuestra izquierda diciendo: “Aquéllos son los socialistas” (refiriéndose a los del PSUC). Me sentí desconcertado y pregunté: “¿Acaso no somos todos socialistas?”. Me pareció una idiotez que hombres que se jugaban la vida por igual tuvieran partidos distintos. Mi actitud siempre fue: ¿Por qué no dejamos de lado todas esas tonterías políticas y seguimos adelante con la guerra?
La división llegó al extremo de que las armas soviéticas que iban llegando fuesen repartidas sólo entre los comunistas, dejando al margen a sus supuestos aliados:
He descrito ya la forma en que estábamos armados, o desarmados, en el frente de Aragón. Casi no cabe duda de que las armas fueron deliberadamente retenidas a fin de que los anarquistas no contaran con demasiado poder en ese aspecto, pues podrían usarlo más tarde con un propósito revolucionario; en consecuencia, la gran ofensiva de Aragón, que hubiera alejado a Franco de Bilbao y posiblemente de Madrid, nunca tuvo lugar.
Transcurridos tres meses en el frente, Orwell regresó a Barcelona de permiso a finales de abril. El ambiente con el que se encontró era distinto del de enero: si bien los de la CNT y los de la UGT venían matándose desde meses atrás, seguían agravándose las tensiones entre anarquistas y poumistas por un lado y el estalinista PSUC por otro. El debate ideológico entre los trotskistas y los estalinistas era secundario frente a la cuestión táctica: los primeros consideraban que la guerra y la revolución social debían ser inseparables y simultáneas; los segundos, apoyados por la URSS y el Gobierno de Valencia, pretendían aplazar la revolución hasta que se ganase la guerra.
La lucha inflamaba periódicos, carteles, panfletos y emisoras de radio. Los anarquistas y los poumistas consideraban que los comunistas del PSUC eran unos derechistas contrarrevolucionarios, mientras que éstos acusaban a aquéllos de ser agentes a sueldo de Franco y Hitler para sabotear el esfuerzo de guerra republicano:
Decían de nosotros que éramos trotskistas, fascistas, traidores, asesinos, cobardes, espías y cosas por el estilo. (…) Uno de los rasgos más repugnantes de la guerra es que toda la propaganda bélica, todos los gritos y las mentiras y el odio provienen siempre de quienes no luchan. (…) Los individuos que escribían panfletos contra nosotros y nos insultaban en los periódicos permanecían seguros en sus casas o, en el peor de los casos, en las oficinas periodísticas de Valencia, a cientos de kilómetros de las balas y el barro.
Lo mismo denunciaría, ya regresado a Inglaterra, en una carta enviada a la Left Review sobre un escrito de intelectuales marxistas apoyando a los republicanos españoles:
¿Quiere hacer el favor de dejar de enviarme esta maldita basura? Yo no soy uno de esos mariquitas modernos suyos, como Auden y Spender; yo estuve seis meses en España, la mayor parte del tiempo combatiendo, tengo un agujero de bala en el cuerpo y no me voy a poner a escribir tonterías sobre la defensa de la democracia. (…) Y dígale a ese mariquita de Spender amigo suyo que estoy conservando ejemplares de sus poemas heroicos sobre la guerra y que cuando llegue el momento en que se muera de vergüenza por haberlos escrito, como se mueren de vergüenza ahora los que escribieron propaganda bélica en la Gran Guerra, se los restregaré con ganas por las narices.
El 3 de mayo el Gobierno decidió arrebatar la central barcelonesa de la Telefónica a unos anarquistas que permitían o interceptaban a voluntad las comunicaciones, incluidas las del Gobierno y la Generalidad. Aquella fue la chispa que prendió una lucha de todos contra todos que duró una semana y que acabó provocando varios cientos de muertos y varios miles de heridos. Así resumió Orwell lo vivido aquellos días:
Permanentemente se tenía la estremecedora sensación de que uno podía ser denunciado a la policía secreta por quien hasta entonces había sido un amigo. La larga pesadilla de la lucha, el estrépito, la falta de comida y de sueño, la mezcla de tensión y aburrimiento de las horas pasadas en la azotea preguntándome si al minuto siguiente recibiría un balazo o me vería obligado a disparar, me habían destrozado los nervios. (…) Nadie que haya vivido en Barcelona entonces o en los meses posteriores olvidará la agobiante atmósfera creada por el miedo, la sospecha, el odio, la censura periodística, las cárceles abarrotadas, las enormes colas para conseguir alimentos y las patrullas de hombres armados.
Tres días después de las luchas de Barcelona regresó al frente, donde no tardaría en recibir un disparo en la garganta que no alcanzó la carótida por un milímetro y que estuvo a punto de privarle de la voz para el resto de su vida. Conseguido el certificado médico de incapacidad, decidió regresar a Inglaterra.
Pero todavía le faltaba mucho por ver. El 15 de junio el POUM fue declarado ilegal por el nuevo Gobierno de Negrín bajo la acusación de estar a sueldo de los fascistas. La policía confiscó sus oficinas y arrestó a todos los que habían tenido vinculación con él, incluidos heridos graves que fueron sacados de los hospitales. Si no los encontraba, la policía detenía a la esposa como rehén. Su máximo dirigente, Andrés Nin, murió despellejado por agentes soviéticos. Avisado a tiempo por su esposa, Orwell huyó y tuvo que dormir en las ruinas de una iglesia incendiada:
No importaba lo que hubiera hecho. No era una redada corriente de delincuentes, sino el reinado absoluto del terror. Yo no era culpable de ningún acto definido, pero sí de trotskismo (…) Era inútil aferrarse a la idea inglesa de que uno está a salvo mientras cumpla la ley. En la práctica, la ley era la voluntad de la policía.
Respecto a las cárceles republicanas, comparables según Orwell a las mazmorras inglesas del siglo XVIII, en ellas murieron muchos detenidos, incomunicados, sin juicio, amontonados en celdas sin espacio para tumbarse, nadando en sus excrementos, comiendo bazofia y sin ver el sol durante meses: “No estoy exagerando; cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podrá confirmar lo que digo”.
Hartos de su experiencia española, los Orwell consiguieron cruzar los Pirineos:
Experimentaba un deseo abrumador de alejarme de todo, de la horrible atmósfera de sospecha y odio político, de las calles llenas de hombres armados, de ataques aéreos, trincheras, ametralladoras, tranvías chirriantes, té sin leche, comida grasosa y escasez de cigarrillos: casi todo lo que había aprendido a asociar con España.
Ya en casa, Orwell intentó explicar su experiencia a los izquierdistas ingleses, pues, según él, seguían engañados por la propaganda de unos comunistas que habían vencido provisionalmente en la lucha intestina, pero que no tardarían en perder la guerra:
Desde hace algún tiempo, un régimen de terror –la supresión forzosa de los partidos, la censura asfixiante de la prensa, el espionaje incesante y los encarcelamientos masivos sin juicio previo– ha ido imponiéndose. Cuando dejé Barcelona a finales de junio, las prisiones estaban atestadas; de hecho, las cárceles estaban desbordadas desde hacía mucho y los prisioneros se apiñaban en cualquier otro cuchitril provisional que pudiera encontrarse para ellos. (…) Si tuve que esquivar las ametralladoras comunistas en los tumultos de Barcelona, si finalmente tuve que huir de España con la policía pisándome los talones, todo eso me ocurrió porque pertenecía a la milicia del POUM y no a la del PSUC.
El eco de la purga comunista en España acabaría inmortalizado en su celebérrima Rebelión en la granja, fábula destinada a avisar sobre cuán fácilmente “la propaganda totalitaria puede controlar la opinión de la gente en países democráticos” y sobre cómo ese tipo de revoluciones siempre acaba desembocando en la sustitución de unos tiranos por otros:
Al regresar de España en 1937, se me ocurrió desvelar el mito soviético con una historia que pudiese ser fácilmente traducida y fácilmente comprendida por cualquiera.
Ésta fue la aventura española de George Orwell, que vino a España para luchar contra Franco junto a sus camaradas comunistas y que tuvo que salir corriendo para no ser asesinado, no por Franco, sino por sus camaradas comunistas.
Para El Manifiesto