Ley de Memoria Democrática:
hasta para el poder autoritario hay límites infranqueables
23 SEP 2020
Vivimos envueltos en incertidumbre y sufriendo sin griterío la irritación espesa que nos provocan muchas de las experiencias que nos obligan a soportar los tiempos de esta nueva normalidad. Procuro por mi lado controlar como mejor pueda el impulso y sujetar el arrebato. Es por ello que, ante las noticias referentes al contenido de la Ley llamada de Memoria Democrática, he preferido adquirir algo de calma en mi despensa de la paciencia para sujetar la irritación densa que provoca la mera enunciación de algunos de sus cometidos, —cuando no de su mera existencia— para escribir con ánimo lo más templado posible. Veamos, Kelsen, el gran jurista alemán autor de un magnífico libro titulado “Teoría del Estado y del Derecho”, diferenció en lo jurídico tres estadios: la producción normativa (elaboración de las leyes), la interpretación (doctrina científica) y la aplicación (judicatura).
Pues bien, en el primero de ellos, en la elaboración de la normas, es donde se explicaban los juicios de valor, o de desvalor, que dominan una sociedad —o la parte de ella que legisla— en un momento dado. Los presupuestos ideológicos pertenecen al campo a la Moral -o la Inmoral— y alcanzan valor jurídico mediante su incorporación a la Ley, a la norma, al llamado Derecho Positivo. Que nadie se asuste que no voy a entretenerme yo, a costa de la paciencia ajena, en profundizar ahora en categorías jurídicas. El asunto es más fácil: los juicios de desvalor que rezuma la citada Ley de Memoria son tan nítidos que la irritación transmuta en una profunda tristeza por tener que vivir algo así en este primer cuarto del siglo XXI. En el fondo da lástima el propósito absurdo de negar la Historia. Cuentan que Jose Bonaparte quiso, agobiado por el hecho de que el rey de Francia fuera prisionero de guerra, negar la batalla de Pavía. Pretensión sin sentido: Pavía existió y el rey francés fue hecho prisionero. Pues bien, la guerra civil española existió y un bando gano y otro perdió, y entre victoria y derrota muchos cientos de miles de compatriotas muertos. Tragedia colectiva donde las haya, pero existió. Pero cuando se legisla desde sentimientos del bajo vientre, como la venganza por ejemplo, el resultado jurídico, político y social suele ser lamentable.
La norma positiva sencillamente no lo puede todo por visceral que resulten los propósitos de sus creadores. Esta Ley más que una norma general parece lo que llaman Ley-Sujeto, es decir, una norma destinada a un sujeto concreto, Francisco Franco, y a un momento histórico: su gobierno de cuarenta años, con una finalidad nada oculta: dado que no puedo negar que existió, prohíbo que se hable de él, aplicando el dicho oculista de que aquello de lo que no se habla no existe. Claro que se prohíbe la palabra que contenga alegoría o alabanza, incluso indirecta, y se estimula —interpretando a contrario— la negación de cualquier virtud o logro, por pequeño que fuera. Pretensión absoluta y totalmente absurda. Los hechos están ahí, gusten o disgusten. A mí me disgustaron algunos, lo aclaro, pero no niego por ello la existencia de los que me agradan, que no fueron pocos... Convertir en infracción jurídica la apología o alabanza de un modo de pensar atenta tan claramente a la Constitución, al postulado de libertad de pensamiento y de ideología, que no merece la pena detenerse demasiado en ello, para no evidenciar lo obvio, que es tal útil como llover sobre el mar. Vamos a lo más concreto. Por ejemplo: se pretende claramente ilegalizar la Fundación Francisco Franco. ¿Puede una Ley sin más conseguirlo? Respondo: no. ¿Por qué no? Sencillo: la Fundación ha sido creada legalmente y con ajuste al sistema jurídico vigente funciona. Tiene a su favor el ajuste a la legalidad. Ahora una ley crea ex post facto un motivo de “ilegalidad”: alabar la figura o la obra de Francisco Franco. ¿Alabar es igual a recordar? Más: ¿alabar es ejercitar la libertad de pensamiento? Claro. ¿Entonces? Pues tendrá el Estado, si esta ley finalmente se aprueba, que demandar ante los tribunales para conseguir una resolución judicial anulatoria de la Fundación alegando esa “ilegalidad” sobrevenida. Serán por consiguiente, los tribunales quienes tengan la última palabra, como corresponde a un Estado de derecho, y si, a pesar de violar la Constitución en la libertad de pensamiento, los tribunales españoles anularan la Fundación con fundamento en la nueva “ilegalidad” siempre cabrá el acceso a las instancias europeas en donde posiblemente habite una mayor sensibilidad a la verdadera dimensión de la categoría libertad de pensamiento, que aquí parece interpretarse de este modo: eres libre de pensar siempre que lo hagas dentro del marco que manda el poder. Quizás el aspecto más absurdo y en el que se percibe con más nitidez la naturaleza de los motivos que impulsan a ello reside en la pretensión de anular los títulos nobiliarios concedidos por Franco. Veamos: un título nobiliario en la actualidad carece de valor jurídico diferencial según la reiterada doctrina del Tribunal Constitucional. Es un intangible que no atribuye a su titular ningún derecho subjetivo o prebenda diferente al resto de los iguales ante la Ley. Tiene, claro es, un valor social que depende única y exclusivamente de que dicho valor social se le quiera reconocer por la sociedad. Es así de simple.
Precisamente por ello ya no existe el delito de usurpación de títulos nobiliarios, algo que era consecuencia lógica de los momentos en los que el titulo atribuía un “estado civil”, esto es, generaba un valor estamental. El último privilegio, el disponer de pasaporte diplomático, ha desaparecido. Por ello, como digo, no existe ilicitud administrativa o penal en el sujeto que quiere auto titularse a sí mismo con cualquier título, con tal de que ese título no exista en realidad y tenga legitimo poseedor. Otra cosa es que con base a ese título falso quiere engañar para conseguir una finalidad crematística que de esa titulación, cuando menos en parte, dependa. Eso no es usurpación de títulos. Su nombre es más concreto. Estafa, Pues bien pensemos por ejemplo, en Carmen Martínez Bordiú, como ejemplo paradigmático. Tiene pendiente —creo— que el Rey expida la carta de sucesión en el título de duquesa de Franco, que creó su Padre, el Rey emérito Don Juan Carlos I. A pesar de no ser título creado por Francisco Franco se va a pretender, según parece, su abolición. De nuevo nos enfrentaremos a debates judiciales —no puede ser de otro modo— pero ¿qué ganan con ello? Supongamos que consiguieran que Carmen Martínez Bordiú dejara de ser jurídicamente Duquesa de Franco. ¿Podría socialmente seguir siéndolo? ¿Podría titularse así? Pues claro que sí. Y, además, el sector social que reconoce validez social a los títulos la aceptaría y valoraría como tal. Y como carece de cualquier privilegio jurídico nada de hecho cambiaría, salvo la evidencia de deseos oscuros en quienes se empeñan en estas batallas. Pensemos en otros países que han suprimido los títulos nobiliarios y se entenderá el valor social al que me refiero. Bien, hay cosas que ni siquiera el poder ejercido de manera arbitraria y absoluta puede conseguir: borrar la historia, cambiar los hechos y eliminar reconocimientos sociales. Deberían saberlo quienes se dedican a menesteres poco edificantes. ¿O es que buscan algo que acabe cerrando su círculo? ¿Acaso quieren sentar las bases para que en su día la ONU dicte condena por genocidio? Yo ya me creo todo.
Fue consejero de Antibióticos S.A, en aquel entonces la única empresa productora de antibióticos por fermentación en su planta de León. En 1.984, se convirtió en accionista, con un 23 por 100 del capital social. En 1.987 vendió la empresa a la italiana Montedison por 400 millones de dólares. Lo invirtió en Banesto. En 1.993 presentó al mercado una ampliación de capital por 100.000 millones de aquellas pesetas. Con accionista y miembro del Consejo, JP Morgan, el banco entonces número uno del mundo.