El lastre del sistema proporcional de elección
Por Jesús Palomar
15/6/2021
A menudo pensamos que lo importante es designar a los diputados por medio de un voto y el modo es lo de menos. Pero lo cierto es que la forma en la que seleccionamos a nuestros diputados es una pieza clave. Con ella comprometemos el mismo sistema representativo, que es la esencia del parlamentarismo.
El parlamento representativo es una herencia liberal que se generalizó en el continente europeo tras la Revolución francesa y se mantuvo vigente durante prácticamente todo el siglo XIX y principios del XX. Los ciudadanos eligen a un representante por distrito aplicando el sistema electoral mayoritario: se presentan varios candidatos y el que obtiene más votos gana. Los representantes tienen libertad de conciencia, pero están sometidos a tres lealtades que no siempre pueden conciliar: a los ciudadanos del distrito por el cual fueron elegidos, a los principios ideológicos básicos de su partido y a la propia nación.
La conciencia libre del representante habrá de dirimir los posibles conflictos entre ellas, pues no debe obediencia a nadie. Hoy en día sigue vigente en Reino Unido y en Francia. En Reino Unido el representante de distrito se elige en una sola vuelta; pero en Francia, desde la V República, se elige en una segunda vuelta si nadie ha conseguido mayoría absoluta en la primera: el sistema se perfeccionó. Sin embargo, tras la Segunda guerra mundial en el resto de Europa occidental se impuso el sistema de listas proporcional de elección. Desde la Transición está vigente también en España. ¿Fue un error? Juzguen ustedes tras la comparativa con el sistema británico.
En Reino Unido es la militancia del partido la que elige al candidato. Cierto que el partido puede proponer uno, pero en cualquier caso debe ser admitido por las bases del distrito correspondiente. Sin embargo, en España el jefe del partido elabora con mano de hierro las listas electorales de todo el país.
Ciertamente los grandes partidos británicos concentran en una dirección nacional las decisiones políticas fundamentales: lo que da entidad ideológica al partido, pero cada miembro del Parlamento tiene una oficina en su distrito y parte de su trabajo es estar allí para atender a sus representados. Los electores votarán por intereses nacionales o por cuestiones locales; y algunas veces por ambas cosas, a saber. Pero en cualquier caso eligen a una persona. Y esta persona, no el partido, será el responsable de sus decisiones políticas. En España votamos una lista en la que no conocemos a la mayoría de los candidatos. En consecuencia, las responsabilidades políticas se diluyen: nadie asume errores y muy pocos dimiten. Además, es altamente improbable que nuestros diputados nos concedan audiencia.
En todos los países los partidos políticos intentan imponer su disciplina, pero el sistema electoral español consigue de los diputados una obediencia ciega impensable en Reino Unido. En el Parlamento británico los miembros del gobierno se sientan en el primer banco. Tras ellos se sientan los diputados más afines y obedientes: los que forman parte de la estructura del partido. Pero los diputados que están situados más atrás, que son la mayoría, están menos involucrados en esta estructura y son más independientes. Aunque el jefe dicte una orden, pueden incumplirla si su conciencia y su distrito lo aconsejan. Se produce así cierto equilibrio inestable que hace del Parlamento una institución viva y verdaderamente deliberativa.
Los ejemplos son múltiples: muchos parlamentarios laboristas se rebelaron contra la postura de Tony Blair a favor de la guerra de Irak —hubo más laboristas que conservadores que votaron en contra de Blair—, y Margaret Thatcher cayó gracias a significativos miembros de su propio partido. Nada parecido a esto sería posible en España donde las sesiones parlamentarias son una sucesión de monólogos llenos de consignas partidarias. La razón es que nuestros diputados solo rinden pleitesía a su secretario general: su único jefe. Las decisiones políticas las toman siempre los líderes de los partidos fuera del Parlamento. Y son éstos, convertidos en una oligarquía, los que detentan de hecho el poder. Un poder repartido en cuotas variables en virtud de sucesivas elecciones. En realidad, el Parlamento español sobra: todo seguiría funcionando igual si dejara de existir.
El sistema electoral proporcional de listas hace que los diputados traten de agradar al jefe del partido y los ciudadanos a los que dicen representar quedan siempre en un segundo plano. La razón es obvia: si defraudan a los ciudadanos no pasa nada; pero si desobedecen al jefe, peligra su permanencia en la lista electoral en las siguientes elecciones y, por ende, las prebendas derivadas de las generosas subvenciones que el Estado concede a los partidos. Los políticos que predominan son entonces los más sumisos: astutos simuladores o mediocres burócratas, pero no los mejores; un caldo de cultivo muy propicio para la corrupción moral y económica.
En Reino Unido los partidos no reciben las suculentas subvenciones que reciben en España y el diputado depende más de los electores de su distrito que del jefe de su partido. En consecuencia, los diputados son más independientes, los ciudadanos tienen más influencia sobre sus representantes y la corrupción disminuye.
Al albur de lo que ocurre hoy en Cataluña algunos políticos hablan de cambiar la ley electoral: hacer que el sistema proporcional sea más proporcional para que una mayoría de votantes catalanes pueda desalojar a los secesionistas del poder autonómico. Pero tal posibilidad es pan para hoy y hambre para mañana. Si el sistema sigue siendo proporcional los tradicionales males de la política española permanecerán. Sustituir el sistema proporcional de listas por un sistema de mayorías por distrito a doble vuelta no es la panacea. Pero tendríamos verdaderos representantes, los partidos tendrían menos poder y la corrupción disminuiría. No sería poca cosa para empezar.